sábado, 20 de febrero de 2016

Los días con Pancho

Pancho en Los Narejos, verano de 2014. Foto © Ángela Pinto.
No necesito hacer grandes cálculos para llegar a la conclusión de que Pancho, el perro de La Posada y mascota de la familia, es el ser vivo con el que más tiempo he pasado en los últimos quince años. Son los que él cumple precisamente en este 20 de febrero. Una edad que, si fuéramos a hacer caso de esos cálculos que tratan de encontrar equivalencias entre la vida del ser humano y la de otros animales, lo retrataría como un anciano más cercano a los ochenta que a los setenta. Lo que, sin ser del todo descabellado, no se corresponde con su todavía buen aspecto general, una elegante y hasta coqueta madurez, si bien no carente de achaques y de claros y latosos síntomas  de un lento pero perceptible declinar.

Si digo que Pancho es una de las mejores cosas que nos han ocurrido a la familia en este tiempo, puede parecer que estoy exagerando. Puede que sí. Pero también estoy diciendo la verdad. O no del todo: porque si algo tenemos claro a estas alturas –y seguro que quienes compartan su vida con un can estarán de acuerdo– es que nuestro perro es uno más de la familia. O dicho de otra forma: somos los miembros de su manada. Así que hoy celebraremos la cifra redonda de los quince años de uno de los nuestros agradeciéndole la fidelidad y la alegría, quizás las dos palabras que primero se me vienen a la boca si trato de hacer un resumen de lo que Pancho significa y ha venido siendo en estos años. Dos palabras a las que puedo añadir, a modo de pinceladas biográficas y en claro homenaje a tan buen como extraordinario amigo, algunos párrafos más.  

Pancho, un mestizo de yorkshire terrier, tal como lo definió el veterinario en su cartilla de identificación (el DNI canino), llegó a la familia desde Segurilla, su lugar de nacimiento, el 5 de abril de 2001, como regalo de cumpleaños, también familiar, vía María y Jose, para Clara, mi hija. Yo nunca había convivido con un perro, sí con varios gatos (Morito, Voyou, Sugar…), en diferentes momentos y circunstancias, y tenía una gran admiración por la elegancia e independencia felinas. Así que en principio no era muy de perros. De hecho, creo que si me hubieran pedido opinión previa, hubiera puesto algún reparo.

Pero lo cierto es que Pancho me ganó desde el primer momento. Para ser exactos, desde la primera noche: como no cesaba de llorar en el rincón algo apartado que le habíamos asignado en la casa, acabó durmiendo en la alfombra de mi lado de la cama, aferrado a mi mano, que en aquel momento debió de ser para él lo más parecido al calor perdido de su madre. Es probable que esa experiencia marcara nuestro destino en común.

Los acompañantes de perros (iba a escribir «dueños», pero conviene llamar a las cosas por su nombre) podemos ser muy pesados describiendo las mil y una cualidades que adornan a nuestras mascotas. Fidelidad, gracia, sensibilidad, listeza… son algunas de las palabras que suelen oírse en boca de quienes cuentan y no paran. Todas son ciertas en el caso de Pancho. Así que me las ahorro. Sólo me detendré en destacar lo que puedo definir como el principal rasgo de su personalidad: un carácter fuerte, que se demuestra tanto en la apertura de miras y la valentía con que se relaciona con el mundo,  como en la aguerrida manera con que defiende su comida, sobre todo si cree que alguien  puede disputársela. Y hasta en cierta tozudez o incluso empecinamiento en no obedecer algún tipo de orden; verbigracia, la de que suelte algún «tesoro», comestible o no, encontrado en la calle. Aún conservo en mi mano derecha, por encima del pulgar, una mínima cicatriz que es huella de un intento de quitarle un hueso que me pareció que podía dañarle.

A vueltas con el nombre
Ese carácter franco y valeroso se puso de relieve de forma tan temprana que cuando el veterinario nos preguntó el nombre del animal, no dudé en añadir al «Pancho», que había decidido sin posible réplica Sagrario, un «Valiente» a modo de apellido, y así figura en su cartilla. De buena gana hubiera incorporado también, para completar la filiación, un «Orejudo», como rasgo evidente de fisonomía. Pero tampoco quería que el galeno de canes me tomara, además de por un excéntrico, por alguien redundante. Lo cierto es que todavía hoy  a los niños que me preguntan «cómo se llama el perrito» suele decirles que Pancho Valiente Orejudo. Y, por lo común, le vuelven a mirar con muchísimo más respeto.

Ahora sé que Pancho no podría haber tenido un nombre más apropiado. Sagrario, una vez más, tenía razón. Pero yo durante algún tiempo, tal vez cinco o diez minutos, fantaseé con la idea de que se llamara Chéspir, mitad por indisimulada pedantez,  mitad por sonoridad. Lo de Valiente, lo confesaré también ahora, además de por lo del carácter, fue un intencionado homenaje  al poeta Valente, que tenía un muñeco que se llamaba Pancho  e incluso le dedicó un poema.

De cualquier forma, lo que está fuera de toda duda es que la “che” parecía como predestinada para Pancho. La primera vez que salió a la calle fuimos al parque de Berlín, y allí hizo su primer amigo: un perrillo eléctrico, de pelaje intensamente negro, con motas marrones en las patas y hociquillo punzante. Era un pincher. Se llamaba Pincho. Lamentablemente, le perdimos pronto la pista. Su dueña también era muy guapa.

Un can enciclopédico y filósofo
Cuando Pancho llegó a casa, yo iniciaba una nueva etapa profesional. Acabábamos de crear Letraclara, una pequeña empresa de servicios editoriales que se estrenó con una ardua tarea: la actualización de la enciclopedia Espasa en la que acabaría siendo su última y parece que definitiva edición. El trabajo, que realicé coordinando un equipo de excelentes profesionales, compañeros y sin embargo amigos, suponía nada menos que el chequeo y expurgado de los 70 suplementos (unas 80.000 apretadas páginas) que la venerable enciclopedia había ido publicando desde 1934, para actualizarlos y transformarlos en ocho manejables volúmenes que prolongaran la vida práctica de una obra que se había vuelto, además de obsoleta en muchos aspectos, del todo ingobernable.

Aquel trabajo, que realizábamos casi en cadena, me llevó a mantener durante algunos años un horario nocturno y solitario (ya lo hacíamos todo on-line), en un estudio cercano a mi domicilio. Y como para entonces, en la distribución familiar de turnos para sacar a Pancho a la calle,  se me asignó el de la noche, solía llevármelo al despacho. Y allí, dormitando entre suspirillos o roncando a pierna suelta (y con las dos en alto) sobre un cómodo sillón que convirtió en su cubil, Pancho asistió a todo el trabajo enciclopédico y a no pocas conversaciones –la mayoría de las veces por teléfono, pero también presenciales– sobre los más variados temas.

Doy fe de que en más de una ocasión, en pleno fragor de una charla de madrugada acerca de la conveniencia o no de incluir una biografía o sobre qué extensión darle a los hallazgos que se iban produciendo en Atapuerca, vi cómo Pancho levantaba unos ojillos muy espabilados, me miraba, no sé si con admiración o con misericordia, y después apoyaba la cabeza sobre las patas delanteras y adoptada una postura a lo Anubis en la que podía permanecer durante mucho tiempo. Más de una vez estuve tentado de pedirle consejo, como el que consulta a un oráculo. Incluso creo que alguna vez lo hice. De esos estados solían sacarle los distintos sonidos del ordenador, que acabó reconociendo con exactitud. Cuándo aún no se había iniciado la ráfaga de la musiquilla de Windows que marcaba el cierre de la sesión, Pancho ya había saltado de su sillón y estaba moviendo el rabo cerca de la puerta. En esas actitudes, unidas a la decidida defensa de su comedero, me inspiré para dedicarle unas coplillas, cuya estrofa inicial decía:
                                                   
                                           Mi perro es un gran filósofo,
                                           todo el día está pensando:                                        
                                           cuando no piensa en su pienso,
                                           piensa en el pienso de Pancho.

Las historias pendientes
Podría contar otras muchas cosas, un sinfín de anécdotas. Tal vez algún día lo haga. Hablar por ejemplo de las «charlas» de Pancho con su más antiguo amigo, Monty, un west highland white terrier con el que, sin hacer caso de viejas y humanas rivalidades (inglés frente a escocés), mantiene una relación muy cordial, convertida a estas alturas en una de las más sólidas amistades caninas de La Prospe, nuestro barrio madrileño, por el que hemos dado juntos tantas caminatas nocturnas.

O la terrorífica aventura del husky talaverano: tal vez el momento de mayor terror de la vida de Pancho, si se exceptúan los enfrentamientos con Túbal, el enorme perro lobo (¿o era un pastor alemán?) del quinto, de unas cinco o seis veces su envergadura, y con el que no solo no estaba dispuesto a compartir territorio sino que era capaz de hacerle frente, como ahora le pasa con Rocky, el setter del segundo. Y las relaciones con sus parientes caninos: Lucas, hermano de sangre, o Dimas, primo por parentesco diferido, al igual que Lúa y Riky, sin olvidar al indescriptible Lupo, que tenía alma y hocicos de simio, o a la pequeña y dulce Cleo, la última llegada a la gran manada de los Ramos y los Pinto y allegados.

En unas hipotéticas  memorias de Pancho no faltaría el recuerdo de los meses aquellos en los que gozó de cierta fama en las ondas, en su papel de perro de Farero, en el programa Hablar por hablar, en la época en que lo conducía Mara Torres. Ni la mención de los cuentos y poemas que ha protagonizado en algunos libros con los que todavía aprenden a leer los niños españoles. O las largas temporadas en el Mar Menor, las carreras por la playa, la desconfianza ante el rumor y el trasiego de las olas. O la marcada evolución en sus referentes humanos (la cambiante percepción del orden en la manada), que le ha llevado a convertirse, ya desde hace años, en la sombra de Sagrario, hasta extremos que parecen difíciles de creer. También en esto, somos amigos de aficiones compartidas. O, en fin, la curiosa, contradictoria, intensa relación con su verdadera dueña, mi hija Clara, que a estas alturas es la que mejor conoce todas sus intenciones y sus estados de ánimos (y viceversa). Y a la que, tras años de rivalidades y disputas, y sin que hayan cedido del todo, ha terminado por convertir en su mejor amiga.

Pancho es un personaje muy importante de la historia familiar y es una suerte poder seguir contando con su compañía. Ahora ya no está tan a menudo conmigo en el lugar donde trabajo, pero seguimos compartiendo madrugadas en las que, con la casa en silencio, le gusta venir, pasito a paso y algo desorientado, hasta el salón, a ver qué hago. Y se tumba a mi lado y me mira como preguntándome si también a mí me parece que este invierno está haciendo un frío más raro que nunca. Y luego suspira un poco, se hace un ovillo y se duerme.

Día de Viento en el Puente de Hierro, en Talavera. Con Clara y Pancho, en 2007.

jueves, 11 de febrero de 2016

Bifurcaciones (2)


Bendita dispersión, cuánta alegría
siembras en el alfiz de la mañana:
miles de puertas sobre el día abiertas
y un vendaval de olores en el aire.
Si no fuera la nube que se cierne
con su sombra de duda sobre el campo...
Si no fuera la noche, que es inmensa
y puede devorar el día entero.
Grávida de mil vidas, esta vida
tan delicada, tan fugaz, tan poca
cosa que apenas da tiempo a decirla,
es cuanto tengo: mi único tesoro,
la barca que se inventa su derrota,
el sinsentido que todo lo explica.
Bendita dispersión: el viento pudo
llevar contigo la semilla al mar.

(Este poema es el envés de este otro publicado hace unos días).

Ilustración:
Mandala esotérico, con sus 14 círculos
girando en torno a un universo interior.
Tomado de aquí.

martes, 9 de febrero de 2016

Por los pelos

©Javier Zabala, 2014.

A la realidad no hay por dónde cogerla, es inaprensible. Entre otras cosas, porque estamos inmersos en ella, somos parte de ella, nos rodea por todas partes. Y no puede haber nada más inútil que el intento de salvarse de un hundimiento tirando de la propia cabellera, si es el caso y uno conserva algo de la osadía del barón aquel. Pero por algún sitio hay que empezar. Cada día. Hacerlo in media res no es sólo un buen método, narrativamente hablando, y de eficacia probada, sino que tal vez sea el único modo posible. Aunque la capacidad humana para actuar como si no nos diéramos cuenta está tan enraizada en nuestras costumbres, que incluso podemos sopesar la posibilidad de que realmente no nos demos cuenta.  Casi seguro que es por eso, y por buena educación, por lo que suspendemos o aplazamos la perplejidad en que nos sume a menudo el trato con el mundo. Y día a día sobrevivimos a esa extrañeza, tan cautivadora. Casi tanto como el uso abusivo del plural, nada mayestático y sí muy egotista, pues seguramente lo único que subraya es nuestra radical incapacidad para estar solos. 

(Tiempo contado, lunes, 8 feb 2016, 11:55 am)

Ilustración de Javier Zabala para Las aventuras del barón Münchausen, de Nórdica Libros. Publicada con permiso del autor.

jueves, 4 de febrero de 2016

Goyas en telegramas (guau, guau)

No es Truman, sino su hija. Pero también apunta maneras.
No ha sido este una año en el que haya podido prestar la atención debida al cine español. De hecho, aún estoy a la espera de poder ver algunas de las películas que optan a los grandes premios. La de Coixet, por ejemplo, a la que persigo a la peli sin suerte desde hace meses. Pero no quiero romper con una tradición de La Posada. Así pues, sin preámbulos ni apenas comentarios, más bien telegramas, aquí va mi quiniela anual de los Goya. Que gire la ruleta. Y a ver qué pasa.

Goya de honor: Mariano Ozores. Un premio a un apellido, a una gran saga. Y a una fuente permanente de trabajo.

Mejor película: La novia. Una apuesta estética, sugerente desde el punto de vista escenográfico, con poderío visual. Y la palabra en gracia de Lorca. Aunque con exceso de cristales, algunos tiempos muertos, varios ringorrangos y desiguales interpretaciones.

Mejor dirección: Cesc Gay, por Truman. La que más me ha gustado de la cosecha anual. Una delicada y firme manera de mostrar que la vida es una conversación pendiente. No sería injusto que ganara también el de mejor película. 

Mejor actriz protagonista: Inma Cuesta, por La novia.  Grande Inma, belleza rotunda. Y trágica. Tiene rivales de prestigio internacional (Binoche, Penélope), pero intuyo que se acabará imponiendo. 

Mejor actor protagonista: Ricardo Darín, por Truman. Otro gran papel del que tal vez sea el mejor actor hispánico de un momento que ya dura una década. O dos. Cualquier otro resultado sería sorprendente.

Mejor guion original: Cesc Gay y Tomàs Aragay, por Truman. No era fácil contar con equilibrio y eficacia esta historia. Lo han conseguido. Desde el abrupto principio hasta el delicado final. (Ojo al dato, que decía aquel: será, creo, la primera vez que un premio Goya dos, si se cuenta el siguiente sea entregado por un premio Nobel. Aunque don Mario bien podría acudir cualquier día en calidad de nominado. Y no sólo en plan estrella consorte. Y con suerte. Si no, al tiempo).

Mejor guion adaptado: Fernando León, por Un día perfecto.  Sus diálogos, una vez más, son simplemente perfectos. Cada palabra en su sitio.

Mejor actriz de reparto: Elvira Mínguez, por El desconocido (o Luisa Gavasa, por La novia). La escuela de actrices española: un manantial que no cesa.

Mejor actor de reparto: Javier Cámara, por Truman. Porque no hay goyas ex aequo, que si no... Darín-Cámara, con su canto a la amistad, son la pareja perfecta.

Mejor actriz revelación: Irene Escolar, por Otoño sin Berlín. Para que se alegre mi colega Manuel... Aunque Antonia Guzmán, la abuela candeledana de Daniel Guzmán, a sus 93 años, marcaría un hito. Ella es el gran acierto de A cambio de nada.

Mejor actor revelación: Miguel Herrán, por A cambio de nada. Naturalidad, como si nos lo acabáramos de encontrar en la calle. Curiosamente, su principal rival será el director Fernando Colomo en su Isla Bonita (en la que, por cierto, se ha revelado también como actor el publicista Miguel Ángel Furones, viejo amigo).

Mejor dirección novel: Daniel Guzmán,  por A cambio de nada. Tiene antecedentes (de Barrio y por ahí, incluso hasta Plácido), pero esta ópera prima resulta convincente. Será porque es verdad. Ahora bien, si en el escenario se oye la palabra "ventana", en la recogida del premio, será porque ha ganado Leticia Dolera con Requisitos para ser una persona normal. Avisados quedan.


Y en las demás categorías:

Mejor música original: Alberto Iglesias, por  Ma ma.
Mejor canción original: «Palmeras en la nieve», de Palmeras en la nieve (canta Pablo Alborán; autores: Lucas Vidal y Pablo Alborán).
Mejor dirección de producción: Luis Fernández Lago, por Un día perfecto.
Mejor dirección de fotografía: Miguel Ángel Amoedo, por La novia
. Aquí me parece que va a verse un duelo entre la arena (de La novia) y el hielo (de Nadie quiere la noche, de Coixet).
Mejor montaje: David Gallart, por Requisitos para ser una persona normal 
Mejor maquillaje y/o peluquería: el equipo de Palmeras en la nieve.
Mejor dirección artística: Jesús Bosqued Maté y Pilar Quintana, por La novia.
Mejor diseño de vestuario: Paola Torres, por Mi gran noche.
Mejores efectos especiales: Lluís Rivera y Lluís Castell, por Anacleto: agente secreto. Pero ojo a Mi gran noche.
Mejor sonido: el equipo de La novia.
Mejor película de animación: Meñique, de López Louro y Padrón Blanco.
Mejor película documental: Sueños de sal, dirigida por Alfredo Navarro.
Mejor película iberoamericana: El clande Pablo Trapaero.
Mejor película europea: Camino a la escuela, de Pascal Plisson.
Mejor corto de ficción: Cordelia, de Gracia Querejeta u Honorio dos minutos al sol, de Ramírez-Gisbert.
Mejor corto documental: Regreso a la Alcarria, de Tomás Cimadevilla Acebo.
Mejor corto de animación: La noche del océano, de María Lorenzo.


Aciertos.





martes, 2 de febrero de 2016

Ojos, ojos, ojo

     
   A LA MIRADA RÍMALA
                                     
                                         Si ojos en ojos son ojos
                                         Ojos son si en ojos ojos
                                         En ojos si ojos son ojos
                                         Ojos si ojos son en ojos
                                         Son ojos si en ojos ojos
                                         Ojos en son ojos si ojos

(AJR: 4:15; Palíndromos ilustrados, XLVII)

Videoinstalación: Bill Viola, The Quintet of the Astonished, de la serie The Passions (2000).


sábado, 30 de enero de 2016

Los gozos de Martirio


(Para Ángel Pinto, que amaba el buen cante y hasta lo cantaba. In memoriam.)

Cuando irrumpió en el panorama musical, allá por los años de las movidas (la de Madrid no fue la única), mediados los ochenta, Martirio pudo ser considerada como una encarnación de cierta estética pop, en su versión posmoderna, en el mundo de la copla y la canción flamenca. Alguien pudo creer, a la vista de las peinetas, gafas, abanicos y otros coloridos aderezos con que el personaje se mostraba, que se había escapado de alguna de aquellas películas de Almodóvar que entonces fueron como cubos de pintura plástica arrojados en mitad de un paisaje solanesco. Y algo de eso sin duda había. Pero no era todo. Ni mucho menos.

Ahora, tres décadas después, tenemos una mejor perspectiva para valorar lo que la aportación de esta mujer inteligente, nerviosa, graciosa, moderadamente deslenguada y, pese a las apariencias, natural como la vida misma, ha supuesto en la historia reciente de la música española. «Una bocanada de aire fresco», podríamos decir, si hiciéramos caso al tópico. Pero sería de nuevo insuficiente.

Uno de los grandes atractivos del proyecto que la onubense Maribel Quiñones se decidió a poner en marcha, después de un pasado intenso en grupos como Jarcha o en  la órbita innovadora de Kiko Veneno y Pata Negra, fue la osadía, con su mezcla de humor y seriedad, con que aterrizó en el todavía algo rancio mundo de la copla. Y, más en concreto, cierto descaro suavemente punki con el que plantaba cara a la asfixia doméstica en que, pese a los recientes cambios políticos y los nuevos usos, seguía recluida para muchas y muchos la vida cotidiana.

Martirio impactó con sus maneras en el espejo cutre que las radios de las madres había ido situando en el centro de la memoria de toda una generación. O de dos, que la vida pasa muy deprisa. Y, junto con los cristales rotos, saltaron también algunas nuevas formas de relacionarse con las emociones básicas. Al tiempo que se abría alguna perspectiva inédita a la hora de mirar los dramas de siempre.

Cuando parecía que la broma se acababa, la artista supo dar varios pasos más allá y mezclar lo suyo con corrientes y artistas muy diversos, aunque siempre afines: del son cubano al jazz, de Compay y Chavela hasta Jerry González o Chano Domínguez, entre otros itinerarios, en una particular manera de ir amansando («martirizando», en el literal buen sentido) géneros y modos, hasta configurar un camino muy personal, inconfundible. Un estilo que le valió para poner en circulación un repertorio que, si bien está construido con muchos «lugares comunes» (el necesario peso de la tradición), nos llega a través de una forma interpretativa, una impronta, cuya madurez es un verdadero gozo.

Y eso fue lo que se puso de relieve en el amplio y generoso recital que la artista ofreció el pasado jueves 28, en la carpa urbana del Price, para celebrar sus 30 años de carrera. Fue una noche llena de magia y de grandes artistas invitados. Convocados con delicadeza, elegancia y gratitud por la anfitriona, por el escenario fueron desfilando Kiko Veneno, Javier Ruibal, Silvia Pérez Cruz y Miguel Poveda, a los que se sumaron intervenciones especiales de todos los músicos que la acompañaron a lo largo del concierto: Javier Colina, al bajo y al acordeón; Raúl Rodríguez, con sus guitarras, Jesús Lavilla (piano) y Guillermo McGill (batería, cajón). Un cuarteto de toda solvencia.

Madre e hijo, unidos además por el arte.


Hubo muchos momentos especiales. Destacaré solo tres.

Uno. La canción de cumpleaños, adelanto de su próximo disco, que dedicó a su madre (y colega, además de «producida»), Raúl Rodríguez, guitarrista de extraordinaria limpieza sonora y buen compositor. Antropólogo además de músico, el niño de Martirio, ya cuarentón, tiene una larga y densa carrera a sus espaldas. Pero habrá que estar atento porque no creo equivocarme si pronostico que lo mejor aún está por venir.

Dos. El homenaje a Carlos Cano, que ese mismo día, como Martirio recordó, hubiera cumplido 70 años. La interpretación a dúo con Silvia Pérez Cruz de «María la Portuguesa», quizás no fue todo lo perfecta que cabría esperar (Silvia, esa gran alegría de la canción, no parecía en su mejor momento), pero fue de una emotividad enorme.

Tres. Y quizás lo más alto, desde el punto de vista artístico, los dos dúos con Miguel Poveda, en un desafío de coplas que, si en algún momento podían traer a la memoria las famosas trifulcas entre Juanito Valderrama y Dolores Abril, estaban tan llenos de ironía, complicidad y arte, que desbordaron el entusiasmo del público. Una actualización de los puntos fuertes de aquel Romance de valentía, de 2005 (como recordó Poveda), que acaso no tuvo tanta resonancia como merecía.

En resumen, una noche plena, divertida, repleta de ese tipo de sensaciones que se agrandan en la memoria e invitan a rumiarlas despacio. Quizás para seguir intentando entender lo que sentimos. Y para descifrar el poderoso y encantador misterio que hay bajo las peinetas y tras las gafas de una artista llamada Martirio.

Imágenes tomadas de la Página Oficial de Martirio en facebook.

viernes, 29 de enero de 2016

Líneas paralelas



El mundo se sostiene entre los hilos
que tejen el envés de estas palabras.
Es un lugar que está entre tus ojos
y el pensamiento que late en lo que sientes.
Un poema es tan sólo el pentagrama
donde el viento o tu mano
escribe con la música
de la respiración.


Vídeo: Birds on The Wires, de Jarbas Agnelli, sobre una foto de P. Pinto.

(Rescatado de los arcones de la Posada.
Primera publicación: 31/05/14, 14:34)