La mareante realidad de ahí fuera. Con sus al menos seis caras.
Se me ocurría antes una frase llena de bucles reticentes, con ese supuesto equilibrio basado todo él en la más escéptica de las posturas, que por definición nunca se agota a sí misma. Tan improbable o incluso falsa, en suma, como ese escepticismo fundamentalista (o fundamentalismo escéptico: albardas intercambiables para el rucio del pensamiento) que consiste en dar un paso en una dirección, mientras se apunta urgente la posibilidad de ir hacia el lugar opuesto. O, con mayor propiedad, hacia otra dirección que tampoco parece ser la definitiva y que de inmediato engendra su reflejo neurótico. Y así hasta crear el dibujo real, pura ilusión, de los círculos concéntricos y su danza derviche. No debe de ser muy distinta la experiencia real de la locura, salvo por el dolor.
Pero toda esta indecisión se contrapone con los datos exteriores de la conciencia (aunque, una vez percibidos y asimilados, ninguno lo sea). Datos que nos informan, por ejemplo, de que se acaban de descubrir varios centenares de exoplanetas nuevos, de modo que el cálculo de este tipo particular de cuerpos celestes ha sufrido un aumento no sólo mareante sino literalmente inasumible. Veamos si no: «Si se extrapola el número de planetas de este tipo detectado hasta el momento a la población de estrellas conocidas, la conclusión es que probablemente existan
decenas de miles de millones de planetas habitables en toda la Vía Láctea...».
Puestas así las cosas, produce un magro consuelo (¿de qué?) y una confortable sensación de cercanía, casi intimidad, comprobar que el concierto de
AC/DC en Sevilla logró el éxito esperado, sin sorpresas pero todavía con vigor. O que
Woody Allen acudirá a Cannes para estrenar su nueva película, y que así la realidad pueda aguantar un año más. O que esté a punto de saberse que le darán el premio Princesa de Asturias de las Artes a
Núria Espert, y en el escaparate de proyectos de la mente ya se ha iluminado un rótulo expresivo: «La Espert o el Teatro». Un consuelo, ya digo, que es eso: suelo, tierra firme, frente a la
fuga vertiginosa en que, si de verdad nos paramos a pensar (pero rara vez nos paramos a pensar), se va convirtiendo sin remedio nuestro cerebro, como una melodía que nunca se alcanza.
Y tal vez sea aquí donde el
escepticismo fundamentalista opere su mejor paradoja y se muestre capaz de segregar la más eficaz terapia. La que nos libra de la pegajosa impresión de que todo pueda ser el
sueño de un insecto evolucionando bajo los vapores tóxicos del más poderoso de los gases letales: la imaginación.
Hay días en los que resulta muy fácil comprender a Kafka.
(Tiempo contado, 11 mayo de 2016, 11:01)
La imagen inferior procede de aquí.