Soñó que había llegado al fin del sueño y que en la blanca oscuridad se acababa todo: el sueño, el cielo, el suelo, la vida. El mar no estaba, ni había aire, sólo un lienzo de niebla. Nadie. ¿Cómo es posible —tal vez diréis— regresar de una aventura así? No lo sabe. Ni si ha regresado. Pero lo cierto es que ese mismo día, a media tarde, le invadió una emoción parecida a la ternura cuando, en un libro de cuyo nombre no logra acordarse, leyó una frase de Novalis, de cuya literalidad tampoco estaba seguro: «Cuando soñamos que soñamos estamos muy cerca de despertar». ¿Sería cierto? Tenía toda la noche para comprobarlo.
(En voz alta). Desde los campos de refugiados saharauis de Tinduf, uno de los lugares del mundo que lleva años intentando salir de un tan injusto como absurdo confinamiento, nos llega la voz libre y luminosa de Aziza Brahim, cantante y actriz saharaui nacida en 1976. Educada en la tradición folklórica de su pueblo, desde niña descubrió su gusto por la música y en ella ha puesto todo su empeño artístico, completado con su dedicación como actriz (Wilaya, 2012). En las dos ultimas décadas ha residido en España, primero en León y después en Barcelona. Un nombre y una voz que hay que tener en cuenta. (Agradezco a Hamudi Farayi el enlace del vídeo y su amistad).
En modo alguno puede ser el poema sólo una máquina de destrucción. Aunque a veces es preciso despejar el campo de batalla. Pero el poema que sólo destruye está creando su propia condena. Nada escapa del fuego de la ira sin causa.
El poema es lo que se dice en la forma de decirlo: no hay querella alguna entre fondo y forma.
Tampoco hay problemas de género en el poema. Las palabras siempre los tienen todos, por mucho que «un poeta mira el mundo del mismo modo que un hombre mira a una mujer» (como dice Stevens en la cláusula 109, marca de época).
¿Y qué es lo que el poema tiene que decir? Si el poeta no lo sabe, quizás no haya poema. Aunque muy a menudo sea el poema la única forma de saberlo.
La naturaleza del poema no es distinta de la naturaleza del poeta. Objetos de atención ambos en un mundo donde los sujetos —pese a un nombre tan marcado— son libres
El objetivo del poema estriba más que nada en su pertinencia estética: una mirada plástica, una confirmación de lo que se adentra en nosotros a través de los sentidos.
Y desde ahí —religare: retorno al uno— es posible, factible e incluso razonable un salto hacia la religión.
Ese instinto sin fin hacia la belleza del mundo.
De nuevo regresamos —Deus non sum dignus— a las estancias de la imaginación. Dios es la gran inventio.
Por eso —me repito— todo gran poema —es decir: exigente— es un modo de oración.
Y todo es un camino imaginario para no salir nunca de la realidad.
Una realidad que no cabe en modo alguno dentro del realismo, ese abismo.
De ahí la ira de los que piden pan al pan y vino al vino y aúllan por la noche sin saberlo.
De ahí también la vigilancia sin fin de la razón. Como dijo Ducasse, le faltan a la psicología muchos progresos por hacer. Y la filosofía aún no ha muerto.
La historia sólo puede escribirse en presente continuo.
(En voz alta). En muchos puntos de España se inicia una nueva fase en la situación de alarma. En otras, aún tendremos que tener paciencia. Pero en ningún caso ni en ningún sitio hemos de perder de vista que la lucha sigue siendo virulenta y que continúa habiendo un grupo de compatriotas que se están jugando la vida por la salud de todos. Para ellos van todas las tardes nuestros aplausos mantenidos y a ellos se destinan los «abrazos prohibidos» que algún día podremos darles de verdad. Ánimo y gracias.
Otto Dix: Retrato de la periodista Sylvia von Harden, 1926. Museo Nacional de Arte Moderno-Centro Georges Pompidou, Paris.
«En no pocas ocasiones —me confesó el colega al otro lado del FaceTime— me he visto obligado a hacer de negro». Iba a pedirle detalles, pero se adelantó. «Hoy, sin ir más lejos, he tenido que publicar con otro nombre unos puntos suspensivos»... No fue necesario mostrarle mi solidaridad. Aunque tentado estuve de pedirle que me regalara una tilde. Para no quedarme solo ante el peligro. Y, ya de paso, poder despedirme de forma elegante.