Y cruzo la ciudad entre fantasmas
no sólo escurridizos: tampoco comparecen
con ningún signo o aullido o huella leve,
entre el viento de sombras
que golpea las ramas de los árboles.
Son sólo una ilusión de voces de otro tiempo
mezcladas con un tráfago metálico de sillas.
Por el paseo del Prado,
muy cerca del kiosko de la música,
lo llena todo la materia viscosa que a menudo segrega la nostalgia.
Y en ella veo flotar el corro de unos rostros
sumidos en una conversación interminable
bajo una nube de humos de muy diverso origen,
siempre como a la espera de un milagro
que al final será sólo –y nada menos que–
la súbita llegada de la luz.
Por no sentirme inerme ante el estruendo
frío de la memoria, entre la niebla,
y a falta de un amigo o semejante con quien poder charlar,
y también desprovisto de un perro que me ladre y me discuta,
con un rápido giro de los ojos, la ruta que seguir,
camino hasta la plaza del Pan, frente al Ayuntamiento,
y me detengo delante de la puerta columnaria del cole de mi infancia
donde aprendí, entre otros muchas cosas
que aún no he olvidado, la palabra «azotea»,
y la palabra «góndola»
y el truco frente al golpe
de la vara de palmera en la mano extendida:
«si te las untas con ajo, no te duele y puede que se rompa»,
decía Montañés. Desde una esquina
bajo la torre de la Colegial
vigila el ojo enorme del rosetón mudéjar
el lento desplomarse de las motas de luz
que bailen en el aire al comopás de mis recuerdos.
Empieza a loviznar y he de volver a casa
pero antes me acerco hasta la entrada de la plaza
y allí me hago un selfi con Fernando de Rojas, en efigie
dudosamente exacta, al igual que la mía,
fantasmales los dos en la alta noche.