—Los que no somos hipocondríacos —me dijo desde la puerta, a modo de despedida— no tenemos más remedio que sufrir de verdad.
Le hice un gesto, desde la cama, por encima de los yesos y las poleas, con la única parte del cuerpo que aún podía seguir moviendo: la punta de la... nariz.
Le hice un gesto, desde la cama, por encima de los yesos y las poleas, con la única parte del cuerpo que aún podía seguir moviendo: la punta de la... nariz.
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