jueves, 10 de septiembre de 2020

Redes y trampas

(En voz alta). Estuve viendo anoche este interesante documental, inquietante en más de un sentido, un eslabón nuevo en esa ya tan larga como acaso inútil cadena del “qué está haciendo Internet con nuestras mentes”. Aun a costa de predicar en el desierto y aumentar cierta fama de Jeremías lamentador que, si no lo percibo mal, me acompaña desde mi presencia en estos ruedos, iba a comentar lo que me parecen los aspectos más destacables de la pieza, pero este artículo de Xataka lo hace muy bien, incluidas las pegas, así que saldaré mi impulso con una recomendación doble. Merece la pena.

Ah, respecto a las trampas de caer en lo que se critica (últimos párrafos del artículo), me parece que ahí está la “madre del cordero” y a ver quién consigue desfacer el embrollo. Puede, además, ojalá no, que eso sea precisamente la prueba de lo más inquietante que se apunta en el documental: que esto ya se nos ha ido de las manos.
Lean, piensen, y tal vez luego... huyan (yo me lo estoy pensando).

La azotea


Ilustración: El paseo nocturno ©️Javier Serrano, 2020.

Siempre que camino en soledad por Eburia, generalmente a horas nocturnas, incluso ya avanzada la madrugada, mis pasos acaban conduciéndome a las bien conocidas calles del Casco Viejo, por rincones llenos de recuerdos y vagas sensaciones, a veces también con ramalazos de cierta viveza, sobre todo ahora que, tras una decadencia aún no conjurada, parece que la zona ha vuelto a recuperar algo de pulso.

El camino habitual me obliga a atravesar, como alma que lleva el diablo y entre un creciente murmullo fantasmal, un viejo paseo que un día estuvo adornado por setos de boj y que durante años fue lugar de reuniones juveniles, hervidero de risas y amoríos e incluso centro de iniciaciones muy diversas. Hay en él un rincón que siempre veo iluminado.
Más adelante, ya entre los muy conocidos edificios, antiguos o modernos, que evidencian las interminables falacias del tiempo y el efecto de sus garras sobre el espíritu enclenque de la urbe, apresuro mis pasos de sonámbulo y casi no vuelvo a tomar conciencia de mí mismo hasta darme cuenta, de repente, de que estoy pasando por debajo de la azotea de lo que fuera el Colegio Cervantes, mi colegio de primaria. Allí fui a clase durante dos o tres cursos, hasta hacer «el ingreso», que era como entonces se llamaba a la prueba que daba acceso al bachillerato. Es un espacio casi almenado, de no mucha altura, sobre todo si se lo compara con la cercana y maciza torre de la Colegial, que casi ni se digna a echarle un vistazo desde su elevación algo mostrenca, tal vez porque su rosetón, un tan hermoso como exagerado ojo de Polifemo, mira hacia otra vertiente.
Como suele ocurrir con los descubrimientos que coinciden con el de las palabras que los nombran, esa azotea es para mí ya “la azotea” por antonomasia. Incluso me atrevería a decir que la única azotea digna de ese nombre, pues los demás espacios que pudieran asemejársele caen más bien dentro de las categorías de “terraza”, “solario”, “mirador” o “terrado”. Ninguna alcanza el grado de identificación entre el nombre y la cosa que logró este lugar, que ahora me parece irreal, cuando don Mariano, el maestro, en uno de aquellos días en que se enfadaba hasta el enrojecimiento, con la varita de palmera en la mano y una salivilla blanquecina asomándole por los bordes de la boca, amenazaba a algún alumno especialmente travieso o torpe:
—Vaquerizo, como vuelva usted a distraerse cotorreando con José Emilio, le voy a recetar media docenita de raciones de este jarabe y se va a estar todo lo que queda de clase de rodillas y con los brazos en cruz en la azotea.
En aquel tiempo, lo de «la letra con sangre entra» tal vez no fuera literal en todo su brutal y goteante significado —siempre hay un grado posible de envilecimiento—, pero sí constituía una parte tolerada de los métodos llamados pedagógicos. Y así era habitual que cada jornada escolar comenzara con la imagen de don Mariano, bajito, de poderosa testa alargada, masticador, muy milhombres, puesto como de puntillas en el estrado sobre el que se alzaba su mesa, blandiendo una muy fina y flexible palmerita de la que a todos nos resultaba imposible apartar los ojos. Se decía que sí te untabas las palmas de la mano con ajo los golpes dolían menos, e incluso que la varita podría quebrarse. Nunca pude comprobarlo.
Ahora, cuando paso entre sombras por debajo de ese espacio, que en aquellos años lo fue de juegos y de bullas, me parece que aún se escucha alguna risa o un llanto, y que desde algún rincón oscuro, allá en la altura, alguien me hace una confidencia que ya he olvidado como si fuera mía.
(Las Caminatas, XIX. 2ª ed.)


miércoles, 9 de septiembre de 2020

Narbona sobre Aramburu

(En voz alta). Las colaboraciones de Rafael Narbona en la Revista de Libros son una vieja querencia. Procuro no perdérmelas porque, si bien a veces son algo repetitivas en aspectos biográficos, siempre están escritas con tanta franqueza, calidad y eficacia (¡vaya trío!) que me atrapan sin remisión. Este triple acercamiento a Fernando Aramburu, incluida una muy lúcida entrevista, es muy recomendable. Y hasta, si se me permite, reconfortante para cualquier lector al que también le guste escribir. No lo pasen por alto.




martes, 8 de septiembre de 2020

Qué largo me lo... tocáis

(En voz alta). Lean este reportaje sobre la duración de una interpretación musical y después digan si no es “razonable” que pasen ciertas cosas. Y una pregunta: ¿habrá nacido para entonces, en 2640, alguien que se haya podido hacer cargo mínimamente del contenido de fondo de Finnegans Wake... y no estar loco? Si esto no es, en realidad, la broma eterna, que venga Alpha y lo Omega.

lunes, 7 de septiembre de 2020

Las niñas: un miniatura delicada y terrible

Siempre es una alegría volver al cine “de verdad”. Y si es para ver una película española, mejor. Así que, tras el primer regreso inexcusable para contemplar la palindrómica y espectacular Tenet (de la que me gustaría escribir con cierta extensión, aunque no sé si lo haré), el sábado fuimos al Palacio de Hielo a ver una muy interesante película, Las niñas, debut de Pilar Palomero y obra sencilla, tersa y veraz, muy en la onda de lo que en su día se llamó cinema verité. Aunque es obvio que la película fue rodada antes de que la peste nos cambiara la vida, como la vemos en esta insegura “neonormalidad”, es inevitable que todo adquiera una proyección diferente, no sé si a favor o en contra de la obra, pues en ambos sentidos se podría argumentar. Ciertas situaciones ganan intensidad vistas desde el Apocalipsis, otras en cambio pueden llegar a parecernos completas bagatelas a la luz del crepúsculo.
El filme, con un ligerísimo argumento trenzado todo él en torno a un “nudo”, que no se deshace de forma expresa aunque resulta clamoroso su impacto sobre la obra toda —la película es ese secreto: entiendan que sea cauto—, transcurre en una “ciudad de provincias” bien identificada (Zaragoza, si bien podría ser también, no sé, Salamanca) y en unos años, los primeros noventa, de plena España “transicional” (admítase el barbarismo). Un tiempo que se identifica, además de por muchas marcas de época, sobre todo por las diversas alusiones a la campaña aquella del “póntelo, pónselo”, que tal vez fuera, entre nosotros, la primera ocasión en que los poderes públicos se tomaron en serio la educación sexual y pusieron en marcha una tan divertida como polémica pero finalmente utilísima divulgación del uso del preservativo. Y por ahí, por el asunto del despertar sexual, sus incógnitas y temores, las mojigaterías monjiles o familiares, los juegos prohibidos, el valor de la amistad, las crueldades en el grupo de iguales, los primeros ligoteos y, de forma muy señalada, el peso formativo de las cintas de casetes (por destacar un ejemplo no sólo circunstancial) discurre esta bien contada miniatura.
Las niñas está filmada de un modo tan austero como eficaz, repleta de lentos primeros planos escrutadores y plenos de sugerencias, si bien en algún momento puede que estén a punto de hacerle perder la paciencia al enmascarado espectador, sobre todo por lo mucho que tarda en plantearse y avanzar el grave conflicto intuido tras los murmullos, las reticencias, las violencias y los silencios.

Y por aquí vienen las pegas posibles: tal vez se ha elevado a largometraje, con un meritorio pero también excesivamente demorado modo de filmación, lo que habría ganado en intensidad, y también en ritmo, con algunos minutos menos de metraje (incluso hasta media hora). Hubiera bastado con no reiterar secuencias algo repetitivas o, en algún caso, con cambiarlas por otras que desplegaran un poco más el argumento; también con suprimir algún que otro tiempo muerto, sobre todo en momentos en los que ya queda claro que la sutileza y el detalle son los que la cineasta quiere que captemos, aunque sin darse cuenta de que llega a ser muy molesto que a uno le estén susurrando todo el rato lo que ya ha entendido (o creído entender: puede que ahí esté el quid).
Junto a la sutileza y el formato artesanal pero muy cuidado, hay que destacar la calidad de las interpretaciones, comenzando por la debutante protagonista, Andrea Fandós, al frente de un reparto coral muy bien seleccionado y con la casi única inclusión de profesionales como Natalia de Molina, magnífica en un papel que prolonga con solvencia y sin tics otros anteriores; Francesca Piñón (la secretaria de El Ministerio del Tiempo, aquí con toca de monja autoritaria y borde) o Zoé Arnao, a la que se le adivina un gran futuro en el cine de fuertes emociones.
Conclusión: vayan a ver Las niñas, dejen volar su imaginación y su memoria, intercambien cromos con su propia experiencia, saquen o no sus conclusiones, emociónense con un par de escenas, sufran con otras y, finalmente, abandonen la sala y regresen —estética y socialmente reconfortados— a sus cubiles y al cine de las televisiones (esa “otra cosa”). Ah, y no dejen de prestar atención a la banda sonora, incluida la explosiva y muy pertinente canción del final. Y tras todo eso, díganme si no es verdad que estamos vivos de milagro.

Unos acordes...

(En voz alta). Unos acordes oídos al azar en la radio conectan de pronto, en las neuronas profundas, con la pieza más gorgojeante (!) de Jethro Tull. Y, gracias a la actual tecnología, los recuerdos son deseos que son actos (no tardará en llegar el momento en que el solo desearlo será suficiente para reproducirlo). Aquí están esas ráfagas que tantos ratos buenos nos dieron en nuestra juventud, ahora con un Ian Anderson (nuestro mejor conductor por el reino epiceno de Hamelin) ya talludito pero aún juguetón. Y una sugerencia (probablemente absurda) sobrevenida: ¿no hay cierto parecido razonable con Arguiñano..., especialmente en algún gesto? En todo caso, rico, rico.

Afición tanta

1

Los juegos de palabras,
con su tablero humano
hecho de carne y sueños,
sus dibujos de aire o de vidrio soplado,
sus infinitas vueltas
al fondo de la mente
y aún de nuevo otra vuelta
cuando creías que todo estaba dicho...
Comprendo que haya almas
que se sientan inquietas
ante las volteletras de las voces
e incluso que desprecien, sin llegar a decirlo,
el donoso escrutinio de los huecos
que abren a cada paso las palabras
y el mapa de fantasmas
que hacen brillar sus rostros siderales
por todo los rincones
del vasto territorio
que se extiende
entre el mundo y los nombres.
(Los juegos de palabras
sólo son —y si acaso—
imprescindibles trucos,
pasos de baile, o pases de cartas,
entre las manos y la mente
para aplazar el rictus que seremos).


2
Las palabras viven por su cuenta,
nunca dicen nada
que no sea pertinente,
establecen extrañas conexiones
con objetos de todo tipo y todo tipo de objetos,
crean la realidad,
pero ellas mismas
son una realidad intransferible.
No hay nada que no pueda
decirse con palabras
y, sin embargo, las palabras
nunca llegan a decirlo todo.
En ese margen o hueco
que se abre en nuestra mente
puede que esté escondido
el secreto del mundo.