lunes, 29 de junio de 2020

Falsos movimientos

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Rembrandt: Autorretrato dibujando junto a una ventana, 1648. Aguafuerte.
Desde que se enteró de que muy probablemente todos tenemos un doble —a él le gustaba repetir la expresión alemana: doppelgänger—se pasaba las noches de claro en turbio, frente al tablero, devanando sesos e hilos, por ver si se le ocurría dónde encontrarlo. Llego un momento en que ya no fue capaz de pensar en otra cosa. Un día descubrió que había perdido la sombra. Otro se percató de que no se reflejaba en los espejos. Lo que notó una noche al tocarse la cara, tras quitarse la mascarilla, no le gustó nada. De modo que no tuvo más remedio que cambiar de táctica y principiar de nuevo la búsqueda a partir de lo más simple. «La vida es un duro aprendizaje —dijo una voz—: empieza con la llegada y acaba con la partida». Sería él, el otro.
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domingo, 28 de junio de 2020

Merluzos: la Despedida

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Bernard Buffet: Payaso Blanco (izquierda), 1997; y Payaso con margarita, 1978.

—Buenas noches.
—Noche buena.
—¿No se adelanta usted un poco?
—Es que vengo a despedirme.
—Ah, si es por eso.
—Por eso es.
—¿Se va?
—Sí, bueno, nos vamos...
—Ustedes, ¿quiénes?
—¿Cómo que quiénes? ¡Nosotros!
—Ah, nosotros. Quiere decir...
—Sí, eso mismo.
—Ya. Y se puede saber...
—¿... a dónde vamos?
—Eso también, pero antes...
—Antes, ¿qué?
—¿Que por qué tenemos que irnos?
—Es lo que hay.
—Y más a más...
—Ah, no sabía...
—¿Qué?
—Que fuera usted polaco.
—No soy polaco.
—Bueno, catalán, ya me entiende.
—No soy catalán.
—¿Entonces...?
—No, ni entonces, ni ahora.
—Pero eso que dice...
—Todo se pega.
—Claro, tanta murga.
—No sé por qué me tengo que ir yo con usted...
—Pues usted sabrá.
—¡Usted es el que dijo que nos vamos!
—Sí, eso dije.
—¿Y por qué?
—Ah, bueno. Cumplo órdenes.
—¿De quién?
—Incógnita. Soy un mero transmisor.
—¿No será usted un bot de esos?
—Que yo sepa...
—¡Tiene gracia!
—¿El qué?
—Que en el fondo todos seamos ya bots.
—Bots llenos de bits.
—¿Bots o botes?
—¡Eso tiene rima!
—Me la perdone usted.
—¿Y qué me dará a cambio?
—No sé, ¿la hora?
—La hora es un tesoro.
—Ah, el tesoro... de la juventud.
—¡Hermosa obra!
—Grandes recuerdos.
—¡Qué lejos queda!
—Vamos, que se hace tarde.
—La cosa está que arde.
—Los fuegos fatuos.
—¡Oiga, sin insultar!
—No se amohíne, amigo.
—¿Pero qué dice?
—Ya ha comenzado el tiempo de descuento.
—Eso es muy relativo.
—O sea que depende.
—Sí.
—¿Y de qué depende?
—De lo que se tarde en darle vuelta al reloj.
—Querrá decir darle cuerda.
—Es un reloj de arena.
—Ah, en ese caso, no atrasará.
—No, pero se escurre.
—Si usted lo dice...
—Es lo que hay.
—¿Vamos, pues?
—Sí, vamos.
—Adiós
—Agur.
—Adeus.
—¡Chao!
Y salen. O mejor: se pierden, como entes ausentes de ficción, entre las nieblas del fondo de la página y al sur de la pantalla, tal vez hacia la nada. Nadie es perfecto.
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sábado, 27 de junio de 2020

Hierros (4 x 4)

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Hans Ruedi Giger: Work #217 ELP I, cubierta principal del LP Brain Salad Surgery (1973), 
de Emerson, Lake & Palmer.*

A R I O

R U G I
I G U R

O I R A


*
Miquel de Palol utilizó este misma imagen para ilustrar 
la cubierta de su novela Ígur Neblí» (Anagrama, 1994), 
protagonizada por un singular caballero.

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viernes, 26 de junio de 2020

Fantasmas (último)

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J. M. W. Turner: Ovidio desterrado de Roma, 1838
El último fantasma de la serie, quizás porque pensó que ya no iba a ser invocado, se extravió en su errancia y, finalmente, entró en mi casa y se quedó adormilado en un rincón. Cuando me desperté en medio de una pesadilla y fui a la cocina a por un vaso de agua, me tropecé con él. Creo que se aterrorizó más que yo y salió huyendo. Abrid bien los ojos si camináis a oscuras, pues es tan despistado que no me extrañaría nada que se os cruzara en cualquier momento. Y os juro que es horrible.
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jueves, 25 de junio de 2020

En son de Paz (10)

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(En son de Paz, 24). La intensidad de la escritura de Octavio Paz es a veces apabullante. Hay en su conciencia de artista un manejo tan ágil de claves, tradiciones, nombres, obras y culturas que no es fácil, en ocasiones, seguirle en sus periplos sin recurrir al menudeo de la consulta, a la inevitable —hoy, por fortuna asequible, al menos si se aborda con urgencia wikipédica— nota a pie de página. Menos mal que Paz nunca pierde la cortesía con el lector y, por lo común, sus erudiciones están envueltas en un prosa flexible, de gran elegancia, pero también chispeante y casi siempre cargada de poética precisión. En algunos momentos fragmentarios, o entre líneas, aunque en esto Paz fue un escritor fiel al talante de Ducasse —«no dejaré memorias»—, asoma el memorialista y la evocación de una escena o un suceso se imponen con plena conciencia y transparente brillantez. Lo mejor que puede hacer entonces el lector-mediador es retirarse y dejar que se escuche la voz del autor. 

Y dice Paz: »»Entre todas estas imágenes de Alberti retengo la de una tarde de 1937, en Madrid. Me veo paseando con él por la Castellana: al llegar a la Fuente de Neptuno, torcemos hacia la izquierda, subimos por unas calles empinadas y nos internamos lentamente por los senderos de El Retiro. Me asombra el cielo pálido, plateado; el sol ilumina con una luz final, casi fría, los troncos, los follajes y las fachadas; apenas si hay gente en el parque; sopla ya el viento insidioso de la sierra. Oigo el rumor de nuestros pasos pisando los hojarasca amarilla y rojeante del otoño precoz. Rafael habla de la transparencia del aire y del humo de los incendios, de los árboles ofendidos y de las casas caídas, de la guerra y sus desgarraduras, de Cádiz y sus espectros. A su lado salta Niebla, su perro. Alberti se detiene y, mirando al perro, me dice unos versos que ha escrito hace poco:
               Niebla, tú no comprendes, lo cantan tus orejas, 
               el tabaco inocente, tonto, de tu mirada,
               los largos resplandores que por el monte dejas
               al saltar, rayo tierno de brizna descendida...

»»Mientras recita, Niebla corre de un lado para otro, desaparece en una arboleda amarilla, reaparece entre dos troncos negros, fantasma centelleante. Las palabras se disipan, Rafael Alberti y su perro se alejan entre los árboles, yo escribo estas líneas».

[Fragmento final de «Rafael Alberti, visto y entrevisto», texto incluido en Fundación y disidencia. Dominio hispánico, vol. 3 de Obras Completas (Círculo de Lectores, 1991), pp. 377-378. Con el título de «Recordación» se publicó por primera vez en la revista «Vuelta», núm. 92, julio de 1974.]

Interiores

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Ilustración ©️Javier Serrano, 2020
Hay en mi memoria un camino que une las entrañas aéreas de un cubo de granito, el laberinto ocre de una mina romana a cielo abierto y el pasadizo angosto y declinante de una tumba inmortal. Por dentro, en mitad de la noche, me demoro en la ensoñación de esos lugares cuyo tacto aún perdura, mientras en el papel y en la pantalla sólo soy capaz de agrupar unas pocas pistas alrededor de tres nombres invencibles: el Escorial, las Médulas, Dahshur.

1. Escorial


Media docena de veces recorrí, por los tejados del monasterio escurialense, el camino que arrancaba de la Torre de Mediodía y, tras avanzar sobre el alero del Patio de los Evangelistas, escalaba un sendero breve de pizarras hasta adentrarse en el Cimborrio por una abertura de paso algo angosto, pero practicable.
Una vez aclimatados los ojos a la penumbra, la ruta proseguía, ya holgadamente, con el completo recorrido del perímetro de la basílica a través de las muy amplias cornisas superiores. Había una obligatoria parada justo tras la obra excelsa del retablo mayor en la que se ponía de relieve el trampantojo de los tamaños bien distintos de las imágenes del último cuerpo. La alucinada travesía se prolongaba luego hasta alcanzar la parte interior de la fachada del Patio de Reyes. Allí un ventanuco cerrado por una celosía verde permitía calibrar a ojo desnudo la dimensión de las figuras bíblicas y la verdad del dicho: «Seis reyes y un santo salieron de este canto y aún sobró para otro tanto».
El retorno de aquella excursión, en la que casi siempre hice de cicerone, solía discurrir entre parabienes y agradecimientos. Pero recuerdo de modo especial la ocasión aquella en que tuve por compañía a un poeta, hoy por completo y acaso injustamente olvidado, y que, al concluir la caminata y tratando de recobrar el resuello, me miró con inmensa ternura y me dijo: «Voy a soñar con esto mientras viva». Sabrás que a mí, querido amigo Rafael Duyos, después de tanto tiempo, aún me pasa.


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Ilustración ©️Javier Serrano, 2020

2. Médulas

En la médula del recuerdo brilla con luz propia el rojo intenso de la Mina Romana a cielo abierto que aún puede visitarse en las Tierras Bercianas. Es un lienzo de paisaje humanizado que mantiene intacta la sugerencia de una vieja industria. Y un raro ensamblaje de historia y naturaleza tan bien conseguido, que por sí solo supone una página elocuente de la crónica humana.

El día en que accedimos al lugar desde la Aldea tuvimos la inmensa suerte de poder comprobar en soledad los trabajo de la Ruina montium»: los efectos del agua embalsada al despeñarse desde gran altura por una red de canales y galerías. Y hasta nos atrevimos a penetrar en la angostura de La Cuevona (¿o sería la Encantada?) y allí, tras cruzar reptando un breve pero interminable pasadizo, accedimos a un mirador que nos llenó los ojos de ocres increíbles y las ropas de un pegajoso polvillo ladrillar.

«Un paisaje cobrizo», dijo una voz a nuestro lado. Era un paisano de edad indefinible, vivaz y enjuto, cubierto con un sombrero de paja cruda y vestido con una especie de guardapolvos o sabitelo que insinuaba, pese a la innegable nobleza del rostro y el porte, cierto aspecto forajido, tal vez de buscador de oro de película. No recuerdo lo que hablamos con él, si es que algo hablamos, pero tengo la sensación de que si ahora mismo volviéramos al lugar allí estaría. Y entre sus mano brillaría aún, como entonces, un pequeño disco de oro.

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Ilustración ©️Javier Serrano, 2020

3. Dahshur


La pirámide roja de Dahshur está muy cerca de El Cairo. Llegamos a ella de buena mañana y, tras ascender la empinada escalera que conduce a la boca de acceso, nos adentramos en su interior descendiendo a través de un rampa angosta cuyo suelo estaba jalonado por travesaños de metal a modo de peldaños. La altura, aunque por lo común permitía avanzar agachados, en algunos tramos exigía hacerlo casi en cuclillas y eran esos los momentos en que, además de recibir algún rasponazo inesperado, se cernía sobre nuestras cabezas y nuestras almas el profundo misterio de lo que la muerte pudo significar para el antiguo pueblo egipcio, y cuál no sería su indescifrable valoración para levantar a su amparo semejantes y del todo incomprensibles estructuras.

Aquel descenso ad inferos culminaba en una sala cuadrada de no más de cinco metros de lado donde ya era posible estar completamente erguidos y en la que, por encima de cualquier otro pensamiento, meditación, sospecha, lucidez o pesadumbre, se imponía un penetrante y agrio olor a desinfectante, como resumen acaso último de que por mucho que le hagamos altares, alardes, libros, cuadros, ritos y todo tipo de cucamonas a la muerte, la verdad del todo inexcusable es que no conseguimos librarnos de ella.
Recuerdo —extrañamente, pero es así —que, antes de iniciar el regreso hacia la luz desde el corazón de aquel laberinto, lo que se me vino a la mente fue la ocurrencia de que John Huston tenía razón: un sencillo e incluso ingenuo paseo entre el amor y la muerte, eso es la vida.
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miércoles, 24 de junio de 2020

El trébole

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Edward Robert Hughes: Fantasía del verano, 1911.
Probablemente se lo había inventado todo, pero le hicimos caso. De modo que buscamos las pilicas curtidas de machos cabríos, nos calzamos las grandes albarcas con sus zaragüeyes, cogimos el cencerro mudo del castrón, la cayada de nudos y la birreta tripicuda y, por la puerta falsa del corral, nos hemos venido hasta esta orilla del río, a esperar a que suba la luna y el primer rayo de sol nos señale la fuente de los secretos, el lugar del agua nueva y el sitio del trébole. Por ritos que no quede. Ni por objetos de poder.
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