martes, 15 de septiembre de 2020

Arte ciclista

GPS Doodle

(
Al filo de los días). Por cosas así también es el ciclismo el deporte más hermoso. (Ante la imposibilidad de enlazarlo, copio el artículo de Enrique Vila-Matas).

El dibujo de la vida
por Enrique Vila-Matas
(El País, 15.09.2020)
Estaba siguiendo en televisión el Tour, el ascenso al Pas de Peyrol, cuando me pregunté qué había sido de Stephen Lund, que también era ciclista, pero de otro estilo. Cinco años antes había escrito sobre Lund al enterarme de que en su ciudad natal, Victoria, Canadá, salía a pasear en bicicleta y, valiéndose de la aplicación Strava, se divertía registrando sus itinerarios y creando curiosas “figuras”, que publicaba en su web GPS Doodles.
¿Qué habría sido de aquel “atleta creativo” que animaba sus entrenamientos con aplicaciones de seguimiento que muchas veces trazaban figuras extravagantes en mapas para GPS? Al principio, Lund sólo pretendía rastrear y analizar su desempeño como corredor, pero se topó con la magia cuando vio que su pedaleo podía crear en Strava tanto perfiles humanos como mensajes escritos. Entonces, un glorioso primer día de 2015, salió temprano de casa y conmovió a sus paisanos cuando con su recorrido en bicicleta trazó en su GPS una felicitación de Año Nuevo en las calles de Victoria.
Investigue en la Red qué había sido de Land y de su extraña forma de vida y descubrí que en el siniestro 2020 se volatilizaban a mediados de abril las huellas de sus aventuras ciclistas. Y me aterró la posibilidad de que se hubiera cruzado en su vida cualquier contratiempo tan propio de nuestros días, aunque al final decidí no obsesionarme y pensar en otra cosa y fui a caer en algo que no estaba lejos del mundo de Lund, fui a pensar en un deliberado retrato del escritor Raymond Queneau trazado con GPS sobre un mapa de París. Era un retrato que me había regalado un dibujante francés, un miembro de OuLiPo que había participado en una reunión de hacía ya tres años de este grupo, reunión a la que había asistido invitado por Eduardo Berti y por Pablo Martín Sánchez, el único español miembro de OuLiPo.
Al regresar a Barcelona, había enmarcado aquel dibujo y lo había colgado en una pared de casa, y de hecho tenía la vaga pero a veces consistente sospecha de que el retrato había estado ejerciendo un influjo especial sobre mí, hasta el punto de intervenir en la elaboración de la novela que publiqué el año pasado y que, tras superar variadas brumas y ascender a diversas cumbres, incluida la que llamo en secreto Pas de Queneau, había acabado titulando con unas palabras precisamente del tal Queneau.
No recordaba cómo se llamaba el dibujante y lo pregunté por correo a Martín Sánchez, que tuvo la amabilidad de decirme: “Sin duda se trata de Étienne Lécroart (miembro del OuLiPo y del Oubapo), que en aquella reunión presentó dos retratos, uno en creux de Emmanuel Carrère y el de Queneau que, por lo que me cuentas, te regaló a ti y cuyas líneas suman un total de 110 kilómetros por las calles de París”.
Y fue curioso. Al leer esos datos, creí entrever de pronto un mundo en el que no resultaría del todo imposible que, en su pedaleo interrumpido de abril, Lund hubiera sido relevado por Lécroart, que así de algún modo habría ido reforzando la continuidad del dibujo de la vida, cada día, por cierto, más amenazado. ¿O no

Adiós a Franco Maria Ricci


(En voz alta). El pasado día 10 de septiembre 2020 murió el editor, bibliófilo y “constructor de laberintos” Franco Maria Ricci. Su nombre, además de a unos libros y revistas editados con gran cuidado y extraordinaria belleza, está unido de forma imperecedera al de Jorge Luis Borges, hacia el que mantuvo una devoción inacabable y con el que levantó ese singular logro de la edición que es la Biblioteca de Babel. Tampoco se nos olvida, a quienes hemos estado media vida inmersos en el laboreo enciclopédico, su ambiciosa edición de lo que podríamos llamar la mére de l’agneau, es decir, l´Encyclopédie de Diderot y D’Alembert, en tomos fieles, ilustres y gozosos que hojeábamos y hasta comprábamos en las inolvidables tiendas VIP, esa pérdida. Fue también editor de autores imprescindibles como Steiner, Calvino, Eco o Barthes, entre otros varios, y suscitó una gran expectativa —frustrada demasiado pronto— cuando hacia finales de los ochenta desembarcó en la edición española de la mano de la editorial Siruela, entonces todavía en manos de ese excelente editor, de su misma estirpe, que es Jacobo Stuart. Una gran pérdida. Larga vida a sus obras.

lunes, 14 de septiembre de 2020

Lugares del amor

 


No sin vuelo la mano que golpea
mineral de tu asombro
a la luz del perfil que el día aproxima
la doncella del día
el pelo suelto
su cintura
órbita de planetas perdidos para siempre
y en sus manos el cuenco
donde puedes beber toda la noche
beber
hasta que el aire
te falte de esa forma
tan dulce
que precede al amor
En todas las esquinas se elevan rompeolas
baten en la distancia frenéticas las venas
poco a poco sin sangre
convertida la sangre en una mezcla tibia
de gas espuma soles
Astillados reflejos de tu piel que sostiene
la caricia tenaz de la mañana
lenta sombra de un árbol que te ocupa
y se puebla de hermosos cuerpos débiles
Al galope mi amor la cabalgada
de tu tacto y tus ojos
más extensa
que el vaivén terrenal del horizonte
sobre la mar terrible
o la llanura
o los acantilados de ramas en el bosque
No sin vuelo el secreto de tu boca
borbotón fulgurante
de muslos habitados
arrebatada tribu de las altas planicies
que la nieve conoce
que el águila conoce
que los dioses contemplan con su rostro borroso
Caravana que cruza los desiertos
tendidos como pieles repletas de hendiduras
lugares del amor
de huella en huella
el rastro vivo
vertiginoso
del agua subterránea
Bóvedas húmedas del silencio supremo
que el sonido no rompe cuando sube
su caudal hasta el vuelo de la mano
y caminas sin pausa la ingravidez del musgo

domingo, 13 de septiembre de 2020

Jardines Benedetti


Centenario de Mario Benedetti, poeta uruguayo y durante años vecino de La Prospe (en Ramos Carrión, 7). Los Jardines cercanos, en el cruce con Clara del Rey, llevan su nombre. Aquí lo contó Juan Cruz.

jueves, 10 de septiembre de 2020

Redes y trampas

(En voz alta). Estuve viendo anoche este interesante documental, inquietante en más de un sentido, un eslabón nuevo en esa ya tan larga como acaso inútil cadena del “qué está haciendo Internet con nuestras mentes”. Aun a costa de predicar en el desierto y aumentar cierta fama de Jeremías lamentador que, si no lo percibo mal, me acompaña desde mi presencia en estos ruedos, iba a comentar lo que me parecen los aspectos más destacables de la pieza, pero este artículo de Xataka lo hace muy bien, incluidas las pegas, así que saldaré mi impulso con una recomendación doble. Merece la pena.

Ah, respecto a las trampas de caer en lo que se critica (últimos párrafos del artículo), me parece que ahí está la “madre del cordero” y a ver quién consigue desfacer el embrollo. Puede, además, ojalá no, que eso sea precisamente la prueba de lo más inquietante que se apunta en el documental: que esto ya se nos ha ido de las manos.
Lean, piensen, y tal vez luego... huyan (yo me lo estoy pensando).

La azotea


Ilustración: El paseo nocturno ©️Javier Serrano, 2020.

Siempre que camino en soledad por Eburia, generalmente a horas nocturnas, incluso ya avanzada la madrugada, mis pasos acaban conduciéndome a las bien conocidas calles del Casco Viejo, por rincones llenos de recuerdos y vagas sensaciones, a veces también con ramalazos de cierta viveza, sobre todo ahora que, tras una decadencia aún no conjurada, parece que la zona ha vuelto a recuperar algo de pulso.

El camino habitual me obliga a atravesar, como alma que lleva el diablo y entre un creciente murmullo fantasmal, un viejo paseo que un día estuvo adornado por setos de boj y que durante años fue lugar de reuniones juveniles, hervidero de risas y amoríos e incluso centro de iniciaciones muy diversas. Hay en él un rincón que siempre veo iluminado.
Más adelante, ya entre los muy conocidos edificios, antiguos o modernos, que evidencian las interminables falacias del tiempo y el efecto de sus garras sobre el espíritu enclenque de la urbe, apresuro mis pasos de sonámbulo y casi no vuelvo a tomar conciencia de mí mismo hasta darme cuenta, de repente, de que estoy pasando por debajo de la azotea de lo que fuera el Colegio Cervantes, mi colegio de primaria. Allí fui a clase durante dos o tres cursos, hasta hacer «el ingreso», que era como entonces se llamaba a la prueba que daba acceso al bachillerato. Es un espacio casi almenado, de no mucha altura, sobre todo si se lo compara con la cercana y maciza torre de la Colegial, que casi ni se digna a echarle un vistazo desde su elevación algo mostrenca, tal vez porque su rosetón, un tan hermoso como exagerado ojo de Polifemo, mira hacia otra vertiente.
Como suele ocurrir con los descubrimientos que coinciden con el de las palabras que los nombran, esa azotea es para mí ya “la azotea” por antonomasia. Incluso me atrevería a decir que la única azotea digna de ese nombre, pues los demás espacios que pudieran asemejársele caen más bien dentro de las categorías de “terraza”, “solario”, “mirador” o “terrado”. Ninguna alcanza el grado de identificación entre el nombre y la cosa que logró este lugar, que ahora me parece irreal, cuando don Mariano, el maestro, en uno de aquellos días en que se enfadaba hasta el enrojecimiento, con la varita de palmera en la mano y una salivilla blanquecina asomándole por los bordes de la boca, amenazaba a algún alumno especialmente travieso o torpe:
—Vaquerizo, como vuelva usted a distraerse cotorreando con José Emilio, le voy a recetar media docenita de raciones de este jarabe y se va a estar todo lo que queda de clase de rodillas y con los brazos en cruz en la azotea.
En aquel tiempo, lo de «la letra con sangre entra» tal vez no fuera literal en todo su brutal y goteante significado —siempre hay un grado posible de envilecimiento—, pero sí constituía una parte tolerada de los métodos llamados pedagógicos. Y así era habitual que cada jornada escolar comenzara con la imagen de don Mariano, bajito, de poderosa testa alargada, masticador, muy milhombres, puesto como de puntillas en el estrado sobre el que se alzaba su mesa, blandiendo una muy fina y flexible palmerita de la que a todos nos resultaba imposible apartar los ojos. Se decía que sí te untabas las palmas de la mano con ajo los golpes dolían menos, e incluso que la varita podría quebrarse. Nunca pude comprobarlo.
Ahora, cuando paso entre sombras por debajo de ese espacio, que en aquellos años lo fue de juegos y de bullas, me parece que aún se escucha alguna risa o un llanto, y que desde algún rincón oscuro, allá en la altura, alguien me hace una confidencia que ya he olvidado como si fuera mía.
(Las Caminatas, XIX. 2ª ed.)