miércoles, 24 de marzo de 2010

Un amigo


El pasado 23 de marzo se inauguró en el Museo Ruiz de Luna de Talavera de la Reina la exposición dedicada a la colección de cerámica reunida a lo largo de su corta pero intensa vida por José Luis Reneo Guerrero (Talavera, 1960-2008), un agitador cultural de amplio espectro, apasionado, entre otras muchas cosas, por la cacharrería artística y sus aledaños. José Luis, del que fui amigo, falleció prematuramente el 20 de octubre de 2008. Le dediqué entonces, con destino a un acto de homenaje en su honor (y a una posible publicación posterior), el escrito que ahora cuelgo en el muro de la Posada para unirme al justo reconocimiento público hacia un ser inolvidable que empleó buena parte de sus días y de su enorme espíritu creativo en hacer felices a los demás.


Con José Luis Reneo en la memoria

No puedo decir que conociera bien a José Luis Reneo. Le traté con cierta asiduidad durante dos o tres años, a mediados de los ochenta, a raíz de que me pidiera unos poemas para publicarlos en los «Cuadernos de Poesía Tesela», el entusiasta proyecto editorial que por entonces él impulsaba. Recuerdo que mantuvimos largas conversaciones en Madrid, algunas de ellas hasta alta horas de la madrugada, y que de esas charlas, entre humos de variada procedencia y cervezas suaves, creció el fácil afecto que desde entonces hubo entre nosotros. Aunque en los últimos años apenas lo cultivamos.

Me atrajo de José Luis especialmente su intenso deseo vital, su finura para degustar cualquier forma de arte, su ironía, que podía ser mordaz pero solía traducirse en un chisporroteo ingenioso, su lucha algo callada contra incomprensiones que a veces le cercaban –como a todos– con su mano de tedio y la espesura de añejas costumbres.

Me viene a la memoria –algo imprecisa tras el tiempo transcurrido, pero sé que en el fondo cierta– una larga conversación sobre aspectos concretos de nuestras vidas, quizás al hilo de una reflexión sobre una frase del poeta Luis Cernuda que pudo servirnos de piedra de toque para intercambiar algunas confidencias. «El deseo es una pregunta cuya respuesta no existe», decía el poeta, y a su calor nos esforzábamos en ponerle nombre a nuestras inquietudes y en indagar sobre la tupida red de hipocresía que con terca obscenidad amordaza tantas veces el corazón humano.

También sé que hablamos aquella noche sobre el complejo de culpa que la educación religiosa y franquista nos había inoculado en nuestra infancia, de lo difícil que a veces resultaba sobreponerse a los estragos de una sensibilidad formada en esas y otras privaciones. Y de la necesidad de resistir, de atreverse, de hacer el mundo cercano –no sólo el paisaje abstracto de la vida social– de verdad habitable. Después de esa conversación decidí dedicarle el poema, ya preexistente, que copio más abajo y que formó parte de los publicados en «Tesela». Con esa dedicatoria, además de mi reconocimiento por su generoso interés, quise subrayar entonces –y quiero resaltar ahora– la pertinencia de cierto clima moral de sensaciones compartidas


Tesela de horas compartidas

Recuerdo de aquellos tiempos las risas fáciles, el intercambio de opiniones sobre gustos literarios o artísticos, sobre cuestiones políticas, personas y personajes, y alguna anécdota que se me ha quedado especialmente grabada, como su reconvención amistosa por el mal uso de alguna palabra: unos perfúmenes algo “suliveyantes” y muy “palacagüinos” que se me habían colado en un poema y que me apresuré a corregir, no sé si balbuceando una peregrina ocurrencia exculpatoria. También guardo memoria de las caóticas sesiones de un algo enfático pero ambicioso “comité de redacción” de Tesela que nos sirvió de excusa para discusiones apasionadas y divertidas con otros amigos de entonces.

José Luis vivía por aquellos años en un viejo palacete talabricense que abría sus ventanas hacia la fachada lateral del Ayuntamiento y casi a la sombra de la estatua del Padre Juan de Mariana. Quizás pueda resultar exagerada la sugerencia palaciega para evocar lo que debía de ser, a los ojos de un observador objetivo, una caserón destartalado y en franca decadencia. Pero estaba tan contagiado del espíritu de José Luis que yo lo recuerdo como el escenario ideal de sus inquietudes, un espacio a la altura de sus sueños, donde guardaba y exhibía con exquisito orgullo algunas antigüedades y maravillas de época.

Si cierro los ojos, la imagen de José Luis que me viene a la cabeza es la de su figura moviéndose de acá para allá por unos “aposentos” sobre los que fantaseábamos imaginándolos similares a los que pudieran haber acogido, en sus tiempos de jurista e incluso alcalde de la ciudad, al bachiller Fernando de Rojas. En esa evocación de su figura se impone la presencia de unos ojos vivísimos al fondo de una mirada sonriente, algo tímida pero siempre cómplice, la de un ser todavía luminoso dispuesto a compartir la osadía o quizás sólo la ocurrencia de alguna travesura.

Durante años, puntualmente intercambiamos saludos navideños, siempre llenos por su parte de una gran sensibilidad y buen gusto. También trazamos algunos vagos planes en común, entre ellos un proyecto para recuperar, en forma de libro y otras actuaciones, el “museo disperso” por el mundo de la cerámica de Talavera, una iniciativa que entonces me pareció de verdad interesante –aún creo que lo es, aunque no sé si en parte ya se ha realizado– y a la que dedicamos algún esbozo que se quedó, por mi parte, en un vago impulso desplazado por otras ocupaciones más acuciantes y concretas.

Posteriormente le pedí ayuda para documentar un texto que Anaya Touring me había encargado con destino a una guía de “museos para una nueva era” (se publicó en 1999 bajo el título de Qué arte y posteriormente la reeditaría el diario ABC), para la que propuse la incorporación del recién recuperado Museo Ruiz de Luna, a mi juicio uno de los mayores logros de la nueva política cultural que entonces se abría paso en Talavera y hoy ya un espacio de referencia cuya consolidación como tal tanto debe al personal empeño de José Luis. Su generosidad fue entonces la de siempre.

Volvimos a encontrarnos, Sagrario y yo, con nuestro amigo común en Talavera quizás hacia el año 2002, cuando él ya vivía junto a la vieja muralla restaurada, y compartimos en los antiguos billares de Navazo un café y promesas de vernos más a menudo en el futuro. Por entonces me pareció distinto –supongo que también a él le pasaría conmigo– y tuve la impresión de que nuestra antigua fluidez de trato ya no era la misma. Fue la última vez que lo vi, aunque todavía seguimos intercambiando felicitaciones navideñas y esporádicos mensajes durante algún año más.

Todas las novedades que me llegaron después de José Luis fueron ya indirectas, hasta la oscura noticia de su muerte, que me produjo una gran tristeza sólo amortiguada por la distancia que se había ido abriendo paso en nuestras vidas. Lamenté no haber estado más al tanto de sus problemas, de no haber profundizado más en la sintonía que sus iniciativas solían provocarme, de no haberle conocido un poco mejor. Su recuerdo sigue siendo para mí una parte importante de la experiencia amable, de la provisión de amistad y cariño que resulta imprescindible para que sea soportable el viaje de la vida. Un alimento del que quizás él en sus últimos días se sintiera privado, porque no quiso, no pudo o no supo encontrarlo. Quién lo sabe.

No encuentro otro modo mejor de unirme al homenaje al amigo tan tempranamente desaparecido que reiterar este poema del que sentí entonces, y sigo sintiendo ahora, que acaso pueda dar cuenta de la intensa ternura que su forma de ser me despertó y de la melancolía que su entrañable recuerdo me produce.


El doncel amarillo

A José Luis Reneo, entonces y ahora.

Recuerdo aquellos labios de doncel amarillo
disueltos en mis ojos
y las heridas turbias del tiempo
cayendo en espiral sobre la incertidumbre:
el pelo del amigo prohibido
que me tendía siempre
las mismas dulces trampas
desafiando leyes tan graves
como la solidez rotunda del planeta
«Y que si alguno hobiese ayuntamiento
con miembro de otra especie,
sea anatema
de puro bestialismo…»
El alma rebosaba de deseo
en la gran plaza pública
adonde mercaderes de todo el mundo
traían los perfumes y esencias más suaves:
las aromas sagradas de Bagdad,
el masculino incienso de la India
y el palpitar de senos tan tibiamente corrompidos de Cartago.
Barcas de amor surcaban las orillas del Sena,
lejanamente muertos los amantes,
y abrasada la estirpe de Sodoma
por la envidia del dios,
mientras la incorregible Marilyn
se besaba infinita en los espejos.
El laberinto oscuro de las venas
presentía la dicha como un aire remoto
que crecía sin fin entre los muslos
y elevaba la hermosa barahúnda
de los sexos eternos
para abrazar la forma nebulosa
de la almohada húmeda
cuando, al abrir los ojos,
allí estaba la piedra amenazante
y el sudor del culpable ante la luz
ahogando mi cuerpo,
al volver
a la muerte
de la vida.


(De El sol de medianoche, 1988)



Imagen superior
José Luis Reneo en Lisboa (1998), junto a la estatua de Pessoa.
Foto tomada del Catálogo de la citada exposición.

Imagen inferior
Azulejo en recuerdo de JLR
en un monumento situado en los Jardines del Prado
de Talavera de la Reina.
Foto © AJR

martes, 16 de marzo de 2010

Tres en raya



A/ Oleaje


En decasílabos de once sílabas
y hasta de nueve --raro compás--,
viene su ritmo el mar ensayando,
besa la playa y luego se va.
Y luego vuelve, marea indómita
de espuma blanca, caballo gris,
crines altivas que el sol corona
con los reflejos de una canción.
Las caracolas son eremitas
del fondo oscuro, suenan así,
lánguidas, húmedas, lujuriosísimas,
mientras la noche baja el telón.



B/ Amo idioma
(apache chapa)

Líder reconocer redil.
Redil reconocer líder.
Somos o no somos.
La ruta natural
nos la sometemos al son.



C/Analógico*

Reloj poético:
siempre que da la hora
dice «¡hai-kú!»


*Debo a Manolotel el título correcto de este haiku (俳句), inicialmente llamado «Digital».


Fotografía
«Tres en raya» © Paco Martínez (febrero 09)



viernes, 12 de marzo de 2010

La cinta blanca

Aunque me alegré de que no desbancara a El secreto de sus ojos en el Oscar al mejor filme de habla no inglesa, la verdad es que ese premio lo hubiera merecido con igual justicia La cinta blanca (Das Weise Band), la última película de Michael Haneke, una visión tan estremecedora como verdadera de los nidos secretos (u ocultados) en los que se incuba o puede incubarse la maldad y el horror en el corazón de los hombres.

La voz cascada de un narrador, del que poco después sabremos que es el maestro, no sitúa en un pueblo del norte de Alemania en los meses previos a la Primera Guerra Mundial. Nos advierte de que nos va a relatar, no sabe si con total precisión, unos sucesos extraños que turbaron la vida del lugar y cuya escenificación comenzamos a ver…

A partir de ahí, y mediante una bellísima narración en blanco y negro y una recreación de ambientes y de atmósferas que tiene toda la densidad del mejor cine clásico europeo (Dreyer y Bergman son referencias oportunas), asistimos al desarrollo de una historia que, si bien está contada con cierta intriga de “caso policiaco”, nos acaba atrapando por la verdad y la crudeza con que nos muestra algunas claves (cabría decir, llaves arrojadas a un pozo profundo) que laten en el fondo de la condición humana. Y, en concreto, en la forma en que en nuestra sociedad cristiana y occidental se trasmiten los valores a través de la educación.

Con su trama jalonada de sucesos crueles y violentos que parecen obedecer a un plan maligno minuciosamente calculado, y sobre cuyos autores en seguida tenemos tan clara como insólita constancia, el retrato cuidado hasta en el menor detalle de una comunidad rural organizada en torno a severos criterios morales acaba siendo un desvelamiento de las mentiras “piadosas” que pretenden ocultar el horror de lo que tempranamente se sospecha y sobre lo que, también tempranamente, se aprende a comprender que es algo de lo que no se puede hablar, sobre lo que se impone la negación, el ocultamiento, el disimulo y finalmente la hipocresía.

Es difícil hablar con concreción de la película sin revelar partes de la trama. Es cierto, como han apuntado algunas críticos (y ya queda dicho), que su tema de fondo es la incubación del mal. Y también resulta coherente pensar que un clima similar al que la película retrata pudo ser el caldo de cultivo donde proliferaron ciertas actitudes que no sólo hicieron posible sino que alentaron las aberraciones del nazismo. Pero La cinta blanca es aún más inquietante: su trasfondo no sólo afecta a conductas condenables por su perversión. Arroja una mirada profundamente pesimista sobre la naturaleza humana, incluidos sus impulsos más nobles. Habla, en el fondo, del inevitable triunfo de la muerte.

Dejo aquí dos de sus secuencias más impresionantes, buenos ejemplos, además, de ciertos extremos que la obra recorre y de las elocuentes escenas de aprendizaje que en ella se retratan. La primera es, a mi entender, el momento más emotivo de la película. Y sobre su preciso, maravilloso y revelador diálogo acaso se sostenga todo el complejo edificio de esta reflexión sobre el mal que Haneke ha resumido en la evocadora imagen de la «cinta blanca». Un símbolo de inocencia y pureza que todavía los niños de mi generación llevábamos sobre nuestros trajes de comulgantes y en torno al que incluso se componían fervorosos poemas votivos que algunos no hemos olvidado: «En una caja escondida / guardo una cinta de seda / que es todo lo que me queda / del naufragio de esta vida.»


martes, 9 de marzo de 2010

Mudanza


Te ven tus ojos si me miras. Mira:
la luz que nos envuelve siempre vuelve
para dejarnos ser, su cuerpo leve
apenas pesa más que una sonrisa.

Y apenas se demora, aunque reviva
en el jardín de las miradas, tenue
como ataujía oculta que retiene
tu olor, la inundación de tus caricias.

Así me lleva el día de la mano
prendido en medio de una contradanza
que es la medida impropia de mi asombro.

Y así me va sin ir un viento extraño
robándome las islas de mi alma
que están ya sumergidas en tus ojos.




Imagen superior:
Edward Hopper: Sol en una habitación vacía (1963). Col Particular.
Tomada de WebMuseum, París.


Mudar está en la esencia de la vida. No hacemos otra cosa. Aunque otra cosa sea una mudanza en toda regla. Como la que no acabamos de culminar en la Posada. Pero ya casi, ya casi.
Los Macaco, escuchando “la llamada de Mama-Tiera” (sic), lo han cantado. Con éxito.

sábado, 20 de febrero de 2010

Solar


Si fuéramos capaces de reunir
las pistas dispersas a lo largo del día.

Si pudiéramos mantener la atención suficiente
para aprehender el lado imprevisible de cada fragmento
de realidad que cruza a nuestro lado.

Si retuviéramos
en su justa medida
la intensidad de lo que fue sonido
acorde con nuestro corazón
y ya es solo el recuerdo de un eco entre la niebla.

Si alzáramos la vista para sentir
el peso de tanta soledad como nos sale al paso
y nos deja aún más solos.

Si nos fuera posible pronunciar
las palabras en las que hunden sus raíces
las flores del deseo.

Si pudiéramos librar de sus cadenas
y de sus cerrojos
el cuerpo clausurado de la alegría
y los pasadizos de la imaginación
y sus minas secretas.

Si fuéramos capaces de salvar
de la mirada ausente
y de los gestos muertos
la inusitada luz que cada día trae
como un don que no conoce dueño
ni se agota en nosotros.

Si aprendiéramos a amar el bulto de la duda
y a no tenerle miedo
al doble filo de la misericordia.

Si solo en un instante…
Si solo en este instante...

Pero se desvanece
la ingenua comitiva de los heraldos blancos
y el día ya vencido nos refleja
con la mueca asombrada
del que no alcanza
a saber de dónde nacen
ni hacia dónde van
tantos sueños y ardicias
como siguen manando
de una fuente que parece inagotable.

Vivir bajo el inmenso silencio de los astros
y saber que eso es todo y es todo:
otro anhelo irreal y un cuerpo fugitivo.



Imagen superior:
Disco solar integrante de «Espacio México»,
obra de Andrés Casilla y Margarita Cornejo.
Parque Juan Carlos I de Madrid.
Fotografía © SPM, 2009

lunes, 15 de febrero de 2010

Vasos comunicantes

La dificultad de llevar La carretera a la pantalla parecía grande, pero el australiano John Hillcoat ha sabido afrontarla con soltura. Su película (The Road) no sólo resulta cercana a la estética y la inquietante mirada de la inolvidable novela de Cormac McCarthy, sino que establece con ella un fructífero diálogo del que ambas obras salen enriquecidas ante los ojos y la mente del lector-espectador.

La novela, de la que ahora queda plenamente confirmado el carácter poderosamente visual de sus imágenes, nos vuelve a atrapar a través de las concreciones y omisiones de la película. Y la película, que consigue tener vida por sí misma, resulta engrandecida a la vez por imágenes que las nítidas y abiertas palabras del texto nos ayudan a ver mejor.

Película y novela funcionan así como vasos comunicantes por los que circulan las mismas pero sutilmente distintas emociones, el mismo clima de frío, desolación y terror aunque con gradaciones diversas, y la misma apertura final hacia un futuro incierto del que no está excluida la esperanza.

Tal vez la película resulte en algunos momentos, sobre todo por el peso mayor (aunque no desmedido) que en ella tienen los flashbacks y por la concreción de la escena final, menos dura o más reconfortante que la novela, aunque en modo alguno cae dentro de lo edulcorado o la componenda del happy end, como podía temerse.

El logro de Hillcoat se apoya sobre pilares firmes. Uno de ellos, fundamental, es la interpretación de Viggo Mortensen y el niño Kodi Smith-McPee, que consiguen poner en pie con total credibilidad a los personajes del padre y el hijo que caminan por un mundo arrasado en busca del sur y del mar, en un estado de completa carencia de todo (excepto del fuego, el real y el de la bondad y la esperanza interior) y enfrentados a peligros de los que el peor no es la muerte.

Clave es también la fotografía de Javier Aguirresarobe. Sus tonos apagados, con una infinita variedad de matices dentro de los colores terrosos, consigue trasladarnos una visión de los paisajes y el clima de la novela que, además de fiel en lo esencial, es creativa: los imaginábamos así, pero no éramos capaces (hablo por mí) de verlos con tanta claridad... quizás porque la ceniza omnipresente en el libro nublaba el panorama.

Por otro lado, aunque la adaptación fílmica, obra de Joe Penhall, adelgaza el contenido del libro, prescinde de muchos de sus secos y maravillosos diálogos (tan bien articulados en el texto) e incluso deja de lado imágenes verbales muy poderosas (como algunas descripciones épicas de las hordas bárbaras que salen al paso de los protagonistas), la historia está contada con una capacidad de síntesis que ha sabido identificar y reproducir el nervio del relato. A la hora de concretar sugerencias o de optar por variaciones respecto a la narración (el origen del desastre, el pavoroso secreto que esconde la trampilla de una casa abandonada, el encuentro del final...) lo hace con solvencia. El arranque de la película, diferente al del texto, le da a la historia fílmica un orden más lineal que tal vez evite equívocos.

Una película, en suma, que no sólo respeta sino que exalta la novela, pues nos ofrece de ella una lectura inteligente e inteligible que invita a releer. Y cuando volvemos al libro, la nueva lectura pone en marcha en nuestra mente una nueva película. Estas afinidades se explican en parte porque el lenguaje de Cormac McCarthy, además de intenso y poético, es también muy cinematográfico. Su literatura, como la de otros muchos novelistas y poetas de los últimos decenios, le debe al séptimo arte la inspiración de ciertos procedimientos para concebir imágenes y planear el desarrollo de la acción. Puede que, como se ha dicho a veces, el cine no sea más que un género literario. Pero la literatura, la escritura, es probable que ya no pueda vivir sin los recursos de la imaginación visual introducidos por el cine.

Imagen de la película tomada de Sosmovier.