viernes, 14 de noviembre de 2014

Monago: la verdadera historia

A la cuarta va la vencida. Por fin, se hizo la luz sobre el asunto de los viajes privados a Canarias pagados con dinero púbico que el presidente de Extremadura, primero, no había hecho; después, que sí los había hecho y, aunque estaban justificados, como no quería líos, iba a devolver el dinero; más tarde, que no eran, ni de lejos, el número de viajes que se decía, porque ir a Canarias, como sabe todo el mundo, y «como no puede ser de otra manera», no es lo mismo que volver de Canarias. Y que además todos ellos estaban tan claros en su fines púbicos, que ya no veía la necesidad de devolver nada, faltaría más, pues él es un hombre honrado al que apenas le llega el sueldo para vivir malamente... La cosa resultaba más bien liosa y suscitaba alguna perplejidad. Pero hace un rato (con perdón), Monago ha dado una nueva explicación, jurando que ahora sí que era la verdad. Resulta que es tan grande su penuria económica que no ha tenido más remedio que hacer honor a su nombre y algunos días al mes trabaja sosteniendo el cepillo de la ermita de su pueblo, para después, eso sí (y por ello ha pedido la comprensión de todos y hasta, si fuera preciso, el perdón), birlar limpiamente el producto de la devoción ajena por ver de apañárselas para llegar a fin de mes y comer caliente en la barra de los bares. Los viajes, ha explicado el susodicho con lágrimas en los ojos, son sólo la coartada que tuvo que inventarse para justificar las ausencias a que le obliga ésta su oculta dedicación al culto. He aquí (sobre estas líneas) la prueba gráfica, definitiva, que acaba de poner a disposición de los extremeños, los periodistas y el público en general. Yo no sé a ustedes, pero esta última versión es la que más convincente me parece. Ganas me están dando de acercarme al cepillo y echarle unas monedillas, a ver si así puede comprarse por fin la parabólica. Extremos inauditos del esperpento nacional.

Fotografía: © Vicente Santamaría Box

domingo, 9 de noviembre de 2014

Rácano nácar


Al volver sobre sus pasos,  mientras contemplaba el abismo sin fin de su morada, la Ostra comprendió que su perla no era otra cosa que la apoteosis de un círculo vicioso.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Mientras nace lo nuevo

Two-Lips on asphalt, de Martha Ortiz.

Entre lo viejo que no termina de morir y lo nuevo que no acaba de nacer se extiende el vasto territorio del presente en fuga, familiar e insidioso como un juguete usado. En la vida hay jalones que de golpe nos echan encima un chaparrón de tiempo, sin que medie siquiera la caridad o la justa precaución de un «¡agua va!» que nos ponga en alerta. Uno recibe la rociada lo más estoicamente que puede, traga saliva, si es menester, y recompone la figura y la sesera lo mejor que le es dado para seguir adelante.

Pero las marcas quedan en el tronco. Son, en realidad, como mudas de piel de la serpiente del alma, que no sabemos en realidad si existe como tal, ni en qué apartado corporal se aloja. Aunque sí que sentimos día a día, y más intenso aun por la noche, su bulto respirando. Qué es si no ese murmullo interior que sin cesar nos acompaña, el leve cosquilleo que no cede.

No hay que ponerse lírico para admitir que el tiempo nos moldea como barro en torno de alfarero. Y de modo tal, que lo más grácil de nuestra figura (si algo así hubo en ella alguna vez) suele acabar convertido en un dibujo de ternura grotesca, útil sin duda para inspirar un cómic o alegrarle la vida a un espejo sin brillo. Pero, a qué engañarse, también muy doloroso.

Y eso contando con que el amor propio no haya ido derivando en cabreo intemporal y carcoma, una metamorfosis muy frecuente cuando el humor banal (el más etéreo de todos los humores, incluida la bilis) tiende a solidificarse y acaba convertido en una especie de cilindro de algún metal extraño que se incrusta en el mismo entrecejo, justamente allí por donde algunos alquimistas y santones (y también reconocidos fisioterapeutas) dicen que ve, o percibe el mundo, el llamado «tercer ojo».

Lo cierto es que así estamos en estos tiempos tan borrosos: esperando a los bárbaros, como en el poema de Cavafis. Y, como en el poema, vemos que se acerca la noche, que las sombras ya cubren el patio delantero de la casa, sin que en el horizonte haya signo alguno de galope salvaje, ni estruendo de masas lanzadas al saqueo, ni siquiera un clamor de cibernautas que se muestre capaz de poner patas arriba el viejo mundo. O al menos de apartar las ruinas más visibles para que puedan crecer sobre el asfalto aquellos tulipanes que pintaba o fingía la ilusión loca de nuestra juventud.


Rescatado de los arcones de la Posada.
Primera publicación: 16/05/2013; 00:00 horas.

viernes, 31 de octubre de 2014

La sencilla belleza


O la belleza, sencillamente. 

Anoche, mientras disfrutábamos en Las Tablas del cante poderoso de La Macanita (otro día la traeré a la Posada), comentaba con un compañero de profesión las ventajas e inconvenientes de esta Red que nos tiene más o menos atrapados a todos. Y que, al tiempo que cambia nuestras costumbres, nos obliga a hacer todos los días un esfuerzo suplementario de comprensión, especialmente a quienes tenemos un alma antigua, amamantada a los pechos de otras galaxias. 

Esta mañana, mientras trabajaba en buscar la mejor manera de transmitir algunos fundamentos sobre expresión corporal, con destino a un texto escolar para alumnos de Secundaria, he tenido la suerte de «caer» en el vídeo que muestro arriba. No es nada del otro mundo (¡y menos mal, tal día como hoy, ya con tanta alma en pena, tanto zombi y tanto  jalowín invadiéndolo todo!). Pero confieso que su contemplación me ha producido una emoción intensa, difícil de explicar. Y, de paso, me ha facilitado una  pista decisiva para resolver el trabajo que me ocupa. 

En los tiempos convulsos y desalmados que vivimos, donde tan acuciantes son las dudas acerca de si esta tecnología invasiva que nos rodea no nos estará precipitando en un abismo sin salida,  o si, por el contrario (¿complementario?), se puede acabar convirtiendo en la herramienta que nos ayude a manejar el caos, en medio de ese dilema, ya digo, hay días afortunados en los que las nuevas formas de trabajo nos acercan a hallazgos como este. Pequeñas islas del ciberespacio que, en su perfecta sencillez, son un remanso de alegría y belleza. 

Que lo disfruten, en toda su intensa sencillez. Y sin necesidad de tener que elegir, al menos por una vez, entre truco (de mangantes) o trato (de corruptos). Y no olviden hincarle el diente, si les place, a unas buenas castañas de Santos y Difuntos.

Aunque figura en los créditos (al final), quede constancia de que el vídeo está firmado por Vicky, Pro Arte, Gijón. Y está fechado en junio de 2012.

lunes, 27 de octubre de 2014

Sesión golfa


BALAS AL ALBA (HABLA LA SALA B)

Aquella noche acudí a la sesión golfa de los Cines Ideal para ver El sexto sentido, que se me había despistado en su estreno y ya sólo se proyectaba a deshora. Cuando entré, la sala estaba completamente vacía y al empezar la película únicamente pude ver a otro espectador sentado unas filas más atrás. Disfruté de la historia en unas condiciones inmejorables para sentir el placer del miedo controlado y hasta un leve erizamiento de la espina dorsal en algunas de las escenas más logradas: el descenso al sótano de la casa, la espalda cruel del paseante del baño, la luz agonizante en la tienda de campaña, el filo de luz blanca en la cocina, el susto mortal junto a la ventanilla del coche, la perplejidad creciente de Bruce Willis, tan parecida al ensimismamiento... Y saboreé el presentido pero inesperado final con la alegría del que, tras haber deambulado por callejones siniestros de la imaginación, se sabe al otro lado de la pantalla. Cuando salí de la hipnosis para volver a casa, me di cuenta de que estaba solo en la sala. Los títulos de crédito ya habían terminado (siempre agoto la visión de las cintas) y sin embargo el proyector seguía encendido, iluminando la pantalla con un marco vacío de luz sucia. Fue entonces cuando, provenientes de no sé dónde pero reales como las palabras que las nombran, vi dos balas atravesar la sala, apenas unos centímetros por encima de mi cabeza, y caer sobre aquella mancha lechosa que aún refulgía en medio de la pantalla. Por los dos agujeros que los proyectiles dejaron en la pared se colaban, con una limpieza de navaja recién afilada, lo que pensé que serían los primeros rayos del amanecer. Sin embargo, como comprobé al salir a la humedad de la calle, todavía era de noche. Y en la sala de al lado aún no había concluido la última sesión. Supongo que no será necesario añadir que en ella se estaba proyectando un western. Pero no logro recordar su título.

Fotograma de Cawboys & aliens, de Jon Favreau (2011).

(AJR: 7,23; Palíndromos ilustrados, XXXIX)

sábado, 25 de octubre de 2014

La zorra guardando las uvas


Al oír esta mañana por la radio a María Dolores Cospedal diciendo en una reunión de su partido en Murcia que «la corrupción escandaliza tanto al PP como a los ciudadanos», o que «algunas cosas se conocen por el ejercicio de transparencia que está haciendo el PP», entre otras "uvas maduras" que me ahorro, inevitablemente me he acordado de la vieja sabiduría que sentencia que no hay cosa más insensata que juntar raposas y uvas. O zorras y gallinas, dos palabras, por cierto, estas últimas que no sé por qué llevan encima cargas de dobles sentidos tan oprobiosas, y de las que no quiero ni acordarme aquí porque insultan a la inteligencia. Aunque en la condición de producir ese efecto, a la vista está que no son únicas.

Foto: EFE/Ballesteros.

martes, 21 de octubre de 2014

Metropolitano

Estación de Chamberí - Wikipedia, la enciclopedia libre
Estación de Chamberí del Metro de Madrid. Wikipedia
Bajo puentes de luz que el día construye,
sucio de lluvia urbana,
el remolino de mis pasos sigue
las huellas blancas del lobo estepario.

En el andén del metropolitano
el reloj marca con ritmo digital
el tiempo exacto 
que empieza a separarme de su cuerpo.
Se suceden carteles en penumbra
y un destello que cruza fugazmente 
descubre las ruinas
de una vieja estación ya clausurada.
«Moda ideal», alcanzo a leer en grandes letras
junto al dibujo borroso de un modelo sin rostro, encorbatado.

Después, un largo túnel y el bulto descompuesto
de un hombre que parece tener algún problema con su sombra
reflejada en la puerta de cristal que tengo frente a mí.

El tren se para.

Me acuerdo de Pessoa,
quiero decir, 
del ingeniero Álvaro de Campos
mirando una mañana de verano,
en los muelles del Tajo,
donde la Ciudad Blanca
aún conserva su estela colonial
y el trasiego de viejos marineros,
mirando cómo entraban los barcos en el puerto:
pequeño, negro y claro, un paquebote
removía las aguas
y su melancolía.

Y un volante –memoria ya de otro
que recuerda los recuerdos ajenos–
giraba en su interior hasta llevarle
al fondo de una novela de piratería
en la que él –¿quién?–
gozaba con las muertes 
y los delirios de la crueldad,
imaginando las más abyectas acciones predadoras,
para, después, al ritmo de un nuevo giro del volante,
sentir que en verdad era,
quería ser, la víctima.
Y yo, al leerlo, sentado en mi sofá,
muchos años después y hace ya muchos años,
sentía una emoción que me ponía 
al borde de las lágrimas.

El tren parte.

Han entrado dos nuevos viajeros
y es otra vez el túnel 
con su paso veloz  
el que lo funde todo
en una larga estela de guiños
que no alcanzan a crear una imagen.
El traqueteo monótono consigue
adormecerme y, sin quererlo,
vuelvo a escuchar el eco de la voz
que me dejó perplejo ante el teléfono
cuando esperaba su llamada.

«Buenas tardes. Me llamo Rosana Caridad,
de Irish Life, quizá usté ya conozca
el nombre de nuestra compañía.
Le llamo porque hemos
preparado una nueva gama
de productos y sería un placer
visitarle en su propio domicilio
o en su trabajo
para, personalmente,
explicarle
las muchas, sí, muchísimas, ventajas
que encierran para usté...
Mire, se trata de seguros a la carta,
baratísimos, con sus cómodas cuotas,
se pagan sin sentir,
y cubren riesgos, ya sabe, en estos tiempos,
hasta un millón y medio por su vida,
y medio millón más si pierde un ojo,
un brazo, un dedo,
cinco millones en caso de siniestro total, Dios no lo quiera...
se ha parado a pensar,
vivir es fácil,
pero si un día, Dios no lo quiera,
librarse de esa angustia...
usté y los suyos...,
seguridad... a salvo...
sin problemas...
con mucho gusto...
oiga...
está usté ahí?...
me escucha?...
oiga...,
oiga...!!»

El blanco de mi mente 
se funde con el blanco del neón.
Al salir, los pasillos mecánicos 
llevan un cargamento de gente que se ignora.
Detrás de mí va el hombre que parecía roto.
El aire de la calle, sucio de lluvia sucia,
me hiere la mejilla
y, sin saber por qué, 
siento que algo
se rompe en el silencio 
conmovido de mi alma,
siento que estoy llorando sin lágrimas,
y no importa, mientras la vida siga
y haya metros que midan la distancia de idéntica manera
y haya poemas que podamos leer
o emociones que puedan recordarse,
qué importa que hace poco,
ayer mismo, hace un siglo, me dijeras: 
«Adiós, amor, nunca más nos veremos».

[En estos días inusitadamente calurosos de octubre el Metro de Madrid cumple 95 años. No tantos, pero si unos cuantos (pongamos que veintitantos), tiene el poema que hoy dejo en la Posada. Recuerdo que lo escribí de un tirón, poco después de haber recibido por teléfono la llamada publicitaria que en él se recrea, y en la que las cifras, en pesetas, son una clara marca de época de un texto sobre el que he vuelto varias veces a lo largo de estos años, y siempre sin saber a qué atenerme. La decisión de compartirlo ahora, no sin muchas dudas, es en el fondo, y sobre todo en la forma, la mejor manera de librarme de él. La imagen que lo ilustra, pescada en la red, corresponde a la famosa estación fantasma de Chamberí, también evocada en el texto y que hoy es la sede de un museo dedicado a recordarnos la importancia que en la vida de la capital ha tenido y tiene el medio de transporte urbano por excelencia.]