400 caballos. Instalación de Stephanie Christofi, en CC Conde-Duque. |
Aunque cada vez soporto menos el calor, también cada vez me gusta más el verano. A simple vista, son sensaciones contradictorias, pero puedo explicarlo (si olvidar que vivir en la contradicción no es nada extraño, ocurre a menudo, podemos comprobarlo a nada que apliquemos un examen desapasionado a muchas de nuestras acciones). Me gusta el efecto de lo que mi amigo Carlos Medrano, con exactitud poética, llama los «días crecientes», el avance de la luz, la promesa infinita de las noches al aire libre. Supongo que, en el fondo, aún tienen su propio peso las sensaciones asociadas al fin de curso, el tiempo de vacación, la ruptura de la monotonía que traen consigo los días feriados. Todo esto, aunque ahora y desde hace ya mucho se cumple de manera bien distinta, parece haber penetrado muy hondo en nuestra naturaleza, de modo que difícilmente nos libramos de experimentar un eufórico estado de liberación cuando caemos en la cuenta, acaso simplemente al ver cómo cambia la mancha de nuestra sombra en el suelo, de que junio ya ha sobrepasado con amplitud el zaguán de su casa, y la noche de San Juan, con su agua sanadora, está a la vuelta de la esquina. Y tal vez sea eso, el rito del agua nueva, lo que más me gusta de los días siempre repetidos y siempre irrepetibles (¡ninguno ha de volver nunca!) del inicio de cada verano: sacar el agua al oreo de la noche más corta para que, como en un viejo romance, la bese la primera luz del alba, y así santificada, lavarse con ella los ojos (os ollos), las mejillas (as meixelas), detrás de las orejas (as orellas), como me lo enseñó mi madre siendo aún tan niño que no recuerdo donde está el comienzo de un rito que he mantenido siempre y que he procurado transmitir, entre bromas pero con convencimiento, a quienes comparten mi vida.
Y junto al agua, la alegría de la luz. A las criaturas de la noche (verbigracia, quienes muy a menudo, en estos días, nos acostamos poco antes de que la mañana esté llamando a la puerta o incluso cuando ya ha empezado a colarse por las ventanas orientales de la casa) nos fascina la luz en todas sus manifestaciones, de las que una de las más bellas es la del crepúsculo, esa hora cuyo nombre es ya todo un acontecimiento. El caso es que el verano me pone de buen humor y me ofrece promesas de vida por vivir. Aunque después no se cumplan. Basta con el que el rayo de la ilusión nos ilumine por dentro para que las cosas comiencen a tener un alma diferente. Y esa es la virtud más notable de estos días en los que parece que la luz no se va a acabar nunca. Las cosas recuperan o potencian su presencia hasta tal punto, que tenemos la impresión de que es un milagro su sola existencia maravillosa. Así iluminado, el mundo se convierte en un prodigio poblado de criaturas excepcionales. Y en un lugar muy hondo de nuestro interior sentimos la certeza de que, pase lo que pase, mientras esa luz nos acaricie con su música, nunca estaremos solos.