Hace ya semanas, tal vez algún mes, que entre los borradores de esta Posada figura una entrada posible, con solo un título y el vídeo que muestra a unos jovencísimos
Lole y Manuel entrevistados por el poeta y flamencólogo
Fernando Quiñones, tampoco mucho mayor, y todos tan tímidos y genuinos que incluso llegan a parecer algo irreales. Lo descubrí, el vídeo, en una de esos paseos cibernáuticos que nunca se sabe bien por qué ni dónde empiezan y que tal vez no terminan nunca, uncidos como están a este carrusel que cada vez gira más deprisa y lo mezcla todo a discreción. Hace unas horas he oído en la radio
la noticia de la muerte de Manuel Molina. Otra vez la muerte, que no cesa de cosechar en los campos del señor, y que cada vez se parece más a la proyección de una película en blanco y negro, ya concluida, pero que sigue mostrando en la pantalla blanca de los días los engranajes dentados del viejo celuloide. Y la vida, que es el propio film, y sigue y sigue en busca de imágenes que devorar. No me es posible ir mucho más allá de la perplejidad o el balbuceo borroso de algunas impresiones, improntas, muescas. Pero hay en mi memoria la luz de algunos días de un verano, en el setenta y tantos, en los que
la voz de Lole y
la guitarra de Manuel eran lo más parecido a la alegría y un caudal de promesas que nunca se cumplieron. O tal vez sí, pero sin que llegáramos a enterarnos del todo, como puede que ocurra, en general, con este fenómeno tan extraño que llamamos consciencia, el pozo de las resonancias y las reverberaciones. Lo que comprendo ahora es para qué guardaba este vídeo y el borrador de una posible entrada: para que fueran la materia visible de un
homenaje a uno de los grandes renovadores de ese arte interminable, río de honduras y meandros, que es el cante flamenco. Sea.