martes, 6 de septiembre de 2016

Alumno con mula


Al volver sobre mis pasos, siempre encuentro las mismas palabras sonando desde el fondo de un lugar que, a medida que se aleja, cada vez me parece más cercano. Es el pozo que había en mi casa de niño, al que me gustaba tirar piedrecitas, también algún canto gordo, para aguardar el chasquido del agua y los brillos lejanos, y sobre cuyo brocal solía dar voces que no tardaban en regresar cargadas de misterio, como si allí abajo hubiera alguien dormido esperando mis palabras. 

No había ninguna intención extraña en esas niñerías. Tal vez sólo la ilusión de que el mundo no fuera tan tosco ni tan plano como lo que sugería el uso inmediato del agua de aquel pozo, un agua gorda, no muy apta para el consumo humano, tan distinta de la que bebíamos en la aldea gallega, pura delicadeza de frescura y sabor (que el agua se considere insípida, aunque de forma objetiva lo sea, siempre me ha parecido una grosería). 

Ese agua, aparte de para las tan laboriosas tareas higiénicas de entonces, en una sociedad que aún desconocía el uso generalizado de los grifos dentro de las casas, servía para dar de beber al ganado, en concreto a las tres o cuatro decenas de mulas que habitaban las cuadras del gran corralón que se extendía  a lo largo de toda la calle y que eran la ocupación principal de la familia, abuelos, tíos y padre, todos ellos agricultores reconvertidos en tratantes, dedicados al trato de la muletería, actividad que consistía en comprar y vender mulas, incluidos los llamados «machos», también algún caballo o yegua, pero sobre todo caballerías de sexo estéril, aptas para la arada, la trilla, el acarreo y otras tareas propias de aquella sociedad agrícola que ya es pura leyenda. 

Los animales eran traídos desde Galicia, de las ferias de Monterroso y otras, inicialmente en largas caminatas por rutas de trashumancia, con paradas en curros, corrales o establos ya previstos, o en pleno campo abierto. Aunque en los tiempos de los que hablo, lo habitual era el transporte en trenes, estabuladas las acémilas y las demás caballerías en vagones especiales que alguna vez vi descargar en la estación de Eburia.

Al caer la tarde, era habitual que las mulas fueran sacadas de las cuadras en que pasaban la mayor parte del tiempo y en grupos de ocho o diez eran conducidas a la gran pila, alta y alargada, cercana al pozo, que ya había sido llenada de agua y donde era un gusto verlas abrevar, mientras mi padre o mi tío o, más a menudo, uno de aquellos «criados» (así se les llamaba a los mozos de mulas), tan diestros en el manejo de todo lo relacionado con su cuidado, silbaban sin parar una melodía simple y monótona, una especie de gorjeo sostenido que, al parecer, era necesario para que los animales cumplieran de forma más rápida el trámite de saciar su sed. 

De aquellos años aún me llegan a veces, envueltas en imágenes que me sorprenden en el sopor de media tarde o en algún sueño, algunos de aquellos tercos sonidillos que tienen sobre mí, alumno de esas y otras viejas lecciones de un mundo ya desaparecido, el poder de sembrar en mi cabeza una ambigua sensación, extraña mezcla de nostalgia y tristura, de la que sólo consigo librarme bebiendo un gran vaso de agua. Fina y fresca, a ser posible.       

Reata de mulas. Foto de autor desconocido. Tomada de aquí.

6 comentarios:

Navajo dijo...

Fascinante esa ventana que abres a otro mundo, ya desaparecido, y a ese niño curioso y sensible en el que ya se te reconoce. Tal vez podías seguir por ahí.
Un abrazo

Alfredo J Ramos dijo...

Gracias, Navajo. Me reconforta tu opinión. Por intentarlo que no quede. Aunque siempre le ronda a uno la pegajosa sospecha de estar contando batallitas, literalmente extemporáneas y con toda probabilidad evanescentes. Pero esa memoria somos, en lucha mientras se pueda contra el olvido que un día seremos. Por lo demás, a ese itinerario de la muletería (donde intuyo que hay un buen trasfondo antropológico y hasta algo de épica andariega) se debe mi nacimiento fuera de Galicia, en Castilla, que se decía (y se dice) por la Ribeira Sacra: el primer no galaico, en sentido territorial, de la familia por ambas ramas (los Ramos y los Campos, que ya es difícil ser más "natural"). Deberían haberme llamado Palinuro, ja ja. Menos mal que nadie se dio cuenta.

fcaro dijo...

Algún día nos daremos cuenta, Alfredo, que somos la última generación agraria de España. Que después de nosotros nadie volverá a vivir esa experiencia de los animales en las faenas del campo que tú bien señalas. Y tenemos la responsabilidad de dejarlo escrito porque los que vengan solamente lo sabrán por lo que contemos, carecerán de experiencia vital. Ayer, como una reliquia, tomé ajoblanco. Los pastores lo elaboraban desde la miseria de su estado, desde la parquedad de los suministros. un ajo, unas almendras, agua fina y los mendrugos del pan. Minimalismo prehistórico. Una delicia. Recuerdo de mi infancia que comprar una yunta de mulas era la mayor inversión en décadas de un agricultor pequeño. Tener una yunta de mulas era signo de status labrantío. los ricos se contaban por las yuntas de mulas que mantenían. Bienvenido, amigo a esta realidad urbana y desestabilizadora.

Alfredo J Ramos dijo...

Gracias, Paco. Interesante y digno de reflexión lo que dices, además de valioso como recuerdo de un mundo en extinción. Ay, el ajoblanco, qué delicia. Por fortuna, se ha recuperado en la nueva cocina. No se me va de la cabeza uno que tomé una vez en Olivenza. Un abrazo (y confío en que no tardemos en vernos en algún "sarao").

Antonio del Camino dijo...

Causa de mi silencio es "la caló", que me tiene "derrengao". Varias veces he leído este "fragmento de inventario", visualizando el lugar y acercando aquellos corralones y la caballería (que a vista de las aguas descendía); mi paso diario por allí, durante el verano, rumbo a los tristemente desaparecidos "Arenales"... Evocadoras palabras, Alfredo, que ponen en marcha la rueda de la memoria y la distancia. Preciosa entrada.

Un abrazo.

Alfredo J Ramos dijo...

Gracias, Antonio. Y es verdad que hace un calor matador, aunque el silencio es buena razón en sí mismo. Pero siempre es reconfortante tu sintonía, y más en casos como este, por tu condición de testigo coetáneo y especial. De aquellos "corralones" me parece que solo sobrevive uno, en la calle que dicen del Cristo de la Guía, mítica sobre todo por brindar las delicias del Polo Norte, milagrosamente aún abierto, creo, pese a todo el deshielo y las múltiples piquetas y avatares que han sobrevenido. El texto, que inicialmente fue solo el palíndromo del título y poco después la foto, iba para "micródromo" puro y duro. Pero al volver sobre sus pasos caí en la cuenta (y sí, autocorrector, también en la cuneta, ¡qué cruz!) de que esas huellas eran en realidad las mías y, mula mediante, no tuve más remedio que ponerme a escarbar en la memoría. Y así fue, como bien apuntas, inventariado el fragmento y fragmentado el tiempo para ser contado, mientras nos cuenta, y todo ello a vista de las aguas que no volverán pero aún suenan en algún lugar de nuestros sueños . Celebro que te haya traído recuerdos agradables. Un fuerte abrazo. Y a ver si por fin el verano va haciendo mutis. Por el Foro y por todo el resto.