La noticia de la muerte del pintor José Hernández, leída ayer en la sección necrológica de
El país, edición en papel, me produjo dos intensas emociones. La primera, la tristeza por la inesperada desaparición de un artista al que admiro y al que, hacia mediados de la década de 1980, traté ocasionalmente, de la mano de los escritores Juan Malpartida y Luis Alberto de Cuenca, buenos amigos suyos. Alguna información tenía de la enfermedad del pintor, pero desconocía su gravedad. Junto a la tristeza, también me invadió una sensación que sería de indignación si el estupor y la perplejidad no se hubieran impuesto ante una nueva evidencia de la rareza de los tiempos que vivimos. Hasta qué extremos no se habrá distorsionado, en nuestro entorno mediático, la percepción de la importancia de las cosas para que una noticia como la de la muerte de un artista de la talla de José Hernández apenas merezca un apunte apresurado, digno pero insuficiente, en una de las secciones más oscuras del principal periódico del país.
Y algo similar, por lo que pude comprobar a través de internet, ocurría en los demás medios, aunque obviamente no los vi todos. Pero los resultados que Google arrojaba al respecto me parecieron elocuentes. Y desoladores. La edición de hoy del periódico antes citado corregía en parte el injusto tratamiento (aunque más bien se podría hablar de un «error informativo»), al publicar sendos artículos, también en la sección necrológica, de
Ramón Buenaventura, especialmente, y de Juan Cruz. En ellos la figura y la obra de Hernández tienen una valoración más apropiada. Pero, en todo caso, llama la atención que un pérdida de esta naturaleza no merezca estar presente donde en justicia le corresponde: al menos, en las páginas de Cultura del periódico (he podido comprobar que la edición digital sí la sitúa en esa sección, pero de forma un poco tramposa, ya que el artículo es la misma necrológica del papel).
Por fortuna, hay en la red lugares, incluida su
propia página, en los que es posible rastrear datos suficientes para calibrar la importancia de la obra de un artista que se movió con soltura en diferentes terrenos de la expresión plástica, desde la pintura hasta el grabado pasando por la escenografía, el
figurinismo o la ilustración, especialidades todas en las que dejó muestras de su peculiar estilo: una mezcla de pulsión fuertemente barroca y muy personalmente surrealista, heredera de la gran tradición de la pintura negra española, tan mortal y desengañada, pero poderosa también en el subrayado de las pasiones y con una gran capacidad de conmoción, tal vez porque tuvo como tema dominante la degradación de la materia, el peso raedor del tiempo. La maestría técnica que tantas veces se ha destacado en sus creaciones se alía con un mundo expresivo insobornable, doloroso, desgarrado con frecuencia, lúcido siempre.
Una vez le oí decir al pintor, en su casa de la calle de Atocha, que Leonardo tenía mucha razón al definir la pintura como «cosa mentale» y que el hecho de afrontar la realización de un cuadro equivalía al intento de desentrañar un misterio. No sé si la frase era exactamente así. Tengo recuerdos más precisos de otras conversaciones, una de ellas sobre la poesía de Rimbaud, cuya obra ilustró, o sobre su casi paisano el escritor Mohamed Chukri, al que yo había conocido por aquellos años en Tánger, ciudad natal de Hernández. Tampoco se me han olvidado, de esas charlas entre amigos, los elogios con los que el artista ponderaba la obra del también tangerino Ángel Vázquez, en especial la novela
La vida perra de Juanita Narboni, por entonces poco conocida (y hoy me temo que ya olvidada, salvo excepciones). O un libro que descubrí gracias a él:
Las cosas del campo, de José Antonio Muñoz Rojas, obra que una vez vi en su estudio mezclada con sus pinturas y de la que hablaba con profunda admiración.