Dicen las últimas crónicas que de las varias veces que los humanes, en la cadena evolutiva y ancestral, estuvimos a punto de palmarla de modo completo y definitivo —o sea, extinguirnos—, una de las más cruciales se produjo, y como que me quiero acordar, hace 930.000 años, más o menos; e incluso podría, si me aplico, dar cuenta de algunos nombres o gruñidos o gañidos con los que tratábamos de distinguirnos unos de otros los entonces apenas sujetos, calculo que no más de unos pocos escasos centenares, si bien esto será, a qué engañarnos, más invención que memoria, sobre todo si se tiene en cuento que el yo humanal para entonces sería de cariz hipotético-disyuntivo. Pero con todo y con eso, sí doy por sentado que, si bien ya lo había intuido otras veces y tal vez incluso fabulé ponerlo en práctica, fue ese el momento preciso y la hora justa en que me vino a nacer la consciencia de que sobre la línea del horizonte empezaban a coincidir los ejércitos de luz en retirada y las huestes de las sombras al acecho…, y aclaro que esto es solo un modo algo simple de verlo: el combate real sin duda fue y sigue siendo mucho más estruendoso; pero ahí se vino a plasmar —me acuerdo como si aún estuviera sucediendo y de modo imparable— el instante en que me fue revelado el sentido de la obra toda, tal vez de la vida, o lo que es lo mismo: el acceso pleno, rotundo, incontrovertible y de una sola vez al secreto del “dolce stil nuovo del dolce far niente”, toda una revolución. Y desde entonces.
(LUN, 273)