Entre los muchos momentos inspirados que componen El cielo sobre Berlín (1987), de algunos de los cuales ya hemos hablado aquí, uno de los más emocionantes es esta declaración de amor que Marion (Solveig Donmmartin), la hermosa trapecista, le hace a Damiel (Bruno Ganz), el ángel por fin encarnado.
Es, en cierto modo, un escena de anunciación en la que se han intercambiado los papeles. Con palabras de gran belleza, la mujer le revela al exángel (más aturdido que alertado, torpe y envarado, aunque finalmente alegre) que ha decidido tomarse en serio el amor y que él es el hombre con el que quiere compartir su vida.
En alguna parte he leído que algunas parejas utilizan algunas de estas frases, salidas de la pluma de Peter Handke, para darle emoción a las bodas civiles, más allá de la frialdad de las palabras contractuales y de la asepsia, cuando no torpeza, municipal. No sé si es cierto o no.
Aunque nada en esta declaración, lúcida a la par que sonámbula, permita suponer el yugo del matrimonio (o, para ser más preciso, el matrimonio como yugo), no me parece una mala elección. Es una forma de poner la vida comprometida en pareja bajo las alas de la libre complicidad. Y al amparo de «la luna nueva de la decisión», algo así como un acto de voluntad capaz de marcar el rumbo del destino.
«No sé si el destino existe, pero existe la decisión», dice también Marion en el momento central de su intenso monólogo. Y añade, con el convencimiento acaso ingenuo pero determinante que todas las parejas enamoradas tienen alguna vez: «No hay una historia más grande que la nuestra». Una forma de subrayar que el amor es la fuerza que transfigura la realidad, tal vez lo único que puede hacerla de verdad real, darle sentido.
Hoy, 15 de abril y 25 años después de un suceso personal de esta naturaleza, es un día apropiado para recordarlo.