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Leyendas del bosque. Imagen tomada de El Brote. |
No hace falta ser un gnomo para que una comida a base de setas te sepa a gloria. Ni se precisa impulso místico alguno para convertirla en una auténtica «experiencia religiosa». Y ello sin que haya que acordarse de Don Juan, el de Castaneda, y mucho menos de Enrique, el de Iglesias-Preysler, para entender en su justa medida lo que tal expresión pueda significar en este contexto: siempre hay buenas ocasiones para dar gracias a la vida. Si, además, es un 18 de diciembre, los motivos son muchos más: en concreto, 101... (los años que hoy hubiera cumplido mi padre).
En Madrid, en la muy escondida e industriosa calle de Javier Ferrero, justamente detrás de donde estuvieron el periódico
El Mundo y el Club Abasota, hay un restaurante sin nombre, aunque con un símbolo que lo vincula con la contraseña de
El Brote, que es como lo conocen quienes lo siguen. Es un nuevo paso de la aventura que desde hace algunos años desarrollan dos cogedores de setas llamados
Álvaro de la Torre y
Eduardo Antón, capaces de convertir en éxito un lugar gastronómico ajeno tanto a los espectaculares rendimientos de la estrellas Michelín como, y mucho más, a la histeria enlatada de uno cualquiera de esos múltiples mástereschefes que proliferan por todas las pantallas como... hongos (y valga la paradoja).
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El equipo de El Brote en pleno. ¿Dónde brotarán la próxima vez?
Foto tomada del blog de J. C. Capel. |
Lo específico de El Brote es la pura experiencia de comer rindiendo culto a la seta, esto es: haciendo que su presencia en los platos no sea sólo como guarnición o servil acompañante, ni siquiera en mezclas y revoltijos de huevos o tortillas. La seta como estrella. De lo que se trata es de darles oportunidad a los sentidos para que vean, huelan, tacten, paladeen, degusten, sientan y hasta oigan... tantas cualidades como atesoran estos cuerpos fructíferos de tan peculiar condición e infinita variedad. Pues bien: hay que reconocer que lo consiguen.
La presencia y elegancia con que llegan a la mesa trufas, rebozuelos, cratarellus, pleorotus, trompetas negras y otras variedades de cuyos nombres no es fácil acordarse son dignas del mayor elogio. Y merece la pena comprobar cómo logran imponer su protagonismo en danza con rivales de no poca presencia: digamos un excelente paté de corral, una yema de cordorniz, un meloso bocado de panceta, una tajada de sarma, un tierno morcillo. Y todo ello sin olvidarnos del papel que desempeñan las alcachofas de jerusalem, los tirabeques, las chirivías, las delicadas pamplinas y todo un colorista cortejo silvestre. Y hasta, en un toque acorde con los nuevos usos dizque orientales que se abren paso en la última cocina, una pizca de sal de gusanos. Todo ello sin dejar de tener en cuenta lo sorprendentemente rico que puede resultar un procedimiento como el escabechado aplicado a los níscalos.
Por decirlo a lo breve: hay que agradecer a los impulsores del lugar, y a todo su equipo, el cuidado con el que recolectan, tratan, preparan, combinan y sirven las numerosas variantes micológicas, hasta ofrecer una experiencia de la que uno sale, como digo, convertido en un fervoroso creyente: con fe renovada en las virtudes del trabajo bien hecho.
La pena es que la posibilidad de comprobar in situ la veracidad de lo que apunto va a durar poco. El Brote cerrará su puerta cuando finalice el año. Al parecer, hay ya en marcha proyectos que le darán continuidad. Pero sus responsables (en concreto, Eduardo, que amablemente se entretuvo hablando con nosotros un buen rato) prefiere no dar muchas pistas. Así que tendremos que estar atentos para ver dónde brota de nuevo tan sabrosa propuesta.
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Esto fue lo que dio de sí
la visita a El Brote el 18/12/15.
Les pedimos a Gustavo, Pablo,
Ricky y Mamadar
que nos firmaran el menú.
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