No me guiñes el ojo parcheado,
ángel
de la vanguardia, tan antiguo.
Te
he visto alicaído, gris, ambiguo,
menos
ángel que gallo desplumado.
Y tú, Luzbelcebú, ángel suicida
por
ansias de ser dios siendo serpiente,
¿a dónde fue a parar toda esa gente
que
te dio el alma a cambio de más vida?
Ángeles derretidos de
blancura,
atados
por la luz a la escotilla
del
bajel celestial y a eterna noria.
Y
ángeles de inconcreta encarnadura,
espíritus
más bien de pacotilla...,
¡en el infierno estáis
como en la gloria!
Nota. Al coincidir este año el miércoles de ceniza con el día en el que se celebra (o celebraba) la festividad del Santo Ángel Custodio del Reino, me ha parecido oportuno rescatar este soneto contra los ángeles. En mi primera juventud fui un lector apasionado del libro de Alberti que tiene a estos seres espirituales como protagonistas. Y como símbolo y tema frecuente en muy diversas formas de arte, los ángeles casi siempre me han resultado más bien simpáticos y útiles. Además de terribles, como los veía Rilke. Es probable que, junto a cierto cansancio que con el tiempo podemos llegar a sentir ante nuestras preferencias, en el origen de este soneto esté una algo agria aunque finalmente inane polémica sostenida en un viejo foro de poesía con alguien que solía cantar, un día sí y por la tarde también, al «ángel caído». En todo caso, confío en que el sentido irónico que siempre tuvo el poema sea perceptible. Y que quienes creen firmemente, o de forma imaginativa, en estas criaturas no se sientan molestos. De la imagen con la que ilustro el texto no conozco el título ni el autor. Se agradecen pistas. Por el llamativo efecto ocular, me recuerda en parte al monstruo que creó Guillermo del Toro en El laberinto del fauno. Y en parte, también, me parece que podría haberse escapado de una versión surrealista de El cielo sobre Berlín, la película de Wenders en la que un ángel llamado Damiel (Bruno Ganz) sucumbe a la tentación de hacerse humano. En fin, como se ve, demasiados ángeles por todos lados.