viernes, 9 de septiembre de 2016

Un Woody antológico

«Mirad, chicos, el timing lo es todo en la vida».
Vaya por delante que cuando afirmo que Café Society, la última película de Woody Allen, es un Woody antológico, lo que quiero decir es que tiene la condición de repertorio de temas, motivos, obsesiones, pasiones, querencias y disidencias, técnicas, tácticas e incluso filosofías —si se toma esta palabra en su sentido más utilitario— de toda la obra del director neoyorkino, que cada otoño cumple con el rito de estrenar, por estos lares, una nueva historia. A veces la misma.

Ya mi amigo Navajo, uno de los críticos de cine y series en los que más confío, al igual que David Trueba o el imprevisible, salvo en algunos extremos, Carlos Boyero, entre otros, han contado en primera persona la serena alegría que esta cita anual con Woody Allen supone para muchos amantes del cine. Lo que tiene de puro gozo por el simple hecho de permitirnos comprobar, además de la propia, la supervivencia de una estilo de arte cinematográfico, con todas las letras, más allá de la opinión que cada película pueda merecerle a cada cual. Y al margen de las frecuentes disensiones respecto al peso y significado que la nueva entrega vaya a tener en la muy dilatada, rica y coherente, además de siempre tan revisitable, filmografía de su autor.

De Café Society, aunque parezca paradójico, lo que más me ha gustado ha sido su carácter por completo previsible. Supone un verdadero placer asistir al reconocimiento de los giros argumentales, comprobar el dominio del ritmo —tal vez la clave maestra del mejor Allen—, anticipar las ajustadas respuestas en los diálogos, volver a saborear la zumba habitual sobre la educación judía, la parodia del despiadado mundo de los gángsteres, el homenaje a los rituales del viejo cine, como exaltación de un tiempo dorado e ido, pero también como forma de resaltar el peso de la imaginación en nuestras vidas.

Y todo ello para contar una nueva historia, que viene a ser la misma crónica cercana y emotiva de los vericuetos azarosos del amor. Y en la que la banda sonora, llena de aciertos, vuelve a convertirse en un personaje más, y ni mucho menos secundario, Y, en fin, donde regresan las hermosas, cuidadísimas, mil veces vistas, pero siempre originales, «postales» de Nueva York, que no hacen sino aumentar hasta extremos insoportables mi nostalgia por la ciudad aún desconocida (¿cómo es posible sentir una nostalgia así?). Todo eso, en una medida justa y en un tono acaso más serio o menos divertido que otras veces, pero siempre con respiros de humor inteligente, está presente en esta historia de amor, azar y vida, de pasiones y crueldades, de cine puro.

Vi la película la semana pasada en los multicines de un centro comercial del Mar Menor, en una cómoda sala de medianas dimensiones, que para mi sorpresa casi se llenó. No es un dato menor, porque en los últimos tiempos, lo habitual es estar en el cine como en familia, rara vez con más de una treintena de espectadores —muchos iluminados por las pantallas de sus móviles— , a menudo incluso en soledad. A medida que iba avanzando la proyección, era una satisfacción, ya digo, ir revisitando los tópicos del octogenario director, como el que pasa las hojas de un libro favorito y comprueba que la expresión no sólo no ha envejecido sino que aún guarda alguna sorpresa, un nuevo destello, un juego maestro.

De pronto, bajo esta sugestión, eché en falta, no sin cierta alarma, un tópico habitual en los filmes de Allen: las largas conversaciones en la calle, esas escenas peripatéticas llenas de gestos y naturalidad, que él ha sabido recrear como nadie y que aquí no aparecían por ningún lado. Pero no había acabado de pensarlo cuando, como si el proyector me hubiera leído el pensamiento, llenaba la pantalla una secuencia, no muy larga, pero suficientemente expresiva, filmada a pie de calle. Y poco después la pareja protagonista «posaba» y charlaba en un rincón inconfundible de Central Park, en lo que a todas luces cabe interpretar como una especie de firma y rúbrica de clara intención. Como si Woody Allen nos estuviera diciendo: «He aquí mi mundo, estos son mis poderes». Y, al otro lado de la pantalla, muchos asentimos.

Concluiré con una nota al margen. Aspecto destacable de Café Society es el buen partido que Woody Allen vuelve a sacar a un actor tan característico como Jesse Eisenberg, con el que ya contó en A Roma con amor. Este chico de pelo ondulado, nariz con marca de fábrica y gestualidad algo desbaratada, me parece un intérprete bien dotado y aquí hace una buena pareja con Kristen Stewart. Aunque he de confesar que también le tengo algo de ojeriza por lo bien que interpretó el papel de Mark Zuckerberg en La Red Social, película excelente y tan dura que, en un mundo comme-il-faut, hubiera supuesto el descrédito inmediato del biografiado y la huida masiva de los usuarios de su criatura vengativa, la famosa red Facebook. Aunque, por lo que se ve, ocurrió justamente lo contrario. Lo cual no viene a ser sino una confirmación de la deriva irracional del mundo. O de cosas peores. Pues bien, el efecto benéfico del rito anual de Woody es tan fuerte que, potenciado por otras influencias que, curioso azar, también me llegan desde Nueva York, puede que me replantee mi rechazo visceral hacia ese club al que está afiliada media humanidad. Puede.

Con Woody en Oviedo, hacia 2008. ©SPM



martes, 6 de septiembre de 2016

Alumno con mula


Al volver sobre mis pasos, siempre encuentro las mismas palabras sonando desde el fondo de un lugar que, a medida que se aleja, cada vez me parece más cercano. Es el pozo que había en mi casa de niño, al que me gustaba tirar piedrecitas, también algún canto gordo, para aguardar el chasquido del agua y los brillos lejanos, y sobre cuyo brocal solía dar voces que no tardaban en regresar cargadas de misterio, como si allí abajo hubiera alguien dormido esperando mis palabras. 

No había ninguna intención extraña en esas niñerías. Tal vez sólo la ilusión de que el mundo no fuera tan tosco ni tan plano como lo que sugería el uso inmediato del agua de aquel pozo, un agua gorda, no muy apta para el consumo humano, tan distinta de la que bebíamos en la aldea gallega, pura delicadeza de frescura y sabor (que el agua se considere insípida, aunque de forma objetiva lo sea, siempre me ha parecido una grosería). 

Ese agua, aparte de para las tan laboriosas tareas higiénicas de entonces, en una sociedad que aún desconocía el uso generalizado de los grifos dentro de las casas, servía para dar de beber al ganado, en concreto a las tres o cuatro decenas de mulas que habitaban las cuadras del gran corralón que se extendía  a lo largo de toda la calle y que eran la ocupación principal de la familia, abuelos, tíos y padre, todos ellos agricultores reconvertidos en tratantes, dedicados al trato de la muletería, actividad que consistía en comprar y vender mulas, incluidos los llamados «machos», también algún caballo o yegua, pero sobre todo caballerías de sexo estéril, aptas para la arada, la trilla, el acarreo y otras tareas propias de aquella sociedad agrícola que ya es pura leyenda. 

Los animales eran traídos desde Galicia, de las ferias de Monterroso y otras, inicialmente en largas caminatas por rutas de trashumancia, con paradas en curros, corrales o establos ya previstos, o en pleno campo abierto. Aunque en los tiempos de los que hablo, lo habitual era el transporte en trenes, estabuladas las acémilas y las demás caballerías en vagones especiales que alguna vez vi descargar en la estación de Eburia.

Al caer la tarde, era habitual que las mulas fueran sacadas de las cuadras en que pasaban la mayor parte del tiempo y en grupos de ocho o diez eran conducidas a la gran pila, alta y alargada, cercana al pozo, que ya había sido llenada de agua y donde era un gusto verlas abrevar, mientras mi padre o mi tío o, más a menudo, uno de aquellos «criados» (así se les llamaba a los mozos de mulas), tan diestros en el manejo de todo lo relacionado con su cuidado, silbaban sin parar una melodía simple y monótona, una especie de gorjeo sostenido que, al parecer, era necesario para que los animales cumplieran de forma más rápida el trámite de saciar su sed. 

De aquellos años aún me llegan a veces, envueltas en imágenes que me sorprenden en el sopor de media tarde o en algún sueño, algunos de aquellos tercos sonidillos que tienen sobre mí, alumno de esas y otras viejas lecciones de un mundo ya desaparecido, el poder de sembrar en mi cabeza una ambigua sensación, extraña mezcla de nostalgia y tristura, de la que sólo consigo librarme bebiendo un gran vaso de agua. Fina y fresca, a ser posible.       

Reata de mulas. Foto de autor desconocido. Tomada de aquí.

lunes, 29 de agosto de 2016

Carne que tiembla


 Los primeros temblores de la carne.
Temblores de la carne los primeros.
Primeros de la carne los temblores.
Carne la de los temblores primeros.
De los temblores primeros la carne.
La carne de los primeros temblores.

*****

Encuentro el primer envite de este «dado» en el artículo que Manuel Vicent dedica a Sílvia Pérez Cruz en la contraportada de El País. He visto desarrollada en este texto, con la brillantez habitual del escritor levantino, una idea o intuición que me acompaña desde la primera vez que oí cantar a la artista catalano-gallega: en la actitud de esta mujer puede que esté latiendo la solución a los conflictos patrióticos que con frecuencia han ensombrecido la convivencia en tierras ibéricas, y a los que tanto cuesta encontrar remedio. La identificación que Vicent hace entre la fuente de la voz de la cantante y el lugar «donde nacen todas las patrias» puede parecer una metáfora demasiado sutil o incluso rebuscada. Pero basta escuchar con atención a Sílvia Pérez Cruz en una cualquiera de sus actuaciones (por ejemplo en esta, casi improvisada, con su padre) para comprender lo atinado y revelador de esas palabras. Tal vez porque, a fin de cuentas, la verdadera patria no es más que el recuerdo de un temblor y de la emoción que lo produjo.

viernes, 19 de agosto de 2016

Capotiana

El escritor Toni Montesinos ha tenido la deferencia de incluirme en la serie de «entrevistas capotianas» que viene publicando en su blog. Ha sido un placer participar en el juego. El resultado puede leerse aquí.

jueves, 18 de agosto de 2016

El viaje a la última Thule


Ningún momento es bueno para recibir la visita de la Vieja Dama. Pero tiene cierta lógica narrativa que Víctor Mora, el creador del Capitán Trueno y otros muchos personajes que llenaron de felicidad y sueños épicos tantas horas de nuestra infancia (y no sólo), haya emprendido su último viaje en pleno mes de agosto. Al fin y al cabo, este es el tiempo en el que, en algún rincón del espacio intemporal, estamos todos entretenidos con las aventuras de sus creaciones, y él puede largarse casi de puntillas, quién sabe si camuflado como polizón en alguno de esos barcos en los que el caballero cruzado y sus amigos viajaban siguiendo los rumbos de nuestra imaginación. Y a bordo de los cuales, en más de una aventura, si no me falla la memoria, surcamos junto a ellos las aguas en dirección al país de Thule, la patria de Sigrid, la rubia vikinga novia del capitán. Ella, junto con el forzudo Goliath y el avispado Crispín, componían un grupo que, sin exagerar, bien puede considerarse que formaba parte de nuestra familia. O, mejor aún, de nuestra pandilla, pues eran personajes que, en mayor o menor grado, todos compartíamos. 

El Capitán Trueno, encarnación hispana del Príncipe Valiente, no fue mi héroe favorito de los tebeos, condición que, como ya he contado aquí alguna vez, correspondía a Tamar, una variante de Tarzán. Pero no creo equivocarme si afirmo que, ya desde su nacimiento,  en 1956, y mucho más a lo largo de al menos las dos décadas siguientes, fue un personaje aparte, el paladín por excelencia de toda la tropa garabateada que coleccionábamos con esfuerzo y leíamos con fruición. 

Andando el tiempo, cuando ya habíamos dejado de seguir sus aventuras, bien avanzados los años setenta, el personaje regresó como héroe del rock urbano, en aquel tema que le dedicaron los chicos de Asfalto (ver video abajo) y que, entre otras canciones de época, formó parte importante de la banda sonora de nuestra juventud. Y, en mi caso, además, de quince meses de servicio militar sufridos, entre aviones de combate y brigadas de raras aficiones, en las inhóspitas llanuras de Albacete (hace solo unos días, curiosamente, volví por allí para comprobar que me he olvidado casi por completo de aquella "aventura"). Esa circunstancia justifica que pueda decir, con toda propiedad y dándole un nuevo uso al viejo chiste, que hice la mili con el Capitán Trueno.

En estos últimos años los retornos de las creaciones de Víctor Mora han sido frecuentes. Todavía en la última Feria del Cómic celebrada en mayo en Barcelona se conmemoró con todos los honores el 60º cumpleaños del héroe. No consuela, pero algo alivia, comprobar que también las criaturas inmortales cumplen años,

Por desgracia (o no, que diría el Supino Rajado), los seres humanos somos perecederos. Y a Víctor Mora, del que después de grandes mixtificaciones y hasta calumnias fuimos conociendo su verdadera e intensa vida, le ha llegado la hora. Un tuit anunciando su muerte me sorprendió esta tarde mientras estaba tratando de entender, leyendo a mis contemporáneos, cuál es el estado actual de la cuestión política, metida en una deriva --qué les voy a contar-- que ni el más capacitado de los héroes sería capaz, no ya de solucionar, sino sólo de entender.

El sentimiento que la triste noticia me produjo fue como un fogonazo de realidad en medio de los espejismos de agosto. Una vieja luz que reconocí de inmediato y bajo cuyo reflejo escribí, al hilo del comentario tuiteado por José Menéndez Zapico, @zapi,  dos tuits, que ahora recupero:

@lfredojramos: Qué tristeza. Gracias por las horas felices, hace ya tanto tiempo, pero que fue ayer mismo. Buen viaje hacia Thule.

Y unos minutos después:

@lfredojramos: Ahora sí que estamos perdidos de verdad.


Y este homenaje del 6 de septiembre:

Crispín: «¡Mirad, mirad!: ahí llega Víctor».
In memoriam, Victor Mora, ya también en el lugar de los sueños.

Fotografía de Victor Mora, de autor desconocido,  tomada de El Español. 


domingo, 31 de julio de 2016

Marina menor


Sube el nivel del mar. Sobre mis ojos, las palabras se quedan a la altura del perdido horizonte. Sopla el viento. Frente al blanco inmenso de la nada, mi alma es un barquito lleno de cerraduras. Una pequeña herrumbre, como una mancha leve, que va dejando un rastro de óxido y de sal. Apenas puedo hacerle caso al hombre que susurra a mi espalda otros nombres de los que nada sé y que se pierden, como mis ojos, en la intemperie opaca de las voces.
     
                                                             (Tiempo contado, 17.02.16, miércoles; 10:16 am)

Imagen: Viñeta del Mar Menor. © AJR, 2012

sábado, 30 de julio de 2016

La canícula alucina cal


A MÍ LA CANÍCULA, ADONDE SED NO DA, 
ALUCINA CALIMA.

(AJR: 4,20; 10,39; Palíndromos ilustrados, LV, LVI)

Que algunas palabras claves de estos últimos días del mes de julio puedan alinearse, sin grandes torsiones ni excesivos forzamientos, en orden semántico y en una frase reversible, ya me dirán si no tiene su punto... alucinante. Y eso por no pensar en el deslumbramiento interno de la cal (La canícula alucina cal) o en la pareja primorosa (Alucina canícula), que si bien se mira quizás sea la madre del cordero y la criatura más fresca y natural. Fosfenos producidos por el alto calor del verano, sin duda. Pero maravillas que el alma secreta de las palabras hace florecer donde menos se piensa, aunque para verlo haya que pensar. Y pasar al menos dos veces por el mismo sitio.

Fotografía: Glowing Sun, de Edicia Edijanto, tomada de aquí.