Alfredo Sanzol, retratado por Luis Castillo. Tomada de aquí. |
(Lecturas en voz alta, 23). A nadie que esté mínimamente atento a la actualidad teatral le habrá pillado por sorpresa la concesión del Premio Nacional de Literatura Dramática a Alfredo Sanzol (Pamplona, 1972). También es verdad que, incluso para algunos de los integrantes de eso que hasta anteayer se denominaba «gente bien informada», puede que sea ahora mismo cuando sus vidas se estén cruzando con alguien por completo desconocido. De hecho, no hay ni una triste biografía de Sanzol en la Wikipedia, ese centón universal.
La cultura, o con mayor precisión, lo que hasta hace unos años entendíamos como cultura, se ha dinamitado y desfigurado de modo tal, que es ya muy difícil saber a dónde hay que dirigir los ojos para estar al tanto de lo que de verdad se mueve y además importa. No es una novedad. Es una desgracia. Y el signo de los tiempos, que ya no van a volver atrás.
Dicho lo cual, quiero celebrar que la lotería de los premios se haya fijado en un escritor dramático que lleva años batallando en el teatro de la palabra, en la renovación y ahondamiento de un género, igualmente cercano a la poesía y a la narrativa, y que sigue teniendo la capacidad de decir, en instantes de duración inexcusable, cosas que nos atañen de verdad y nos hacen volar en varias direcciones.
A Alfredo Sanzol le han dado el premio por su penúltima obra, La respiración, pero de modo no sorprendente se lo podrían haber concedido en el último lustro por textos tan espléndidos, actuales y significativos como Días estupendos (2010), la primera obra suya que vi, En la Luna (2011), Aventura! (2012) o La calma mágica (2014), comedias inteligentes y poéticas que entroncan con la mejor tradición hispánica. Pero también con la catarsis del teatro clásico o el humor de los Monty Python. Y que en conjunto suponen ya una trayectoria imprescindible en la historia de nuestro teatro, si es que tal cosa sigue teniendo en el futuro algún sentido.
Esta conferencia del autor premiado en la Juan March, aunque pronunciada en la casi paleolítica fecha de enero de 2015, es una pista valiosa para acercarse a una obra y un proyecto creativo que merecen de verdad la pena. Hay en ella, entre otras, una cita aprovechable y digna de meditación: «El placer de crear para otros no tiene límites».
La cultura, o con mayor precisión, lo que hasta hace unos años entendíamos como cultura, se ha dinamitado y desfigurado de modo tal, que es ya muy difícil saber a dónde hay que dirigir los ojos para estar al tanto de lo que de verdad se mueve y además importa. No es una novedad. Es una desgracia. Y el signo de los tiempos, que ya no van a volver atrás.
Dicho lo cual, quiero celebrar que la lotería de los premios se haya fijado en un escritor dramático que lleva años batallando en el teatro de la palabra, en la renovación y ahondamiento de un género, igualmente cercano a la poesía y a la narrativa, y que sigue teniendo la capacidad de decir, en instantes de duración inexcusable, cosas que nos atañen de verdad y nos hacen volar en varias direcciones.
A Alfredo Sanzol le han dado el premio por su penúltima obra, La respiración, pero de modo no sorprendente se lo podrían haber concedido en el último lustro por textos tan espléndidos, actuales y significativos como Días estupendos (2010), la primera obra suya que vi, En la Luna (2011), Aventura! (2012) o La calma mágica (2014), comedias inteligentes y poéticas que entroncan con la mejor tradición hispánica. Pero también con la catarsis del teatro clásico o el humor de los Monty Python. Y que en conjunto suponen ya una trayectoria imprescindible en la historia de nuestro teatro, si es que tal cosa sigue teniendo en el futuro algún sentido.
Esta conferencia del autor premiado en la Juan March, aunque pronunciada en la casi paleolítica fecha de enero de 2015, es una pista valiosa para acercarse a una obra y un proyecto creativo que merecen de verdad la pena. Hay en ella, entre otras, una cita aprovechable y digna de meditación: «El placer de crear para otros no tiene límites».