Más que a través de sus novelas realistas, apenas leídas al hilo de obligaciones escolares y pronto olvidadas (sin duda injustamente), mi pequeña experiencia de la narrativa de Ana María Matute galopa gozosa por el extraordinario reino de Olar, fantástico escenario medieval de Olvidado Rey Gudú, la novela que la escritora hoy galardonada con el premio Cervantes publicó en 1996, ante la sorpresa de un amplio sector de la crítica que no acababa de entender por qué, tras varios años de silencio, la autora se decantaba por la vertiente fantástica de su obra.
Recuerdo los días (más bien las noches) que pasé sumergido en las casi mil páginas de una narración que, no sin recovecos a veces excesivamente laberínticos, consigue poner en pie un territorio autónomo de la imaginación. O, lo que es lo mismo, un lugar en el que es posible vivir con la suficiente intensidad como para que la experiencia tenga valor por sí misma. Y que incita, además, a replantearse el sentido de muchos aspectos de la realidad. Es decir, los mismos ejes que mueven la gran literatura.
Años después, a finales de 2001 o acaso ya en 2002, la experiencia se prolongó con Aranmanoth, novela breve que podría parecer una rama desgajada del frondoso tronco guduesco, aunque en ella era evidente una inequívoca querencia por la mitología norteña (y, más en concreto, astur, o al menos así me lo pareció a mí), con su predilección por el musgo legendario de los espacios umbríos y los secretos arrancados al corazón del bosque.
Al calor de esos recuerdos, hoy me alegra mucho ver tan alegre a esta mujer, contemplar la energía de sus 85 prodigiosos años y el gesto tan vivo y tierno de sus manos (manos de alguien que ha vivido mucho), con esos dedos leñosos de hada silvestre y libre con los que ha ido tejiendo la tela maravillosa de historias como las mencionadas y otras muchas que justifican sobradamente un reconocimiento que ya tardaba en llegar.
Brujuleando por Youtube en busca de algún documento visual para ilustrar esta nota, llego a este insólito pero divertido homenaje musical, tras el que parece esconderse algún secreto amor de lector agradecido. O quizás sólo la seducción por la eufonía de un nombre. Aquí lo dejo.
La fotografía de Ana María Matute es de Jesús Domínguez; la he tomado de elmundo.es, edición de Andalucía.