No ha de faltar quien relacione el mutis por el foro que acaba de hacer Leonard Cohen con el triunfo electoral de Trump. Y lo cierto es que no cabe descartar ninguna hipótesis. Aunque bien es verdad que el poeta y cantante canadiense ya había dicho públicamente adiós en una larga y valiente entrevista, que alcanzó una gran resonancia. El elegante y sensible caballero fue un hombre de palabra hasta el final. De hecho, el que puede considerarse su testamento vital y artístico, You want it darker (ver vídeo abajo), explicita con meridiana claridad que ya está listo para emprender el viaje definitivo. En más de un detalle, su despedida me ha traído a la memoria la que hace unos meses hiciera David Bowie con su Lazarus. De las varias ocasiones en que la figura o la obra de Leonrad Cohen se han asomado a La Posada, rescato ahora, como homenaje más que póstumo intemporal, esta crónica de su actuación en Madrid en el otoño del 2009. Que sigan sonando sus palabras y su música: la íntima e inconfundible forma de decir las primeras, y el singular y sensible modo de convertir la segunda en una de las manifestaciones más creíbles, lúcidas y conmovedoras de la plegaria. Será difícil volver a escuchar ninguna de sus canciones sin que se nos salten, otra vez, las lágrimas. O se nos dibuje, también, una sonrisa. Y, naturalmente, estaremos llorando y riendo por nosotros mismos. Descanse en paz.
Mr Cohen inaugura el otoño
El verano, que me dejó la luz de la música de Irlanda mezclada con viejos sueños infantiles y las voces de sus poetas dando nombre exacto a muchos presentimientos, se resistía a marcharse y amenazaba con prolongar su sugerencia de vida aplazada, cuando el caballero zen y su grupo de artistas prodigiosos vinieron a poner las cosas en su sitio e inauguraron las armonías e incertidumbres del otoño.
Tuve la suerte de asistir la otra noche al recital que Leonard Cohen dio en Madrid y creí comprender definitivamente por qué las melodías susurradas y de apariencia monótona de este irónico, romántico y elegante poeta tienen tanto peso en la banda sonora de muchas vidas (disculpen el tópico pero creo que es justamente así). Y desde hace tanto tiempo: en la mía desde al menos 30 años.
La razón es sencilla: se llama emoción compartida, capacidad de dibujar con aguda precisión los paisajes cordiales de la mente y sus territorios derruidos, de mantener vivo, pese a todo, el instinto de la alegría y el impulso no domesticado para seguir creyendo que alguna forma de felicidad común es posible. A mi entender, el arte de Leonard Cohen se funda en la emoción que nace de la celebración del encuentro de los cuerpos más allá de las trampas que nos vuelven a todos cazadores y presas en esta jungla de espejismos en que se ha convertido el mundo (si es que alguna vez fue otra cosa).
Aunque, según dicen las crónicas, los motivos inmediatos de la vuelta del artista canadiense estén directamente ligados a los problemas financieros surgidos de una traición (al parecer no sólo económica), el completo y generoso repaso que Cohen hizo de su discografía, en una especie de «concierto total», transformó su presencia ante un público apacible y entregado en una ocasión memorable.
Las canciones y la poesía de Cohen, que brotan de una misma fuente, poseen junto a su precioso ritmo envolvente una gran capacidad narrativa. No sólo enuncian estados de ánimo o formulan opiniones sobre esto o aquello. También, y sobre todo, cuentan historias. Relatan diversos episodios, incluidos los más escabrosos o más mitificados, de una extensa peripecia vital en la que el fulgor del deseo, las delicias y las ruinas de la vida en pareja, los claroscuros del compromiso político, la afirmación del espíritu libre, la denuncia de la estulticia o la mirada compasiva sobre la lucha del ser humano enfrentado a sus limitaciones, entre otras muchas experiencias, se plasman en imágenes y melodías iluminadoras sostenidas por un lenguaje vivaz y un tono meditativo que dejan abierta una puerta para que por ella penetre la chispa del humor o el doble filo de la ironía –punzante o tierna pero nunca autocompasiva–, de modo que el saldo final siempre cae del lado de la inteligencia.
No hay que olvidar, aunque puede resultar un envoltorio engañoso, el matiz litúrgico, de ceremonia sagrada, con que el artista se entrega a la celebración de un arte en el que la música parece nacer desde el interior de las palabras. Esa marcada apariencia de ritual envuelve su actuación en un clima que lo acerca a una experiencia cuasi religiosa. Una “misa profana”, sin mayor (ni menor) trascendencia que la de poner en juego el esfuerzo por vivir la intensidad de los sentidos. Y es quizás este aspecto, que a veces puede parecer un poco sobreactuado, el que hace de Mr Cohen un caballero audaz, un viejo resistente que se arrodilla ante su público (quién sabe si también ante una divinidad inspiradora: la fuente de su sensibilidad) para mejor decir su arte y mostrar que, pese a los estragos de la edad (desvanecimientos, como el de Valencia, incluidos), conserva intacta la capacidad de conmoverse y conmovernos.
Leonard Cohen, en el otoño pleno y elegante de su vida (hoy mismo cumple 75 años), cerrará esta noche en Barcelona (si todo ha ido bien) una gira veraniega que no ha hecho más que aumentar su leyenda. En Madrid, como supongo que haría en los demás lugares donde ha actuado, agradeció al público el haber mantenido vivas sus canciones durante su larga ausencia de los escenarios. Y aunque eso sea verdad, la recíproca no es menos cierta: sus canciones son un recuento fiel e insustituible del puñado de razones y sentimientos que nos mantiene vivos.
Ahora, además, nos vuelven un poco más capaces de encarar con buen pulso las inevitables mudanzas del otoño.
Foto: By Dominique Isserman (tomada del programa del concierto).
Octubre, que se va tan a destiempo, tan sin saberse otoño ya vencido, se lleva de la mano a un buen amigo: Pancho Valiente, un alma en ser de perro. Fueron plenos sus días y fue pleno el afecto a su lado, siempre vivo, siempre dispuesto a festejar contigo o a soportar la espera con sosiego. Pancho llegó al final entre el cariño de la manada que creó en su entorno y nos dejó el ejemplo de sus días. Cuánta viveza en forma de ladrido. Cuánta ternura en su animal de fondo. Cuánto echamos de menos su alegre compañía.
Pancho murió el pasado 10 de octubre, tras unos días muy difíciles a causa de un progresivo pero veloz deterioro de su salud. Le faltaban poco más de cuatro meses para cumplir 16 años, así que la suya se puede considerar una vida cumplida. Ha sido una suerte compartirla con él. Y aunque ya le estamos echando de menos, nos ha dejado tantas vivencias agradables, que estoy seguro de que su recuerdo no tardará en ser uno de los motivos más gratificantes de complicidad familiar.
Es tan denigrante y vergonzoso, además de estúpido, el espectáculo que este primer sábado de octubre se está viviendo en Ferraz, en la sede del PSOE, que tengo que hacer grandes esfuerzos para no salir corriendo... hacia allá a soltar, ingenuo de mí, «cuatro verdades». Unos años atrás, quizás no muchos, sin duda lo hubiera hecho. Pero a estas alturas, y después de las aguas que han pasado bajo los puentes, he decidido que me voy a ir al cine, no sin un punto de inquietud y, sobre todo, meditando si merece la pena dar rienda suelta al cabreo interior y hacer una promesa, eternanamente provisional, similar al sentido de aquella palabra que tan repetida y enfáticamente suena en el famosos poema «The Raven», de Poe: nunca más.
Desde que hace unos días, por boca de un amigo que mucho lo admira, me enteré de que Luis Eduardo Aute se encuentra en coma, no he hecho otra cosa, a cada poco, que pensar en él, imaginármelo con dolor en esa especie de limbo del que casi nada sabemos, y desear con todas mis fuerzas que pueda salir de esa gruta cuanto antes. Cuando ese pensamiento me asalta, lo conjuro imaginando que un golpe de fortuna o de magia simpática, o simplemente uno de esos caminos de la física y la química, aún no bien conocidos, que son capaces de incorporar caudales de energía a la vida consciente, le permite regresar a ella para seguir ejerciendo, como hasta ahora, su intensa, melancólica, hermosa y consoladora lucidez.
Me consta que somos muchos los que queremos a Aute sin restricciones. Quizás porque le debemos mucho. No sólo, entre otras tantas cosas, el himno que nos ayudó a salir de la noche más larga. O el gesto de la resistencia frente al poder y la estulticia. O las mil formas de ponerle al amor nombres que ni el amor conoce. También un montón de belleza en forma de imágenes dibujadas y movidas con singular ligereza, con la armonía que sólo está al alcance de los artistas totales.
En mi caso en particular, le debo además una tarde de conversación pausada y generosa, junto con un par de amigos, durante la que se produjo, entre otros momentos memorables, un intercambio de entusiasmos por la condición lúdica del lenguaje, y en particular por el mundo de los palíndromos, género y especie de los que Luis Eduardo se declaró un incesante («Aute, prepárese: será perpetua» [CAR: 4,25]) cultivador. «Hasta el punto —recuerdo que nos dijo— de que me llega a costar trabajo leer de seguido, sin buscarle la vuelta a las palabras, sobre todo si son grandes titulares». Fue una tarde en la que el artista ta admirado se nos reveló provisto de la gran humanidad que cabía suponerle a quien nos había proporcionado tantas horas gratas y tantas sensaciones nobles. Pero que rara vez tiene uno la posibilidad de comprobarlo de forma tan clara, cercana y, digamos, natural.
Por todo esto, y más, queremos tanto a Aute y nos unimos a las palabras que alguien le dedicaba recientemente: «Vamos, amigo, ánimo, despiértate, que aún nos espera el mundo y somos muchos los que te queremos».
Parece inevitable imaginar qué habría sentido don Antonio Machado, sobre la madera de su vagón de tercera, si por la ventanilla, tras el hollín del cristal, hubiera descubierto que en el metálico letrero colgado de cadenas sobre el andén, entre la niebla y la indiferencia de los viajeros, podía leerse que el convoy estaba entrando en la estación de Segovia Guiomar. Sin duda pensaría que era un sueño. Tal vez una alucinación de sus ojos ya no jóvenes, y algo borrosos por lecturas sin fin y amores a deshora. Difícilmente lo tomaría como el augurio de una posteridad que a él, realmente, le importaba muy poco. Aunque lo estuviera esperando. Y, en la misteriosa espiral del tiempo, se encontrara a punto de darle alcance.