En aquel tiempo, todos teníamos un ángel. Si eras limpio de corazón y de sentidos despiertos, fácilmente podías ver su sombra en la cabecera de tu cama. Ayudaba mucho que la cama fuera de metal niquelado y que la luz penetrase en tu cuarto a través de un gran ventanal. También resultaba sencillo sorprender el bulto de tu ángel andando a tu lado, o un poco por detrás, camino del colegio en los días de niebla. Con frecuencia te dabas cuenta de que el ángel te estaba mirando al entornar una puerta o al pasar delante del escaparate de la tienda de lámparas. Uno de sus milagros más comunes, a la vez que la mayor prueba de su existencia, era el baile de motas de polvo al trasluz que el ángel ejecutaba para ti en los lugares más insospechados y en momentos que parecían robados al sueño y que, por eso mismo, contemplábamos con ojos bien abiertos. El ángel, nuestro ángel de la guarda, era el primer amigo imaginario. Y como ocurre con todos los amigos, no siempre nos llevábamos bien con él. A veces nos agobiaba su presencia en situaciones que exigían total intimidad. También temíamos que en el fondo fuese sólo un espía. O, aún peor, un chivato capaz de vendernos a las primeras de cambio revelando a los demás cosas que eran secretas incluso para nosotros. Con el paso de los años, esa sospecha podía volverse insoportable y con frecuencia llegaba el momento en el que el ángel se convertía en un grave problema. Entonces intentábamos deshacernos de él pintando cruces rojas en las encrucijadas, dejando vasos de agua en la mesilla de noche, o inventándole nombres descabellados que escribíamos en grandes carteles por toda la ciudad. Perplejo, alicaído, tal vez abochornado, el ángel no tardaba en dejarse vencer por las continuas burlas y poco a poco se iba desfigurando hasta borrarse por completo de nuestro horizonte. Si tenías suerte, una mujer de luz le tomaba el relevo y la vida seguía su camino sin nostalgia de ángeles. Pero no podíamos estar del todo seguros de que el secreto que el ángel conocía hubiera desaparecido con él. O que no se lo hubiese comunicado en sueños a la mujer de luz, de modo que lo que hasta ese momento creíamos ternura o incluso amor, en realidad fuese sólo la flor de la misericordia. En aquel tiempo, todos teníamos un corazón limpio y la alegría era una planta que brotaba en cualquier lado.
(Para mis amigos Carmen y Antonio, en la intersección de estos días de enero.)
Imagen superior: La huida, de Remedios Varo, óleo sobre masonita, 1961.
Museo de Arte Moderno de México.
6 comentarios:
Gracias, Alfredo, en el nombre de Carmen y en el mío propio. Emotivo relato con el que, como puedes suponer, me identifico.
Un fuerte abrazo.
Gracias, Antonio. Y que los ángeles nos sean propicios en el nuevo año (o, al menos, no nos den mucho la lata ;-) )
Muy bonito...
Gracias, Nando.
Me ha gustado mucho el relato. Te atrapa desde el principio y es mágico. Un abrazo. Procedo a demostrar que no soy virtual o... ¿quizá si? ;)
Carlos Ramos
Gracias, Carlos. A ver si un día aprendo a suprimir esas enojosas alambradas antispam que convierten el hecho de dejar un comentario en todo un problema metafísico. Menos mal que la parte "virtual" que todos tenemos (incluso los robots ;-) sabe tomárselo como palanca para darle una vuelta de tuerca a la pérdida de tiempo, tarea en el fondo imposible... Es un placer verte por aquí.
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