Entre las figurillas del belén que poníamos en casa siempre me gustó especialmente la lavandera. Quizás porque de niño, en los veranos pasados en Galicia, aún alcancé a vivir la experiencia de acompañar a mi madre a lavar al arroyo del Pereiro, al pie mismo del lugar donde la sierra casi llegaba a rozar las casas del pueblo. Allí solían coincidir muchas veces, al amparo templado de o raio de mediodía, varias comadres con sus tinas de zinc y sus lavaderos de madera. Aunque a menudo eran unas anchas lascas graníticas las que servían de soporte para frotar sobre ellas la ropa. Mientras se hacía la colada y las prendas se secaban al sol sobre la hierba, los niños nos adentrábamos un poco en el monte. Nos gustaba escuchar, bajo los gruesos cables del tendido eléctrico que venía desde el cercano embalse del Sil, el chisporroteo de "los duendes de la luz", a los que imaginábamos feos y terribles, por algo en las grandes columnas metálicas que los sujetaban se avisaba de que existía peligro de muerte. Con más frecuencia seguíamos el cauce del riachuelo y lo cruzábamos de un lado a otro procurando no mojarnos los pies, no siempre con éxito. También íbamos a aquel recodo en el que una vez vimos pudrirse la carroña de un enorme lobo que días antes había estado colgado a la entrada de la única tienda del pueblo, tras ser cazado por hombres del lugar. Aunque debían de haber pasado al menos un par de años desde aquello, el olor seguía siendo nauseabundo. O eso creíamos. Y pese a saber que existían razones claras para tenerles respeto a los caminos de la sierra, más de una vez nos adentramos monte arriba y, mitad en broma, mitad explorando sensaciones verdaderas, jugábamos a que nos habíamos perdido. Quizá fuera solo para experimentar la alegría de volver al corro de las madres, que ya estaban recogiendo las sábanas y los bártulos, y al poco, con las tinas de ropa limpia sobre la cabeza, nos apremiaban para emprender la vuelta a casa. Las tardes del verano tenían entonces una duración casi infinita y, por el camino, aún nos daría tiempo a ver hundirse lentamente el sol entre las formas redondeadas de Cabeza da Meda y a sorprender algún hilillo de luz resbalando por las hojas de un castaño. Estos recuerdos me asaltaban el otro día mientras contemplaba en el Museo del Prado el magnífico cuadro de Martín Rico que encabeza estas líneas. Y me ha parecido una buena idea traerlo a la Posada y colgarlo en el salón de fiestas para desearle a todos los huéspedes y transeúntes una muy feliz Navidad. Al fin y al cabo, la Navidad es sobre todo un tiempo de infancia. Uno tiene la impresión de que con el correr de los años pierde mucho.
Martín Rico: Las lavanderas de La Varenne, 1865.
Óleo sobre lienzo. Museo del Prado.
(pulsando sobre la imagen puede ampliarse)
4 comentarios:
Una idea estupenda que lo hayas traído, así la próxima vez que vaya al Prado, lo buscaré, nunca me fijé antes y me parece precioso y original.
Un fuerte abrazo y Feliz Navidad
Hermoso cuadro y hermoso "fragmento de inventario" de un tiempo de niñez al que siempre (y conforme pasan los años, mucho más) volvemos.
Felices navidades.
Abrazos
Ay! me has transportado a lugares y vivencias prácticamente iguales.
Recuerdo a mi tía, regresando con su tina de zinc en la cabeza llenita de ropa...
Pero mi imagen de esos momentos, es verla en un huerto que le caía de paso en el camino de vuelta, recogiendo alguna lechuga o algún tomate para la ensalada de la cena, sin bajar en ningún momento su carga. Entonces no le daba importancia alguna, ahora, me parece alucinante. En fin! preciosas as tuas lavandeiras.
Felices días, Alfredo, estos y todos! Un abrazote!
Virgi, Antonio, Cristaliña: ¡gracias a los tres! Aunque sea muy tardíamente, no quiero dejar sin contestación vuestras cariñosas palabras.
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