Que esta historia va en serio uno lo empieza a descubrir muy tarde: el comienzo es tan sórdido, que invita a plegar la butaca y esfumarse. Paisajes decadentes y burdeles de cromo, un mozo libertino persiguiendo carne prieta, trabajos de amor propio. La trama es tan endeble y tan ligero su hilo, que uno teme que tome la deriva de un bochornoso cuento filipino. Mas la voz del poeta consigue despertarnos –solo por ella logran tener cuerpo las sombras del retrato. Unos cuantos amigos y una legión de amantes (en la belleza andrógina de Bimba puede que esté escondida alguna clave). Lo demás es un juego rara vez divertido: descubrir quién es quién en la maraña de la generación del medio siglo*. Las imágenes muestran un desnudo disfraz en cada toma –es probable que así fueran los hechos pero, sin nueva vida, a quién le importa. Los diálogos crujen como cintas de plástico, de vez en cuando un poco de alegría y una escena con sol mediterráneo. Hay momentos precisos y gestos que emocionan, aunque por lo común sólo del verbo del poeta respiran las personas. Y al final, el remedo de la muerte en Venecia, un apergaminado contoneo frente a las ruinas de la inteligencia. Al salir a la calle, la nieve cae lenta y piadosa. Jaime Gil está vivo (en sus poemas). Descanse en paz el cónsul de Sodoma.
*O dicho de otro modo: sólo un roman à clef, para entendidos.
La catástrofe de proporciones bíblicas que ha convertido a Haití en un inmenso cementerio y un territorio devorado por el dolor vuelve, una vez más (pero cada vez es única y distinta), a enfrentarnos a la enorme fragilidad humana, a la evidencia de lo indefensos que estamos, pese a nuestra sofisticada tecnología, ante los fenómenos naturales, sean éstos fruto del mero acontecer geológico o (y también) de la alteraciones que nuestra actividad ha ido introduciendo aceleradamente en el medio.
Las espantosas cifras de muertos y afectados (que aún tardarán en concretarse) se mezclan con las insoportables imágenes del sufrimiento humano. El derrumbe de los edificios más representativos y sólidos de la capital, Puerto Príncipe (el palacio presidencial, la catedral, la universidad, las instalaciones de Naciones Unidas), no permite albergar esperanza alguna sobre la suerte que hayan podido correr los míseros poblados en que mayoritariamente sobrevivía la población de la isla caribeña.
El que estas catástrofes naturales se ceben de forma tan señalada con los espacios del planeta más pobres y carentes de todo tipo de recursos (aunque ningún rincón está a salvo, como bien sabemos) multiplica sus efectos devastadores y pone en marcha una espiral de degradación que puede resultar incontrolable. De ahí la importancia de responder de forma masiva, temprana y generosa a los reclamos de las organizaciones que están recabando ayuda para Haití.
No es hora de quedarnos con el corazón encogido y la mirada perdida, alucinados ante lo que vuelven a ver nuestros ojos, inmóviles y probablemente ya por completo escépticos, convencidos de que, en verdad, no podemos hacer nada. Es hora de actuar, de ayudar, de dedicar en la forma que cada uno crea conveniente una parte de nuestro tiempo y nuestra energía –y por supuesto de nuestro dinero– a la solidaridad con el pueblo haitiano en estos trágicos momentos. Hay que arrimar el hombro.
Aunque su cine sea carne de filmoteca (o precisamente por ello) y sus historias apenas resulten memorables (¿quién recuerda en detalle, salvo alguna excepción, sus argumentos?), las películas de Eric Rohmer, organizadas muchas de ellas en ciclos (cuentos morales, comedias y proverbios, cuentos estacionales), constituyen un ejemplo de que el arte cinematográfico es (o era: los tiempos han cambiado mucho) una suerte de género literario en el que la cámara escribe al dictado de los mismos impulsos que mueven al poeta o al novelista, al imprescindible fabulador.
En el cine de Rohmer las imágenes se nos muestran como hallazgos de una mirada capaz de hacernos ver lo que tantas veces tenemos delante de los ojos sin que lo advirtamos. Y los diálogos (los maravillosos e interminables diálogos de Rohmer, tan sesudos a veces, a veces de tan banal apariencia) nos revelan la quintaesencia de la comunicación posible a través de las palabras que compartimos con los otros.
Alguien dijo, con expresión afortunada ya convertida en tópico, que contemplar una película de Rohmer era como ver crecer una planta. Y es verdad. En las obras de este hermano mayor de la «nouvelle vague» que acaba de fallecer, brilla con luz propia el lento despliegue de una sensibilidad que no pretende otra cosa que mostrar el hecho mismo del acontecer de los afectos, las emociones, la pasión, los equívocos del deseo, también el tedio y los fantasmas que forman parte de nuestra vida.
Pudimos ver las obras que le convirtieron prontamente en un nombre imprescindible de la «nueva ola» (Ma nuit chez Maud, La genou de Claire, L’Amour l’aprés midi) en proyecciones tardías de colegio mayor o en accidentadas sesiones de «cine-fórum», antes de que, ya iniciados los ochenta, acudiéramos puntualmente a los casi íntimos pero fervorosos estrenos de sus comedias y proverbios, que nos enfrentaban a historias de apariencia sencilla concebidas para ilustrar circunstancias e intuiciones vitales resumidas en frases de carácter proverbial: «No se puede pensar en nada» o La mujer del aviador, «¿Quién no construye castillos en el aire?» o La buena boda; «Quien habla demasiado acaba equivocándose» o Paulina en la playa; «Quien tiene dos mujeres pierde el alma. Quien tiene dos casas pierde la razón», en Las noches de luna llena; o, en fin, ese milagro del azar que es El rayo verde (incluyo más abajo una secuencia). Sin olvidar los cuentos contados al ritmo de las estaciones.
La muerte de Rohmer, al tiempo que levanta con su aldabonazo de ciclo cumplido una marejada de melancolía alimentada a los pechos de su propio arte, nos propone también unos deberes que no será fácil cumplir, entre tantos avatares y seducciones como nos reclaman por todos lados: revisar su cine, completar la memoria, volver a recorrer de nuevo los lugares donde la vida se nos mostró una vez como un relato íntimo, bello, inteligente. Y donde, de algún modo que ahora nos parece remoto, fuimos felices, quizás porque, ingenuos y atrevidos, creíamos que aquella forma de estar en el mundo y de mostrarlo era un puerto seguro de nuestra propia existencia.
Arriba, cartel de Cuento de invierno, tomado de Tinypic.
Ayer mismo examinaba detenidamente, entre la barahúnda húmeda y ansiosa de la FNAC de Callao, una edición especial en deuvedé de Arrebato, Leo es pardo y algunos otros cortos de Iván Zulueta, el singular director de cine, además de inspirado cartelista, fotógrafo y pintor, que este final de año tan pródigo en lluvias nos ha sido arrebatado a edad aún tan temprana (66 años) en su natal San Sebastián.
Recuerdo bien el impacto y desconcierto que su ya legendario largometraje Arrebato me produjo cuando lo vi por primera vez, probablemente fue en alguna sesión semiclandestina del antiguo cine Azul, el de las espaciosas butacas, allá por el año 1980. Aquella delirante y poética peripecia de un ser peterpanesco y acaso maldororniano, obsesionado por la filmación (fijación en imágenes) del tiempo, ha figurado desde entonces entre mis preferencias sostenidas del cine español. Una obra que sólo puedo contemplar (y la he vuelto a ver varias veces) en estado de fascinación.
Las interpretaciones de Will More, Eusebio Poncela, Cecilia Roth y de una adorable Marta Fernández Muro, incorporando trabajos muy notables (a veces únicos) de sus respectivas carreras, logran tejer una historia de vidas al límite, de sensaciones que, si tenían mucho que ver con inmediatas experiencias psicodélicas y promiscuas (no sólo en el obvio significado de esta palabra) propias del momento (eran los años de la tan cacareada «movida madrileña»), también conseguían avanzar por un camino de introspección enormemente arriesgado, de búsqueda de sentido al misterio de la vida, de indagación en el espeso bosque de una infancia que se resistía a perder sus tesoros. Un recuento del duro aprendizaje que supone vivir a fondo en la corriente de impulsos irreductibles, quizás de los riesgos que entraña la audacia de llevar hasta el límite los derroteros de una pasión, la indagación de un presentimiento.
Arrebato, que suele definirse como película de culto y obra experimental (a veces parece enlazar directamente con la técnica onírica del primer Buñuel), es en verdad una rara joya de nuestra filmografía y permanece como el legado personal de una sensibilidad afilada en el que merece la pena seguir ahondando. Y desde ella, en el resto de la obra de un creador que probablemente aún guarde secretos luminosos.
Este vídeo (uno de los muchos que pueden encontrarse en YouTube, incluidos algunos con comentarios del autor que aportan claves de interés) me parece un buen indicio del estilo y el tono de la obra.
Fotografía de Iván Zulueta, de EPA, tomada de Google noticias.
Si la detención de Juan López de Uralde y los demás militantes de Greenpeace (Nora Christiansen, Christian Schmutz y Joris Thijssen) por su tan valiente como pacífica protesta en la Cumbre de Copenhague ya fue, digámoslo de modo eufemístico, «una broma de mal gusto», el hecho de que a estas alturas aún permanezcan en prisión, y tratados como peligrosos terroristas, es una agresión sostenida con un empecinamiento que el derecho internacional no debería tolerar.
Aunque las protestas se multiplican, no parece del todo claro que ni el Gobierno español ni los del resto de países de la Unión Europea, ni las autoridades del mundo supuestamente civilizado, estén haciendo lo necesario para poner fin a este disparate. Una agresión vergonzosa y humillante que viene a subrayar con ominosa exactitud la lógica malvada del «mundo al revés».
Tampoco la prensa de mayor tirada parece estar prestando la debida atención informativa a un atentado mayúsculo, y perversamente ejemplarizante, contra quienes defienden el patrimonio de todos, la precaria salud de este planeta al que algunos se empeñan en dar por desahuciado, considerándolo pasto definitivo de un desarrollo no ya solo insostenible sino ferozmente agresivo. El delito de los militantes de Greenpeace no ha sido otro que el de denunciar una política complaciente (el cinismo no tiene límites) con las cada vez más claras señales del apocalipsis ecológico.
Da la impresión de que, quizás al socaire de una crisis económica que ha elevado hasta cotas insospechadas el fantasma del miedo, se hubiera extendido una especie de adormecimiento colectivo que es difícil no interpretar como el síntoma más preocupante de que la marcha atrás hacia el desastre ya es imparable, porque nadie con poder tiene verdadero interés en pararla.
Puesta así las cosas, si hace poco pensábamos que la Cumbre de Copenhague había sido un fiasco por la cicatería de los acuerdos logrados, ¿quién nos va a librar ahora de la sospecha de que realmente las autoridades mundiales han perdido por completo el norte de lo que el mundo se está jugando, y que se limitan a simular, con discursos vacíos si no directamente mendaces, su incapacidad para ser conscientes de los graves problemas?
El precedente de este atentando global contra la libertad de denunciar tal estado de cosas puede traer consecuencias inimaginables. O tan terriblemente predecibles, que su sola mención produce espanto.
No servirá de nada, pero hay que decirlo: con el encarcelamiento sostenido de los militantes de Greenpeace estamos en la cárcel todos los que aún mantenemos, aunque cada vez más remota, alguna esperanza de que que la especie humana no está condenada a aceptar como precio del supuesto progreso el camino minuciosamente programado (y denunciado con evidencias cada vez más palmarias) hacia su propia destrucción.
Por eso, en este final de un año crítico hasta su último suspiro, deberíamos hacer el esfuerzo de ser conscientes de que todos–y de qué modo–somos Juantxo. Y actuar en consecuencia.
De las muchas imágenes y tópicos con que, desde la más tierna infancia, la Navidad encandila, masajea y, a medida que pasa el tiempo, desborda nuestra sensibilidad, hay dos escenas del relato del nacimiento de Jesús que me siguen resultando conmovedoras.
Una de ellas es el momento en que María y José, ella con su embarazo ya cumplido, llegan a Belén para acatar la orden de empadronamiento dictada por Augusto. Otras muchas familias judías han hecho el mismo viaje, así que la pequeña ciudad está a rebosar de gente y la pareja se ve obligada a buscar refugio en un establo porque, como apunta lacónico el evangelista Lucas, «no había sitio para ellos en la posada».
Son diversos los romances, villancicos e historietas de la historia sagrada que han recreado y adornado con singular dramatismo la escena. A la luz de la nieve, que en los tiempos míticos de la infancia llegaba siempre puntual a su cita con los días más dulces del año (¿o era solo la harina que blanqueaba los corchos de las montañas del belén?), la angustia de los padres de Jesús yendo de puerta en puerta sin que nadie les diera cobijo resultaba de una crueldad difícilmente soportable y suscitaba una infinita ternura. Crueldad y ternura, dos emociones encontradas, contradictorias, que pugnaban por tener acomodo y comprensión en la sensibilidad de los pocos años.
El otro episodio navideño del que conservo vivo el recuerdo, y cuyos minuciosos ritos sigo practicando, es el de los Reyes Magos. La contemplación de las mágicas figuras de los sabios de Oriente siguiendo el brillo de la estrella por el desierto a lomos de sus camellos, además de tener por sí sola una enorme capacidad de ensoñación, estaba naturalmente asociada a la misteriosa llegada de los regalos, ese cuento prodigioso, casi exclusivo de la tradición hispánica, que quizás erala primera conspiración favorable que los adultos tramaban sobre nuestras vidas. Muchas veces, exagerando los términos de un descarado chantaje («si te portas mal, los Reyes no te traerán nada») hasta extremos capaces de dejar secuelas psicológicas. Algún colega conozco que tal vez aún no se haya repuesto de la terrible visión, a los pies de su cama, de un saco de carbón… dulce. Y otros que dedujeron que debían de ser muy malos porque sus padres eran más pobres. También tengo amigos, ya con hijos (incluso nietos), que se niegan a dejar de creer que los reyes sean… los reyes.
Pero lo cierto era que aquellos fantásticos nombres alineados de tres en tres (Melchor, Gaspar, Baltasar; blanco, rubio, negro; oro, incienso y mirra) acababan teniendo sobre sí en las entonces largas –¡pero no interminables!– fechas navideñas todo el peso de la ilusión infantil, quizás el único instinto que sigue haciendo llevadera la decretada felicidad universal de estos días.
El vídeo de YouTube que he decidido colgar en la Posada (¿una reminiscencia?) para desear felices fiestas a todos los amables viajeros que a su puerta se acerquen recrea las escenas mencionadas. Las imágenes pertenecen a la película Natividad (The Nativity History), de Catherine Hardwicke, y son de un delicado realismo que me parece muy convincente. El villancico que les sirve de banda sonora,Nadal de Luintra, está interpretado por el grupo Berrogüetto, uno de los más solventes del folk gallego.
Para cerrar el círculo de las emociones evocadas, debo apuntar que la imagen superior, que bien podría intitularse Buscando Posada, es un detalle de un panel de azulejería talabricense del siglo XVI y puede verse en la Basílica del Prado de Talavera de la Reina, mi ciudad natal. Luintra es una pequeña localidad de la Ribeira Sacra ourensana, capital moderna del municipio de Nogueira de Ramuín, de una de cuyas aldeas provienen mis raíces gallegas.
Queda dicho: ¡Felices Fiestas!
*Navidal: un viejo profesor de lengua de mi época de bachiller, preocupado por la creciente invasión de anglicismos, batalló durante años para que esta palabra fuera adoptada por la RAE para designar las postales de felicitación navideña, en sustitución del emergente chritsmas (que viene a sonar “crisma” en el lenguaje común). Su empeño, es obvio, fue en vano. Aunque hoy el término probablemente tenga sugerencias más bien gastronómicas, me ha parecido oportuno rescatar la propuesta.