domingo, 23 de agosto de 2020

Junto al mismo mar de Roma




«El peso de la arena del tiempo» ©️ Javier Serrano, 2020.
La cercanía del mar es siempre un argumento fuerte. A menudo no es necesario nada más: inspiración, respiración, agua, sal y luz. Y dejarse mecer por la corriente. Pero aquella vez, cerca de las ruinas gaditanas de Bolonia (Baelo Claudia), se produjo un curioso combate —lid más bien— entre la naturaleza y la historia.
El objetivo de la excursión de aquel día, desde Vejer, era visitar el yacimiento de la antigua ciudad romana y después seguir hacia Tarifa y otros puntos del Campo de Gibraltar, con el vago propósito de sondear —por así decir— los vientos de la historia y evocar viejas lecturas de reivindicaciones y romances. Y así lo hicimos, pero con el pequeño despiste de no comprobar las condiciones de visita, de modo que al llegar al sitio nos encontramos con la sorpresa de que era el día de cierre —tal vez un lunes— y nos tuvimos que conformar con admirar desde fuera el perfil de las hermosas columnas y los restos bien visibles desde varios montículos. Mientras bordeábamos, a modo de tenaces agrimensores, el perímetro del yacimiento, en irregulares paradas leíamos, no sin cierta retranca, las precisas descripciones de la muy documentada guía que viajaba con nosotros. Fue una curiosa visita virtual in situ.
Menos mal que aquel descuido propició la ocasión de que dispusiéramos de más tiempo para explorar la cercana duna y la playa limítrofe, en un paseo largo y exigente, con la luz y la arena como protagonistas, y siempre a vista de las aguas: un mar cuyo color podía ir desde el azul crudo o lavado (¡claro!) hasta el tópico topacio intenso, con una amplísima gama intermedia capaz de enriquecer o hacer enmudecer la más exigente paleta del más original pintor. No sé si me explico.
A lo que más se parece caminar sobre la arena de una duna es a la travesía por una montaña con nieve recién puesta, aunque haya entre ambas experiencias diferencias meteorológicas obvias, pero tal vez también una prueba más de la extraordinaria cercanía sensorial en que a menudo se complace recrearse nuestro cerebro cuando se le tensan las neuronas. No sin esfuerzo subimos duna arriba hasta coronar sus en apariencia parcos 30 metros, medida del todo engañosa cuando hay que luchar contra un suelo que, literalmente, se remueve bajo tus pies. Nunca pensara que las arenas movedizas lo fueran tanto. Sólo otro vez, en la entrada del Sáhara por el sur de Túnez, en las cercanías de la ciudad de Naftah, he experimentado sensación semejante. Pero la lucha contra la gravedad inestable mereció la pena: a nuestros pies, el proverbial “abrazo cóncavo” de la playa era una vastísima planicie blanca que parecía a punto de fundirse con las apenas delineadas señales en morse del horizonte, uno de esos efectos de fusión sensitiva que lo dejan a uno anonadado.
No sé si entonces lo pensé, pero ahora al recordarlo —y obligado a suplir los huecos que a veces dejan entre sí las proteínas de los neurotransmisores—, se me viene a la cabeza la prodigiosa frase de Eduardo Galeano y, con ojos tan abiertos como me permite el incesante chorro de luz, le estoy pidiendo a quien está a mi lado: «¡Ayúdame a mirar!».
(Las Caminatas, XVII)

Por cayetanas

(

Dibujo de Fernando Vicente.
En voz alta). Buena parte de las columnas de opinión en la prensa de hoy torean, por así decir, por cayetanas, un tipo de escritura de largos pases y poco quiebros, sólo los necesarios para que el diestro se haga reconocible en el centro del medio donde oficia y deje claro, de una vez por todas, que en lo tocante al tema candente él "toca pelo": vamos, que tiene razón.

De los varios análisis leídos sobre la figura de la semana («Es o era del PP y s
e llama Cayetana», podríamos decir en singular homenaje a mi paisano Gregorio Corrochano), destacan sobremanera dos. Uno, el del Nobel Mario Vargas Llosa, en El País, ofrece un recorrido en verdad estimulante: a través de una prosa limpia y bien ceñida, con vuelo y gracia, se pone al servicio de un perfil hagiográfico no exento de subrayados verosímiles, pero todo él impregnado de un tufo turiferario y militante que no extraña pero tampoco convence —imagino— más que a los que ya. Y el otro, en El Mundo, es el indómito Arcadi Espada que, con la soltura e impiedad que le caracterizan, se aplica en pasarles cuenta a los colegas que, tras la caída de la hasta ahora portavoz conservadora, han exhibido los muñones restrictivos de la falta de empatía como excusa de su fracaso, el de ella, mientras que los jaleantes tenían “razones objetivas” para su encumbramiento.

El envite de Espada gana mucho cuando en él comparece, bien traído, Ferlosio, del que cita por extenso la parábola, o más bien comparanza, de los dos viajeros disímiles que acceden al tren.

Tampoco está mal, como cierre, la cita al bies de la luminosa copla de Lole y Manuel: «De lo que pasa en er mundo / por Dios que no entiendo na: / el cardo siempre gritando / y la flor siempre callá».

Busquen y lean. Merece la pena.

miércoles, 19 de agosto de 2020

A vueltas con el disco de Festos

Nuevas noticias, aunque con apenas novedades, sobre el disco de Festos. ¿Algún día se llegará a saber la verdad? Aunque los símbolos a los que encomendamos nuestros deseos íntimos están más allá de esa categoría. Son, más que nada, objetos de poder.

Trikiklos (39)

¿Presagio? ¿Aviso? 
El hombre del paraguas 
ha vuelto, ha vuelto...


Trikiklos (38)

Tomado de aquí.
Frente a la mugre
de tanto pintamonas
que grafitea
sin ton ni son
por todas partes
y a todas horas
—nueva variante
de la ubicua tontuna
del dejar huellas—
alabo el gusto
(incluido su horror vacui)
del arte urbano
que alegra el ojo,
hace volar la mente
y pone un toque
de fantasía
o de hiperrealismo
a nuestro alcance.
Son una pléyade
de anónimos artistas.
Yo les aplaudo.

martes, 18 de agosto de 2020

El Reino

(Al hilo de los días). Hoy se emite en el canal Ñ El Reino, lo más parecido a un biopic de la Gürtel, con Manoliños, Josemaris, Bárcenas y toa la pesca genovesa, en una singular obra en clave que tiene las llaves a la vista. Era digno de verse cómo, en la premier de la peli, en la Academia de Cine, al lado mismo de Génova 13, el patio de butacas venía a ser una continuación del celuloide, en una ruptura de muros entre la realidad y la ficción como muy pocas veces antes se ha conseguido en la tierra de Cervantes y la Picaresca. El arte sigue manteniendo su viejo poder taumatúrgico, curativo, incluso exorcizante. Basta con que las muy concretas y reales tropelías cometidas por una pandilla de facinerosos se conviertan en “pulpa de ficción” (si se me permite el barbarismo tarantiniano) para que las culpas queden casi lavadas y la memoria de pez del pueblo satisfecha. Disfruten, si aún no lo han hecho, de El Reino. Pocas veces verán uno que sea tan clara y jodidamente de este mundo.

Trikiklos (37)


Me gusta mucho
resolver jeroglíficos:
sus saltos mágicos.
Descifrar símbolos
buscar analogías,
traducir signos.
Hay siempre un algo
que va de un sitio a otro:
¿vuelo poético?
Un buen enigma
es el que está a la vista
bien escondido.
Exige un poco
de imaginación y...
¡mucha paciencia!
El premio es siempre
no darse por vencido
—ni en la derrota.
Los jeroglíficos
son juegos que, a su modo,
burlan la inercia
mental, evitan
los caminos trillados,
ensanchan lógicas.
Pero hoy no encuentro,
ni en prensa ni en las redes,
la vieja escuela.
Aquella impronta
de sencillez genial:
¡Ocón de Oro!