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Pancho en Los Narejos, verano de 2014. Foto © Ángela Pinto. |
No necesito hacer grandes
cálculos para llegar a la conclusión de que Pancho, el perro de La Posada y mascota
de la familia, es el ser vivo con el que más tiempo he pasado en los últimos
quince años. Son los que él cumple precisamente en este 20 de febrero. Una edad
que, si fuéramos a hacer caso de esos cálculos que tratan de encontrar
equivalencias entre la vida del ser humano y la de otros animales, lo
retrataría como un anciano más cercano a los ochenta que a los setenta. Lo que,
sin ser del todo descabellado, no se corresponde con su todavía buen aspecto
general, una elegante y hasta coqueta madurez, si bien no carente de achaques y
de claros y latosos síntomas de un lento
pero perceptible declinar.
Si digo que Pancho es una de las
mejores cosas que nos han ocurrido a la familia en este tiempo, puede parecer
que estoy exagerando. Puede que sí. Pero también estoy diciendo la verdad. O no
del todo: porque si algo tenemos claro a estas alturas –y seguro que quienes
compartan su vida con un can estarán de acuerdo– es que nuestro perro es uno más de la
familia. O dicho de otra forma: somos los miembros de su manada. Así que hoy
celebraremos la cifra redonda de los quince años de uno de los nuestros agradeciéndole
la fidelidad y la alegría, quizás las dos palabras que primero se me vienen a
la boca si trato de hacer un resumen de lo que Pancho significa y ha venido
siendo en estos años. Dos palabras a las que puedo añadir, a modo de pinceladas
biográficas y en claro homenaje a tan buen como extraordinario amigo, algunos
párrafos más.
Pancho, un mestizo de yorkshire
terrier, tal como lo definió el veterinario en su cartilla de identificación
(el DNI canino), llegó a la familia desde Segurilla, su lugar de nacimiento, el
5 de abril de 2001, como regalo de cumpleaños, también familiar, vía María y
Jose, para Clara, mi hija. Yo nunca había convivido con un perro, sí con varios
gatos (Morito, Voyou, Sugar…), en diferentes momentos y circunstancias, y tenía
una gran admiración por la elegancia e independencia felinas. Así que en
principio no era muy de perros. De hecho, creo que si me hubieran pedido
opinión previa, hubiera puesto algún reparo.
Pero lo cierto es que Pancho me
ganó desde el primer momento. Para ser exactos, desde la primera noche: como no
cesaba de llorar en el rincón algo apartado que le habíamos asignado en la casa,
acabó durmiendo en la alfombra de mi lado de la cama, aferrado a mi mano, que
en aquel momento debió de ser para él lo más parecido al calor perdido de su
madre. Es probable que esa experiencia marcara nuestro destino en común.
Los acompañantes de perros (iba a
escribir «dueños», pero conviene llamar a las cosas por su nombre) podemos ser
muy pesados describiendo las mil y una cualidades que adornan a nuestras
mascotas. Fidelidad, gracia, sensibilidad, listeza… son algunas de las palabras
que suelen oírse en boca de quienes cuentan y no paran. Todas son ciertas en el
caso de Pancho. Así que me las ahorro. Sólo me detendré en destacar lo que
puedo definir como el principal rasgo de su personalidad: un carácter fuerte,
que se demuestra tanto en la apertura de miras y la valentía con que se
relaciona con el mundo, como en la
aguerrida manera con que defiende su comida, sobre todo si cree que
alguien puede disputársela. Y hasta en
cierta tozudez o incluso empecinamiento en no obedecer algún tipo de orden; verbigracia,
la de que suelte algún «tesoro», comestible o no, encontrado en la calle. Aún
conservo en mi mano derecha, por encima del pulgar, una mínima cicatriz que es
huella de un intento de quitarle un hueso que me pareció que podía dañarle.
A vueltas con el nombre
Ese carácter franco y valeroso se
puso de relieve de forma tan temprana que cuando el veterinario nos preguntó el
nombre del animal, no dudé en añadir al «Pancho», que había decidido sin
posible réplica Sagrario, un «Valiente» a modo de apellido, y así figura en su
cartilla. De buena gana hubiera incorporado también, para completar la filiación, un
«Orejudo», como rasgo evidente de fisonomía. Pero tampoco quería que el galeno
de canes me tomara, además de por un excéntrico, por alguien redundante. Lo
cierto es que todavía hoy a los niños
que me preguntan «cómo se llama el perrito» suele decirles que Pancho Valiente
Orejudo. Y, por lo común, le vuelven a mirar con muchísimo más respeto.
Ahora sé que Pancho no podría
haber tenido un nombre más apropiado. Sagrario, una vez más, tenía razón. Pero
yo durante algún tiempo, tal vez cinco o diez minutos, fantaseé con la idea de
que se llamara Chéspir, mitad por indisimulada pedantez, mitad por sonoridad. Lo de Valiente, lo
confesaré también ahora, además de por lo del carácter, fue un intencionado homenaje al poeta Valente, que tenía un muñeco que se
llamaba Pancho e incluso le dedicó un poema.
De cualquier forma, lo que está
fuera de toda duda es que la “che” parecía como predestinada para Pancho. La
primera vez que salió a la calle fuimos al parque de Berlín, y allí hizo su
primer amigo: un perrillo eléctrico, de pelaje intensamente negro, con motas
marrones en las patas y hociquillo punzante. Era un pincher. Se llamaba Pincho.
Lamentablemente, le perdimos pronto la pista. Su dueña también era muy guapa.
Un can enciclopédico y filósofo
Cuando Pancho llegó a casa, yo
iniciaba una nueva etapa profesional. Acabábamos de crear Letraclara, una pequeña empresa de servicios editoriales que se estrenó con una
ardua tarea: la actualización de la enciclopedia Espasa en la que acabaría
siendo su última y parece que definitiva edición. El trabajo, que realicé
coordinando un equipo de excelentes profesionales, compañeros y sin embargo
amigos, suponía nada menos que el chequeo y expurgado de los 70 suplementos
(unas 80.000 apretadas páginas) que la venerable enciclopedia había ido
publicando desde 1934, para actualizarlos y transformarlos en ocho manejables
volúmenes que prolongaran la vida práctica de una obra que se había vuelto,
además de obsoleta en muchos aspectos, del todo ingobernable.
Aquel trabajo, que realizábamos
casi en cadena, me llevó a mantener durante algunos años un horario nocturno y
solitario (ya lo hacíamos todo on-line), en un estudio cercano a mi domicilio. Y como para entonces, en la
distribución familiar de turnos para sacar a Pancho a la calle, se me asignó el de la noche, solía llevármelo
al despacho. Y allí, dormitando entre suspirillos o roncando a pierna suelta (y con las dos en alto) sobre un cómodo sillón que convirtió en su cubil, Pancho asistió a
todo el trabajo enciclopédico y a no pocas conversaciones –la mayoría de las veces por teléfono, pero también
presenciales– sobre los más variados temas.
Doy fe de que en más de una
ocasión, en pleno fragor de una charla de madrugada acerca de la conveniencia o
no de incluir una biografía o sobre qué extensión darle a los hallazgos que se
iban produciendo en Atapuerca, vi cómo Pancho levantaba unos ojillos muy
espabilados, me miraba, no sé si con admiración o con misericordia, y después
apoyaba la cabeza sobre las patas delanteras y adoptada una postura a lo Anubis
en la que podía permanecer durante mucho tiempo. Más de una vez estuve tentado
de pedirle consejo, como el que consulta a un oráculo. Incluso creo que alguna
vez lo hice. De esos estados solían sacarle los distintos sonidos del
ordenador, que acabó reconociendo con exactitud. Cuándo aún no se había iniciado
la ráfaga de la musiquilla de Windows que marcaba el cierre de la sesión,
Pancho ya había saltado de su sillón y estaba moviendo el rabo cerca de la
puerta. En esas actitudes, unidas a la
decidida defensa de su comedero, me inspiré para dedicarle unas coplillas, cuya estrofa inicial decía:
Mi perro es
un gran filósofo,
todo el día está pensando:
cuando no
piensa en su pienso,
piensa en el
pienso de Pancho.
Las historias pendientes
Podría contar otras muchas cosas,
un sinfín de anécdotas. Tal vez algún día lo haga. Hablar por ejemplo de las
«charlas» de Pancho con su más antiguo amigo, Monty, un west highland white terrier
con el que, sin hacer caso de viejas y humanas rivalidades (inglés frente a
escocés), mantiene una relación muy cordial, convertida a estas alturas en una
de las más sólidas amistades caninas de La Prospe, nuestro barrio madrileño, por el que
hemos dado juntos tantas caminatas nocturnas.
O la terrorífica aventura del husky
talaverano: tal vez el momento de mayor terror de la vida de Pancho, si se
exceptúan los enfrentamientos con Túbal, el enorme perro lobo (¿o era un pastor alemán?) del quinto, de unas cinco o seis veces su envergadura, y con el que no solo no estaba dispuesto a compartir territorio sino que era
capaz de hacerle frente, como ahora le pasa con Rocky, el setter del segundo. Y
las relaciones con sus parientes caninos: Lucas, hermano de sangre, o Dimas,
primo por parentesco diferido, al igual que Lúa y Riky, sin olvidar al
indescriptible Lupo, que tenía alma y hocicos de simio, o a la pequeña y dulce
Cleo, la última llegada a la gran manada de los Ramos y los Pinto y allegados.
En unas hipotéticas memorias de Pancho no faltaría el recuerdo de
los meses aquellos en los que gozó de cierta fama en las ondas, en su papel de
perro de Farero, en el programa Hablar por hablar, en la época en que lo conducía Mara Torres. Ni la mención de los cuentos y poemas que ha protagonizado en
algunos libros con los que todavía aprenden a leer los niños españoles. O las
largas temporadas en el Mar Menor, las carreras por la playa, la desconfianza ante
el rumor y el trasiego de las olas. O la marcada evolución en sus referentes
humanos (la cambiante percepción del orden en la manada), que le ha llevado a
convertirse, ya desde hace años, en la sombra de Sagrario, hasta extremos que
parecen difíciles de creer. También en esto, somos amigos de aficiones compartidas. O, en fin,
la curiosa, contradictoria, intensa relación con su verdadera dueña, mi hija Clara,
que a estas alturas es la que mejor conoce todas sus intenciones y sus estados
de ánimos (y viceversa). Y a la que, tras años de rivalidades y disputas, y sin que hayan cedido del todo, ha terminado
por convertir en su mejor amiga.
Pancho es un personaje muy
importante de la historia familiar y es una suerte poder seguir contando con su
compañía. Ahora ya no está tan a menudo conmigo en el lugar donde trabajo, pero
seguimos compartiendo madrugadas en las que, con la casa en silencio, le gusta
venir, pasito a paso y algo desorientado, hasta el salón, a ver qué hago. Y se tumba
a mi lado y me mira como preguntándome si también a mí me parece que este
invierno está haciendo un frío más raro que nunca. Y luego suspira un poco, se hace un ovillo y se duerme.
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Día de Viento en el Puente de Hierro, en Talavera. Con Clara y Pancho, en 2007. |