No parecía que hubiéramos elegido el mejor día para acudir a la cita inexcusable de la Feria del Libro del Retiro, uno de esos (pocos) ritos que a estas alturas uno mantiene no solo por fidelidad sino con verdadero placer. El sábado 12 amaneció nublado y la mañana se fue concretando en una lluvia menuda y lenta, con algunas breves ráfagas de mayor ímpetu, que si no impedían el deambular entre las casetas y carpas sí obligaban a moverse con cuidado. Pese al mal tiempo, la Feria tenía un aspecto no animado pero sí animoso. Y es que en lo tocante a la lectura, como respecto a la música, hay un público fiel hasta el heroísmo. En todo caso y por fortuna (que editores y libreros perdonen mi egoísmo), el agua traía consigo una ventaja: se podía transitar sin aglomeraciones sardineras ni sudores de granja propios de los días de gran sol. Un ambiente propicio, en suma, para curiosear con más detenimiento entre las novedades y prestar la atención debida a las nuevas editoriales y colecciones, que pese a la crisis crecen como hongos (o eso parece). Y también para saludar con más calma a algún viejo amigo o colega del mundo editorial que siempre nos sale al paso. O para husmear un poco en la tan cacareada jaima de las grandes firmas, a ver si en ella quedaba alguna huella del retorno, ya como académico, de Pérez Reverte (El asedio) al lugar del que se marchó protestando por las formas de medir quién la tenía más larga (... la cola de demandantes de firmas). Y, en fin, con la oportunidad de poder intercambiar algo más que un murmullo con algunos de los autores que estarían firmando. Esto último, por inesperado (generalmente la Feria en un fin de semana es el lugar menos indicado para hablar con nadie), acabó siendo lo más agradable.
El escritor Fernando Iwasaki. © Paco Sánchez Así, en conversación con el escritor peruano afincado en Sevilla Fernando Iwasaki, y con las barrocas historias de su novela Neguijón (2005) como telón de fondo, le pregunté por su relación con un amigo común, el poeta Vicente Tortajada, fallecido en 2003. Iwasaki, que ha convertido a Vicente en personaje poderoso de algunos de sus libros –principalmente en la narración citada, que leí en su día con sorpresa y entusiasmo–, me contó un par de detalles entrañables del amigo desaparecido y me puso en la pista de otra de sus publicaciones, La caja de pan duro, un libro recopilatorio de crónicas televisivas en el que, al parecer, Tortajada también está presente. Ya lo estoy buscando (no lo encontré en la Feria). Y junto a esta, alguna obra más de un autor que lleva sangre japonesa en sus venas y que posee un envidiable instinto lúdico para los títulos: Helarte de amar o España, aparta de mí estos premios son dos de ellos. Según fuentes fiables, los relatos contenidos en el segundo, que es su obra más reciente, son tan enjundiosos como desternillantes.
En la caseta de la Librería Bertrand estaba Manuel Rivas, sin duda el escritor gallego con mayor proyección de las últimas décadas. Fuimos compañeros de clase cuando ambos iniciábamos los estudios de periodismo en la Complutense y, pese a que he seguido (y sigo) con muchos interés y admiración tanto su obra poética y narrativa como sus artículos y reportajes, nunca desde entonces había tenido la oportunidad de volver a hablar con él. Fue generoso con su tiempo y sus palabras, también con sus hermosas dedicatorias de paraguas dibujados a pluma, acordes con el día.
Charlando con Manuel Rivas. Foto SPEn la apretada pero intensa charla que mantuvimos salieron a relucir muchos temas, entre ellos el reciente y enojoso rifirrafe con
Felix de Azúa o algunas peripecias policiales de los tiempos en los que no era infrecuente que tuviéramos que acceder a la Facultad a través de un cordón de “grises”. Y el recuerdo, en este caso feliz y divertido, de las clases de historia contemporánea impartidas por
Carmen Llorca («un persona verdaderamente liberal», la definió él con palabras que suscribo), junto a la evocación, por mi parte, de la figura sabia y amigable de
Juan Cueto. Sonrió abiertamente cuando le mencioné el día aquel en que Cueto manifestó, de forma pública y por escrito, que los quesos que antes solía llevarle como regalo a
Cunqueiro, cuando viajaba de Asturias a Galicia, tendrían desde aquel momento un nuevo destinatario: Manolo Rivas. Quizás sea este el más envidiable, desinteresado, original y hasta poético, aparte de exquisito, reconocimiento que se haya hecho de la valía de un autor en estas tierras tan dadas por lo común al cainismo. Se me olvidó preguntarle si Cueto ha cumplido su promesa. Hablamos, claro, de
Galicia, de la Ribeira Sacra, que es tierra que
O’Rivas (así rubrica) conoce bien. Mencionó con entusiamo sus viajes por el espacio fronterizo entre Ourense y Portugal, esa franja denominada
A Raia, cercana al Parque do Xurés, donde nos dijo que en su opinión se encuentran algunos retazos de la Galicia más profunda. Ya al despedirnos le pregunté por
Lois Pereiro, el malogrado poeta gallego (falleció víctima del envenenamiento por aceite de colza), del que Rivas fue íntimo amigo. Me dijo que estaba preparando una amplia
escolma (antología) de su obra. También que un grupo de amigos batallaba para que la
Academia Galega le dedicara uno de los próximos Día das Letras Galegas, como forma de recuperar los logros de una trayectoria creativa frustrada por la muerte pero sin duda valiosa.
Pese a su joven madurez, Rivas va camino de convertirse en todo un maestro, si es que no lo es ya. Para quienes amamos la literatura gallega es una gran suerte contar entre nuestros contemporáneos con alguien que aúna tanta calidad literaria como coraje cívico. Baste recordar, en este segundo aspecto, su papel al frente del movimiento ciudadano surgido cuando el desastre del
Prestige, o su trayectoria como cofundador y militante de
Greenpeace en Galicia.
En la caseta de
El Buscón, que es la librería por antonomasia de
La Prospe, nuestro barrio, estaba
Luis, librero y amigo, tocado con uno de sus elegantes sombreros. Me acerqué a saludarlo y advertí que a su lado firmaba ejemplares
Belén Gopegui, u
na de las novelistas que mayor consenso concita entre críticos de muy diversa condición. Aunque he leído alguna de sus novelas, no tengo una opinión fundada sobre su obra; sólo sabría decir que me parece la suya una escritura tensa y exigente. Como de alguien que se toma la tarea muy en serio. Gopegui conoce bien el barrio de Prosperidad, en el que vive o ha vivido. Según nos comentó, para escribir su última novela,
Deseo de ser punk, se inspiró en parte en la
Escuela Popular de la Prospe, toda una institución en la educación de adultos. La novela cuenta una dramática historia de aprendizaje y de búsqueda del propio camino hacia la libertad. Espero tener en breve ocasión de leerla. Animan a ello, además de los elogios de la crítica, el que es un volumen con las garantías que suele ofrecer Anagrama. Y la sugerente foto de
Iggy Pop en la cubierta.
La mañana aún daría más de sí. En un rincón me crucé con el novelista
Juan Eduardo Zúñiga, caminando muy erguido, con su admirable perfil de escritor ruso de los que ya no quedan. Iba en compañía de su mujer,
Felicidad Orquín, una gran experta en Literatura Infantil y Juvenil, a la que me une una relación muy cordial fraguada en algunos trabajos compartidos. Me acerqué a saludarlos bajo la lluvia, muy fugazmente, porque iban con mucha prisa camino de una cita con el profesor y crítico
Fernando Valls, uno de los mejores conocedores de la obra del escritor. Zúñiga, del que siempre recuerdo el tono perfecto, mesuradamente dramático, con que una vez le oí leer su propia obra, es un autor que ya va ocupando el lugar que le corresponde en los balances críticos. Y no sólo por su inolvidable trilogía de cuentos sobre el Madrid de la guerra civil.
En muy mejorable compañía, concretamente por su derecha según se mira al MAR (también la ceremonia de las firmas a veces hace extraños compañeros de caseta), vi al escritor y periodista
Javier Reverte, uno de los maestros de la literatura de viajes, género en el que también colaboró con la editorial
Anaya Touring, donde lo conocí allá por los primeros 90. Javier Reverte será una de los “platos fuertes” del
Encuentro Internacional de Literatura de Viajes (LITVI) que se celebrará a partir del día 20 en Santiago de Compostela, dentro de los eventos del
Xacobeo 2010, y al que también estoy invitado (participaré en una de las mesas redondas). Me acerqué a saludarlo con la nada disimulada intención de refrescar viejas conversaciones y tender lazos de cara a la cita gallega.
Y así, algo calados, con los bolsillos menguados, pero al fin y al cabo contentos, volvimos a casa cuando, oh extraño capricho de los cielos, ya casi dejaba de llover.
Posdata: Dicen los primeros balances al cierre de la Feria del Lbro que las ventas han descendido casi un 10% respecto a 2009 y que el culpable de tal situación, más que la crisis, ha sido la veleidosa tendencia del tiempo hacia los extremos: excesivo calor en algunos de los primeros días, lluvia casi permanente durante la última semana. Está claro que ni editores ni libreros habían mandado sus anaqueles a luchar contra los elementos. Antes de cada Feria deberían fletarse globos aerostáticos que dejaran bien claro a las deidades de allá arriba (o a quien corresponda) una recomendación, incluso una orden: «¡Prohibido llover!» A ver si este vídeo pescado en Youtube (una joya de época con la actuacion de Sister Rosseta Tharpe) puede contribuir a que “cale” el mensaje.