Vuelvo a ver por enésima vez Matar (a) un ruiseñor. Toda la película está llena de delicados momentos memorables, de un tipo de sugerencias que, en la historia del cine, solo el blanco y negro es capaz de provocar con tanta intensidad y precisión. Como si las imágenes, desprovistas de otros colores pero llenas de matices, percutieran directamente sobre una zona concreta del cerebro que acaso esté ahí desde los tiempos del fuego en la caverna. Un reducto de emoción primaria o primitiva, pura, sobre cuya persistencia, más que pensamiento o proceso racional alguno, parece estar actuando una suerte de instinto moral de la especie. La llamada inaugural de lo que tal vez seguimos considerando la esencia de lo humano, aunque sea cada vez más difícil identificarlo con exactitud en tiempos desalmados como los que vivimos. De entre las muchas imágenes sensibles de este filme prodigioso, siempre me alcanza de forma especial la secuencia del abrazo de buenas noches y clara alegría que Atticus Finch le da a Scout, su hijita (y el diminutivo es sobre todo marca de intimidad), de cuya mirada uno acaba tan enamorado como de la integridad heroica del padre (minuto 1:05 del vídeo). Ese gesto me parece el centro mismo de la inacabable ternura, belleza y valentía que recorren la película. Más allá de las palabras que explican la metáfora principal enunciada en el título, el abrazo de Atticus y Scout muestra de qué fibra está hecho el corazón del ruiseñor. Y dibuja con un trazo muy profundo los vínculos fraguados al amparo del inmenso poder de la inocencia. Hoy, cinco de abril, es un día oportuno para recordarlo.
(Para Clara)