(Visiones y, sobre todo, audiciones en voz alta, 41 y 18). Reconozco —incluso confieso— que la Semana Santa, con mayúsculas o en caja baja, siempre me pone en una situación emocional contradictoria. Es difícil sustraerse, de forma racional, al rechazo del aroma, incluso tufo, de oscurantismo y fervor fanatizado que transmite una parte no insignificante de los miles de ritos que recorren estos días la piel de toro y sus profundos pliegues. O al intenso desagrado, casi malestar físico, que me provocan la exaltación histérica del dolor y la apología del sufrimiento, tan presentes en muchas aún bárbaras costumbres dizque piadosas que estos días se exhiben aquí y allá. Y, sin embargo, me emocionan hasta las lágrimas otras muchas prácticas compartidas de estos días, cuya liturgia, vivida intensamente desde dentro en los años en que las creencias católicas eran el eje ideológico y sentimental de mi vida, siempre me han resultado gratificantes, por la indudable belleza que muchas de ellas encierran: plasticidad, sonoridad, elegancia, recogimiento, explosión sensual. En fin, un asunto al que debería dedicarle una más pausada reflexión (ya lo he hecho otras veces), porque me parece que toca de lleno la médula de la posible coherencia consciente que debemos exigirnos para poder vivir sin imposturas.
En todo caso, uno de los muy diversos testimonios que me liberan de la incomodidad de estas conjeturas es la evocación de la figura de Luis Buñuel, aquel grandísimo «ateo por la gracia de Dios», aporreando con plena entrega el tambor en «la rompida de la hora de Calanda», uno de esos ritos que añaden al sabor y la excitación primaveral de estos días un plus de ritmo vivificante, lleno de emociones y gracia estética, al que ni quiero ni puedo sustraerme. Del mismo modo que no puedo dejar de sentir el fervor real de, pongamos por ejemplo reciente, una misa de Mozart, por más que sus “literalidades” puede que estén en las antípodas —aunque es admirable lo cerca que a veces suele estar todo— de mi actual sentir y pensar.