Ilustración: La isla y el tiempo Javier Serrano, 2020.
De la isla de Menorca no puede decirse, como afirmé una vez de Formentera, que quepa en la palma de la mano. Pero es también un territorio que se presta a las caminatas placenteras y el escudriñamiento, con lugares que unen a la belleza del paisaje y la gracia de las obras singulares del mar un gran interés arqueológico. Se basa este sobre todo en los muchos monumentos megalíticos —taulas, talayots, navetas...— que se desperdigan por diversos enclaves. Las pétreas construcciones prehistóricas le confieren a la isla ventosa un poso de antigua y trascendente seriedad, bien mezclado con el indudable aire moderno y la elegante ruralidad de un territorio que ha conocido hasta tiempos recientes el paso de muy diversos pueblos, lenguas y costumbres. Y cuya presencia es visible aquí o allá como rostros del tiempo en el paisaje.
De las diversas travesías pedestres que hice por la isla durante las semanas veraniegas de mi juventud que estuve en ella, no se me borra de la memoria —ni tampoco a gentes muy cercanas— la subida al Monte Toro, la única elevación montana de Menorca. Aunque sus parcos 357 metros de altura evitan toda tentación de convertir el ascenso en una gesta alpina, hay que subrayar que la caminata se hizo bajo la plena canícula del ferragosto, quizás con alguna mochila no precisamente ligera a la espalda y, lo que es peor, sin la provisión suficiente de agua. Esto último, además de por el atolondramiento o la falta de cálculos propios de la edad, sin duda estuvo motivado por la aparente sencillez de la ascensión.
—Es sólo un paseo, en menos de diez minutos estamos arriba —recuerdo haber dicho, no sin convicción, pero sobre todo para dar ánimos a mis compañeras de aventura.
Pero aquello se demoró por bastante más tiempo. Tras una revuelta que parecía definitiva, la carretera —asfalto al rojo— volvía a enmarañarse y giraba en cuestas cada vez más pronunciadas, mientras el sol parecía complacerse en brillar, espléndido y a plomo, sólo para nosotros. Cuando consumimos la última gota de agua, a punto estuvo alguien de negarse a dar un paso más allá, a menos que apareciera una fuente.
—Tras esa curva hay una, el mapa lo dice —mentí varias veces.
Por fin compareció el agua, pero fue ya al llegar a la cima, que alcanzamos casi por sorpresa. Tras la última vuelta del camino, nos dimos de bruces con el potente santuario de la patrona de la isla y la vasta planicie de aspecto circular, que ponía a nuestro alcance vistas verdaderamente sanadoras de todos los esfuerzos, incluido el temido desfallecimiento por deshidratación. Además, frente a la entrada principal del templo, el blanquísimo, casi trasparente, brocal de un pozo nos pareció el monumento más hermoso del mundo.
Tras reponer fuerzas, nos informamos con detalle de la historia y leyendas del lugar. En estas últimas, según recuerdo vagamente —y Google me detalla ahora—, se reiteran con acento propio tópicos de descubrimientos y apariciones de la Virgen, siempre bajo la fascinación de ese verdadero milagro que es la luz. No sé si logramos averiguar entonces el porqué del nombre de Monte Toro, sobre el que existen versiones varias, ligadas casi todas a antiguos mitos táuricos más o menos cristianizados o inventados por la piedad popular. La etimología, a menudo no menos fantástica, pero siempre más creíble, recurre a la expresión árabe “al-Tor”, que equivaldría a “lo Elevado”, “la Altura”, como origen plausible del topónimo. En mi particular acerbo, añadí una explicación no menos sostenible: el Monte Toro viene a llamarse así porque en él son los bueyes del carro solar los que, a poco que te descuides, pueden embestirte con furia inusitada y con no menor inquina (¿menorquina?) que los toros cretenses. Son, al fin y al cabo, las fulguraciones asociadas a ideas extravagantes y pequeñas locuras las únicas que alcanzan verdadero significado en nuestra mente cuando la memoria las recupera envueltas en el aura legendaria de los prodigiosos años de nuestra juventud.
(Las Caminatas, XVIII)