Mientras trato de leer un artículo que apela a una muy peculiar concepción de la belleza, sufro un golpe de tos que conmueve todo mi edificio corporal, desde los cimientos a la azotea, con especial repercusión en las cajas interiores, ascensores, conductos de suministro y desagües. Esta experiencia de la tos es conmocionante, incluso conmovedora. En su advenimiento, quizás porque la expectoración remueve a fondo limos arraigados, se produce un a modo de vaho que huele, claramente, a enfermedad. O, con más exactitud, a atmósfera oprimida. Gases aprisionados por sus moléculas más pesadas que, además de lastrarles la volatilidad, hacen que se fijen en zonas corporales rastreras, donde se mezclan con todo tipo de residuos. Todo lo que en el cuerpo es resultado de las imperfectas combustiones. O también, lo que la alteración del proceso industrial del buen funcionamiento del edificio produce como resto no asimilado ni asimilable, pura filfa con su hedor gratuito. Y, sin embargo, en esta experiencia mórbida de la tos convulsa hay también un atisbo de realidad superior, cierto camino al trance. Ecos, tal vez lejanos pero sin duda existentes, de un movimiento derviche que traen a la memoria, y al paladar del alma (nada menos), una pizca del sabor de la melopea mística y la textura olorosa de un vuelo de incienso, sin duda algo rancio, pero todavía penetrante. Un aroma que se apodera de las papilas y los poros y, antes de que haya podido darme cuenta, me recuerda que ya está a punto de comenzar, en un nuevo ciclo del carrusel cada vez más vertiginoso, la semana de pasión.
(Tiempo contado, 17 marzo 2016, 10:04 h)
Imagen superior, de autor desconocido, tomada de aquí.
El supuesto parecido con un retrato infantil de Íñigo Errejón es infundado.