lunes, 28 de septiembre de 2020
Ámbar
sábado, 26 de septiembre de 2020
¿Un shakespeare inédito?
martes, 22 de septiembre de 2020
Los días `"vallejo"
César Vallejo retratado en el verano de 1929 en los jardines de Versalles, París.
Foto de Juan Domingo Córdoba Vargas (fragmento).
(Los recuerdos en cascada). Está mañana, mientras trataba de encarar el día, hubo un momento en que, sentado sobre el borde de la cama como en un cuadro de Hopper, adopté un gesto tan pensativo y triste que en seguida se me vino a las mientes (o como se diga: vaya frase) esta conocida foto de César Vallejo, que bien mirada, dentro de toda su nobleza, tiene algo de pose o de “gesto construido para la posteridad”. No sé. Lo que sí sé es que el paisaje que los poemas del poeta peruano alcanzaron a dibujar tiene mucho que ver con este tiempo raro que vivimos y en el que cada día se nos hace más urgente la necesidad de inventarnos una lengua capaz de pronunciar cosas hasta ahora inconcebibles, por más que su runrún haga ya tiempo que nos venía dando señales y hasta enviando mensajes que, poco a poco y si somos capaces (“caos” dice el Enano) de manejar este estado perplejo que no cesa de crecer, se van volviendo evidentes, o al menos de insoslayable presencia. Tortuosas palabras. No sé. Es muy probable que lo que Vallejo sintiera en sus días ateridos esté todavía hoy iluminando zonas de la realidad que nos cerca. Y es posible que esa visión y ese estado de necesidad fueran lo que lo impulsara a hablar del modo en que lo hizo, con un lenguaje en apariencia retorcido e incluso obtuso, cuando probablemente era el único camino recto de decir las cosas. La imagen de Vallejo me pone delante de los ojos, con el pensamiento o en esa su caja de resonancia que es la memoria, otra frase leída en un muro en un día ya lejano de mi juventud pero que, ahora lo sé, fue escrita para momentos como quizás sean estos, aunque sepamos aún tan poco de su naturaleza. Decía así: «Y qué verán los hombres futuros cuando miren los ojos de los poetas muertos...». Su autor fue Carlos González, un estudiante de Psicología que murió asesinado por el fanatismo en una manifestación. Corría, creo, el año 1976. Pero ya es hoy.
lunes, 21 de septiembre de 2020
Desmemorias y rebotes
(Al filo de los días). A veces los invisibles se vuelven, además, irreconocibles. Tres años después de su escritura paso por esta NUL (ver abajo), y aunque recordaba bien el “asunto al fondo” (el inexplicable “cabreo” y desaparición de un “amigo” —en este caso no sólo de FaceBook—, después de un intercambio diría que pacífico de opiniones sobre el pintor Richard Dadd), se me había borrado la referencia del libro cuya página se reproduce en la foto, pese a que ha sido una obra que he tenido con cierta frecuencia a mano y que he leído, a menudo de forma fragmentaria, varias veces. Anotaré ahora, por si en el futuro el Dr. de Cuyo Nombre No Logro Acordarme sigue haciendo de las suyas, que se trata de El mono gramático, de Octavio Paz, en la edición de Seix Barral (septiembre de 1974), y que el libro está abierto por las páginas 102-105, al borde del capítulo o fragmento 20, dedicado a comentar, precisamente, la muy insólita y terrible historia del pintor Richard Dadd, y en concreto del extraordinario e inquietante cuadro The fairy-feller’s masterstroke, que pintó durante nueve años mientras estaba encerrado en el manicomio de Broadmoor. La historia de este cuadro, cuya pista me refrescó entonces mi fugitivo amigo, es por sí misma tan intensa que no diré sobre ella nada más que lo ya anotado: rastros suficientes para que el curioso lector concernido pueda hacer su propia pesquisa y, en todo caso, también suficiente para que en una hipotética ocasión futura yo mismo como lector pueda sobreponerme al desconcierto. Google y sus herramientas de búsqueda han cambiado de tal manera nuestro modo de estar en el mundo que ya nada es lo mismo. Aunque nos cueste mucho trabajo darnos cuenta. Y no siempre, ja, eso sea sinónimo de felicidad.
Robots escribanos
(En voz alta). Un artículo escrito por un robot. Algo más que curioso. Y digno de meditación. Inevitable escuchar al fondo la voz susurrante de HAL9000, el robot “confundido” de 2001: A Space Odyssey que poco antes de ser desenchufado recordaba la canción con que inició su aprendizaje, tal como en realidad le ocurrió al primer ordenador de IBM programado para tal tarea. Un tema crucial. Tal vez, el tema.
El mensajero
sábado, 19 de septiembre de 2020
Volviendo a El cochecito
(En voz alta). Había pasado tanto tiempo desde que vi por primera y (hasta ayer) única vez El cochecito (1960), que la disfruté casi en estado de gracia y con los ojos como platos. Como pude comprobar después que había escrito alguien, es una película que no se parece a ninguna otra, aunque tenga una clara filiación “generacional” (en el doble sentido, genérico y de época) y la indeleble marca del humor de Azcona y su mirada tiernamente cruda, sin concesiones ni posibles refugios. Y el genial pulso cinematográfico de Marco Ferreri. Una obra maestra, de principio a fin. Y una obra insólita.
algunos detalles que no llegaron a filmarse, ninguno de ellos, en lo que se me alcanza, sin que afectara para nada a la integridad artística de la obra, que ha llegado a nosotros fiel a sí misma —es decir, a la intención creativa de sus autores—, una vez recuperado el final “venenoso” que la censura obligó a cambiar en su momento.
«ÁLVAREZ deja en el aire la frase para acudir en auxilio de su señorito que ahora chilla asustado:–¡Lo chino...!, ¡lo chino...!Se refiere a unos japoneses que están desembarcando de un autocar. El paciente ÁLVAREZ lo calma:–Tranquilo, don Vicente... Que los chinos no hacen nada. —Y le explica al jubilado—: Es que tiene pánico a los comunistas. Como su madre, claro.–Y se comprende.–Empuje usted un poco, mientras me termino el bocadillo.–Con mucho gusto, señor Álvarez.»