De las muchas imágenes y tópicos con que, desde la más tierna infancia, la Navidad encandila, masajea y, a medida que pasa el tiempo, desborda nuestra sensibilidad, hay dos escenas del relato del nacimiento de Jesús que me siguen resultando conmovedoras.
Son diversos los romances, villancicos e historietas de la historia sagrada que han recreado y adornado con singular dramatismo la escena. A la luz de la nieve, que en los tiempos míticos de la infancia llegaba siempre puntual a su cita con los días más dulces del año (¿o era solo la harina que blanqueaba los corchos de las montañas del belén?), la angustia de los padres de Jesús yendo de puerta en puerta sin que nadie les diera cobijo resultaba de una crueldad difícilmente soportable y suscitaba una infinita ternura. Crueldad y ternura, dos emociones encontradas, contradictorias, que pugnaban por tener acomodo y comprensión en la sensibilidad de los pocos años.
El otro episodio navideño del que conservo vivo el recuerdo, y cuyos minuciosos ritos sigo practicando, es el de los Reyes Magos. La contemplación de las mágicas figuras de los sabios de Oriente siguiendo el brillo de la estrella por el desierto a lomos de sus camellos, además de tener por sí sola una enorme capacidad de ensoñación, estaba naturalmente asociada a la misteriosa llegada de los regalos, ese cuento prodigioso, casi exclusivo de la tradición hispánica, que quizás era la primera conspiración favorable que los adultos tramaban sobre nuestras vidas. Muchas veces, exagerando los términos de un descarado chantaje («si te portas mal, los Reyes no te traerán nada») hasta extremos capaces de dejar secuelas psicológicas. Algún colega conozco que tal vez aún no se haya repuesto de la terrible visión, a los pies de su cama, de un saco de carbón… dulce. Y otros que dedujeron que debían de ser muy malos porque sus padres eran más pobres. También tengo amigos, ya con hijos (incluso nietos), que se niegan a dejar de creer que los reyes sean… los reyes.
Para cerrar el círculo de las emociones evocadas, debo apuntar que la imagen superior, que bien podría intitularse Buscando Posada, es un detalle de un panel de azulejería talabricense del siglo XVI y puede verse en la Basílica del Prado de Talavera de la Reina, mi ciudad natal. Luintra es una pequeña localidad de la Ribeira Sacra ourensana, capital moderna del municipio de Nogueira de Ramuín, de una de cuyas aldeas provienen mis raíces gallegas.
Queda dicho: ¡Felices Fiestas!
*Navidal: un viejo profesor de lengua de mi época de bachiller, preocupado por la creciente invasión de anglicismos, batalló durante años para que esta palabra fuera adoptada por la RAE para designar las postales de felicitación navideña, en sustitución del emergente chritsmas (que viene a sonar “crisma” en el lenguaje común). Su empeño, es obvio, fue en vano. Aunque hoy el término probablemente tenga sugerencias más bien gastronómicas, me ha parecido oportuno rescatar la propuesta.