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Paseo llamado de los Arqueros, en Eburia, en un día indeterminado de un año no lejano. Foto: © AJR, 2017. |
«Destierro y desierto», gritaban desde los flancos columnarios los dos simios mandriles del imaginario templo ramayana, en realidad un alcahaz donde alguna vez hubo pavos reales. El paseo era todo un conciliábulo hanumán de lenguas, una hecatombe literal, un vespertino y zayagüesco concierto ingrávido, un craso equívoco. Y vino, en efecto, después lo del «destierro». Mientras caminaba por su memoria, las voces salían a su encuentro y caían entre la niebla y la noche con un golpe seco sobre el duro albero y, después, del hoyuelo formado por el peso, ascendía un humillo resplandeciente, algo parecido al chisporroteo de un arco voltaico entre carbones enfrentados, quién sabe si tal vez la misma fuente de luz que le servía para proyectar todo aquello —todo esto— en un lugar del cuerpo situado justamente a mitad de camino entre su cerebro y su corazón.
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