(Lecturas en voz alta, 🧐87). Esta temporada, va a ser difícil que ningún artículo antitaurino supere en eficacia al minucioso desenmascaramiento de la crueldad gratuita que implica la Fiesta contenido en esta crónica que Antonio Lorca publica en El País. Toda ella es un ejemplo del anacrónico, crudelísimo y de todo punto injustificable “espectáculo” que es, hoy por hoy, una corrida de toros. Me ahorro comentarios. Sólo me limito a resaltar la detallada descripción de la barbarie contenida en estos párrafos y el grado de cinismo —¿corrupción de la sensibilidad ?— que puede llegar a tener un cronista para escribir algo así. Lean y juzguen.
«Apúntese el dato: el 14 de mayo de 2018, se ha producido en la Feria de San Isidro un hecho insólito e histórico, prueba cierta del profundo mal que aqueja a la tauromaquia desde dentro.
El suceso acaeció en el cuarto de la tarde. Ordenada la salida del toro, el animal tardó un mundo en asomar los pitones, y lo hizo con preocupante parsimonia y evidente desgana. Anduvo unos pasos, oteó el horizonte, olisqueó la arena y alzó la cabeza cuando avistó a un humano vestido raro —el subalterno Ángel Otero— que se acercaba a sus lindes. Lo miró con desconfianza y, cuando el torero movió el capote para llamar su atención, el toro pegó un respingo que no se murió del susto de milagro. Acobardado, huyó primero hacia la puerta de toriles, ignoró las llamadas de los toreros y mostró un miedo impropio de un toro bravo.
»El público comenzó a impacientarse ante la pasividad del presidente que, según el reglamento, debe ordenar la salida de los caballos y, en el caso de que no sea posible picar al toro, indicar la colocación de banderillas negras. Pues, no. En contra de toda norma, decidió devolver el toro a los corrales, lo que provocó el lógico enfado del respetable, que le dedicó una sonora bronca. Todo toro manso tiene su lidia; lo que no tiene solución es un presidente incompetente dispuesto a pasar a la historia por una decisión tan sorprendente como sonrojante.»
Sin comentarios.