Ilustración: El paseo nocturno Javier Serrano, 2020. Siempre que camino en soledad por Eburia, generalmente a horas nocturnas, incluso ya avanzada la madrugada, mis pasos acaban conduciéndome a las bien conocidas calles del Casco Viejo, por rincones llenos de recuerdos y vagas sensaciones, a veces también con ramalazos de cierta viveza, sobre todo ahora que, tras una decadencia aún no conjurada, parece que la zona ha vuelto a recuperar algo de pulso.
El camino habitual me obliga a atravesar, como alma que lleva el diablo y entre un creciente murmullo fantasmal, un viejo paseo que un día estuvo adornado por setos de boj y que durante años fue lugar de reuniones juveniles, hervidero de risas y amoríos e incluso centro de iniciaciones muy diversas. Hay en él un rincón que siempre veo iluminado.
Más adelante, ya entre los muy conocidos edificios, antiguos o modernos, que evidencian las interminables falacias del tiempo y el efecto de sus garras sobre el espíritu enclenque de la urbe, apresuro mis pasos de sonámbulo y casi no vuelvo a tomar conciencia de mí mismo hasta darme cuenta, de repente, de que estoy pasando por debajo de la azotea de lo que fuera el Colegio Cervantes, mi colegio de primaria. Allí fui a clase durante dos o tres cursos, hasta hacer «el ingreso», que era como entonces se llamaba a la prueba que daba acceso al bachillerato. Es un espacio casi almenado, de no mucha altura, sobre todo si se lo compara con la cercana y maciza torre de la Colegial, que casi ni se digna a echarle un vistazo desde su elevación algo mostrenca, tal vez porque su rosetón, un tan hermoso como exagerado ojo de Polifemo, mira hacia otra vertiente.
Como suele ocurrir con los descubrimientos que coinciden con el de las palabras que los nombran, esa azotea es para mí ya “la azotea” por antonomasia. Incluso me atrevería a decir que la única azotea digna de ese nombre, pues los demás espacios que pudieran asemejársele caen más bien dentro de las categorías de “terraza”, “solario”, “mirador” o “terrado”. Ninguna alcanza el grado de identificación entre el nombre y la cosa que logró este lugar, que ahora me parece irreal, cuando don Mariano, el maestro, en uno de aquellos días en que se enfadaba hasta el enrojecimiento, con la varita de palmera en la mano y una salivilla blanquecina asomándole por los bordes de la boca, amenazaba a algún alumno especialmente travieso o torpe:
—Vaquerizo, como vuelva usted a distraerse cotorreando con José Emilio, le voy a recetar media docenita de raciones de este jarabe y se va a estar todo lo que queda de clase de rodillas y con los brazos en cruz en la azotea.
En aquel tiempo, lo de «la letra con sangre entra» tal vez no fuera literal en todo su brutal y goteante significado —siempre hay un grado posible de envilecimiento—, pero sí constituía una parte tolerada de los métodos llamados pedagógicos. Y así era habitual que cada jornada escolar comenzara con la imagen de don Mariano, bajito, de poderosa testa alargada, masticador, muy milhombres, puesto como de puntillas en el estrado sobre el que se alzaba su mesa, blandiendo una muy fina y flexible palmerita de la que a todos nos resultaba imposible apartar los ojos. Se decía que sí te untabas las palmas de la mano con ajo los golpes dolían menos, e incluso que la varita podría quebrarse. Nunca pude comprobarlo.
Ahora, cuando paso entre sombras por debajo de ese espacio, que en aquellos años lo fue de juegos y de bullas, me parece que aún se escucha alguna risa o un llanto, y que desde algún rincón oscuro, allá en la altura, alguien me hace una confidencia que ya he olvidado como si fuera mía.
(Las Caminatas, XIX. 2ª ed.)