martes, 19 de noviembre de 2013

Palabras como actos

El escritor Gonzalo Hidalgo Bayal. Foto tomada de aquí.

Estaba uno a la espera de la llegada a las librerías de la última novela de Hidalgo Bayal (alguien lo llamó una vez «el Nabokov extremeño»: qué más quisiera el ruso-americano), cuando en el blog de su amigo y sin embargo fiel lector, el poeta Álvaro Valverde, leo este largo y bien detallado elogio, del que, nada más disfrutarlo, ya está uno a punto de comenzar a arrepentirse (de leerlo), porque nos va a privar del placer de descubrir, en primera persona (uno o yo, tanto monta) y dulcemente noqueado, algunas de las perlas escondidas en la prosa consciente y viva, con tantas palabras en estado de gracia, de un novelista único, no diré ni mejor ni peor que otros porque no hay nada más odioso que poner en orden la nómina de los dioses tutelares, pero sobre todo im-pres-cin-di-ble. Tanto que no tengo más remedio que dejar aquí estas líneas para bajar hasta la calle del Cardenal Silíceo de este barrio madrileño de La Prospe, que el escritor frecuenta (quién sabe si al encuentro del gran maestro y amigo), a ver si ha llegado ya a los estantes de El Buscón la buena nueva. La sed de sal es insaciable. En otro sentido, puramente lúdico, ya dejamos constancia reversible aquí de ello. Pero bien me sé yo (la más visible máscara de uno) dónde mana la fuente que, si no la sacia, la alimenta hasta hacerla infinita. Y, finalmente, la calma avivándola. Así que ya callo. Y corro.

viernes, 15 de noviembre de 2013

Recuento sin quien

El escritor Luis Goytisolo. Foto: EFE.

¿Quién me privó de los verdes de mayo hasta el mar? La duda, tal vez lamentación, puede que con melancolía pero sin ninguna nostalgia, se enciende en mi cabeza al escuchar que le han dado el premio nacional de las Letras (¿de todas?) a Luis Goytisolo, el benjamín de una saga de escritores realmente prodigiosa. Sería este, el de los Goytisolo, un hilo del que habría mucho que tirar, pero quede para otra ocasión. Junto al imperioso y volátil deseo de recuperar la lectura completa de Antagonía, uno de esos empeños literarios tan descomunales que si uno lo lleva al monte de su impiedad de lector es difícil que le vuelva a ver el pelo, el hecho concreto al que la noticia me conduce es a un episodio de mi vida, sin duda insignificante, aunque no más que otros o tal vez como todos: puro pasto de la corriente letal de las horas, hasta que un canto de sirena los saca del montón de las criaturas apiñadas en los arrabales del tiempo. 

En este caso, el recuerdo me lleva al cuarto más grande, el de los tres balcones, de Bolsa 3, aquí en Madrid, la antigua pensión reconvertida en piso de estudiantes donde vivo con mi novia de entonces y algunos amigos más. Y me deja ante el preciso momento en el que le estoy dando a alguien mi ejemplar de Los verdes de mayo hasta el mar, una novela de Luis Goytisolo que acabo de leer y que le he recomendado a esa persona con gran entusiasmo, o con entusiasmo a secas, nunca -de eso sí estoy seguro- de forma indiferente.
 Y es el caso que puedo precisar (¿inventar?) con fácil claridad muchos detalles de la escena, la disposición de los muebles de la habitación, el contenido de alguno de los armarios, incluso lo que hay en las otras estancias de la casa... Y hasta el tipo de luz que penetra en ese momento por los balcones abiertos a un mediodía soleado de tal vez el mes de junio, aunque aquí puede que pese más el imán de los nombres contiguos que la precisión del calendario. 

Siento incluso que me resultaría sencillo verme por dentro en ese instante. Quiero decir que sería capaz de hacer  recuento de lo que siente el jovenzuelo que está entregando el libro, cuál es el vínculo principal que lo une con aquel acto, o cómo piensa que va a repercutir en su vida. Y, si levanto un poco la mirada, además de enfrentarme con unos ojos que aún son en parte los míos, llego a tener al alcance del recuerdo aspectos muy concretos de su existencia, su complicada relación sentimental, el hastío que le van produciendo unos estudios que había empezado con cierta ilusión, los vericuetos entre grotescos y admirables por los que se ha ido deslizando la convivencia de dos viejos amigos en un espacio comunal invadido de pronto por presencias no esperadas, o el inmenso futuro que ingenuamente se abría ante él y contra el cual el destierro militar (la "mili") aparecía como una frontera casi insalvable, además de completamente odiosa. 

Así que, sacudido por el gong de una noticia, me resulta sencillo dejarme llevar por la reverberaciones de la memoria y, con solo fijar un poco la atención, puedo discernir toda la amalgama de presencias, objetos, situaciones, estados de ánimo y expectativas que confluyen y se anudan en el preciso instante en el que estoy extendiendo la mano hacia alguien para prestarle mi ejemplar de un libro del que desde entonces no he vuelto a tener noticia. Lo cual, a estas alturas, y salvo por lo que pueda haber de solidaridad emocional retrospectiva con aquel que un día fui, y al que sí le hubiera importado, y mucho, la pérdida de un libro, no me produce especial emoción. O por lo menos nada comparable al desconcierto o más bien rara tristeza que me causa poder recordar (¿inventar?) todo esto, pero en cambio ser por completo incapaz de ponerle rostro, cuerpo y mucho menos nombre al amigo, conocido o tal vez "colega" (entonces esta palabra empezaba a ponerse de moda) que desde aquel instante y tal vez para siempre me privó de los verdes de mayo hasta el mar.

(Tiempo contado, apunte de 15 noviembre 2013, 10:28)


«Las palabras permanecen», afirma el lema del escudo que adorna los azulejos de cerámica de Talavera de la madrileña calle de la Bolsa, firmados por A. Ruiz de Luna y Artesanía Talaverana. La frase parece resumir (o llevarle la contraria, quién sabe) al proverbio latino que dice: Verba volant, scripta manent, lo que viene a querer decir algo así como que las palabras vuelan, pero los escritos permanecen.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

Amo idioma (2)



Dulce lengua que besa mis palabras
y aún viene a visitarme pola noite,
árbol que en todo tiempo da su sombra
de encina milenaria y castiñeiro.
Yo sé bien que el idioma es una cárcel
de cristal y el espejo en que me miro.
Mas también la liana salvadora
que sostiene mis días y me libra
del abismo, del frío, del misterio
de no saber qué, cuándo, dónde, cómo...
pero poder decirlo, olerlo, airearlo,
hasta aprender, al vuelo de sus ramas
y entre las cicatrices de su tronco,
otra forma invencible de callar.

sábado, 9 de noviembre de 2013

Legítima defensa


   Te veo pasar por la avenida mientras
   la luz  envuelve en celofán el día.
   Bajo la lluvia, tu mirada es fría,
   como bala de plata, y cenicienta.

   Sigo tus pasos con sigilo, observo
   tus ademanes de asesina nata,
   el rictus clandestino de quien mata
   sin perder la dulzura de su gesto.

   Te has parado ante el gran escaparate
   y buscas en tu bolso. Al fin me has visto.
   Tu arma está apuntando contra mí.

   Fui más veloz. Nadie podrá culparme.
   Junto al tuyo está el cuerpo del delito:
   tu peligrosa… barra de carmín.


   Ilustración: «El simple arte del crimen, de Raymond Chandler, 
    maestro de la novela negra» (tomada de aquí).

Rescatado de los arcones de la Posada. 
Primera publicación: 24/09/2009 19:24.

jueves, 7 de noviembre de 2013

Dejen paso


A mi tocayo Pérez Rubalcaba, al que Felipe González acaba de jubilar con un elogio envenenado (que la «mejor cabeza política que tenemos en España» carezca de liderazgo es en verdad llamativo), se le presenta este fin de semana, en la Conferencia Política del PSOE, una nueva oportunidad de dar ejemplo. Ya la tuvo en el debate del estado de la nación, cuando Rajoy difícilmente hubiera podido soportar un envite que propusiera el autoapartamiento como un camino transitable (o, de haberlo hecho, hubiera sido con un coste político mucho mayor). Y vuelve a tenerla ahora, cuando la desmoralización del país y el descrédito de la política han seguido tocando unos fondos que ya empiezan a parecer algo más que subterráneos. El líder socialista debería tener el valor de saber despedirse. Pero junto con la suya, la retirada a un segundo plano sería deseable que incluyera a toda una amplia nómina de miembros del partido que han demostrado carecer de algo que ahora es más necesario que nunca: la capacidad de avivar un indicio, por mínimo que sea, de que la pesadumbre que nos oprime cada vez más tiene algún remedio. Parece evidente que el Partido Socialista está muy lejos de poder volver a ser un catalizador de entusiasmos y pragmatismos, como ocurrió el 28 de octubre de 1982. Pero el desastre que se nos está viniendo encima es de tal magnitud, que va a resultar muy difícil salir de esta pesadilla enquistada sin contar con una alternativa creíble (aunque haya que hacer un acto de fe muy grande) y capaz de poner freno a las devastadoras galopadas que se adivinan en el horizonte. Vivimos una situación de emergencia. Por favor, no se atrincheren tras la puerta en ruinas. Sean sensatos y dejen paso.


Imagen: No es la calle Ferraz, sino el famoso paso de peatones de Abbey Road.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Severo revés


Al volver sobre sus pasos, se le fue borrando la sonrisa, después la boca, enseguida la nariz, los pómulos, la línea de las cejas... Llegó al fondo de la pista casi a la vez que al borde de sí mismo. Sintió que se asomaba al interior de sus ojos y que su última mirada iba a quedar reclusa de aquel abismo, como un puñado de nieve dentro de una bola de acero. Los veloces pensamientos del tenista, suspendidos en la cámara lenta del ojo de halcón, no parecían aportarle la agilidad suficiente para devolver con fuerza aquella pelota endiablada, nacida del famoso revés de su rival. Pero el mero hecho de pensarlos le ayudó a imaginar la trayectoria posible del próximo golpe. De modo que, con un giro de muñeca digno de un verdadero maestro del guiñol, sostuvo su esfuerzo un poco más allá de lo esperado. La pelota, tras dudar sobre el filo de la cinta blanca, cayó muerta al otro lado de la red. 

******
«Así que tú verás qué haces ahora con ella, hipócrita lector», dijo una voz a sus espaldas. Porque, llegados a este punto, para combatir la funesta costumbre de que todo sea gratis, tendrás que trabajar un poco, digo yo. «No lo va a poner todo él», dice la voz. Y yo te digo: si quieres que el relato (o lo que sea) tenga un remate, debes eligir un final acorde con tus expectativas y con las decisiones que hayas ido tomando en las zonas ambiguas, que te aseguro que son casi todas. He aquí algunas opciones, aparte de las que tú mismo puedas aportar, incluido el respetable pero fastidioso encogerse de hombros o, por qué no, la mirada aviesa. Cualquier cosa menos el estupro paralizante. Veamos:
a) El tenista aún fue capaz de jalear el punto decisivo, antes de esfumarse.
b) No estoy seguro de que este cuento sea algo inventado.
c) «¡Severo revés! ¡Severo revés! Para severo revés el que te ha dado la última línea antes de las respuestas, majadero», dice la voz.
Y vuelta a empezar. Digo yo.



Imagen: Reflejos en el ojo de un halcón, tomada de wikipedia.

sábado, 2 de noviembre de 2013

Humo



La escritura se parece mucho al humo:
a veces es lo único visible
de un fuego consumido en otra parte.

Es también la leyenda
que cruza las praderas del Oeste
y guía las manadas de bisontes
hacia el cuarto cerrado de los niños,
siempre en sesión continua.

La escritura es el cuenco de una tarde de lluvia
y el recuerdo sellado de la antigua inocencia.

Su rastro es como el humo de los barcos,
los lentos titubeos de aquellas nobles máquinas
movidas a vapor
que escribían mensajes imposibles
entre el cielo y el agua.

Diminuto navío cruzando los fiordos
bajo los espejismos del sol de medianoche,
la escritura navega intermitente
entre brumas y fuegos de Santelmo
al hilo de la vida que pasa cada día
con su fardo de imágenes
lavadas por la luz
y la memoria.

Y al igual que la vida,
la escritura concluye su viaje
en el lugar remoto
donde no se aventura ningún pájaro
y sólo son reales los  escollos de espuma congelada,
los blancos remolinos
que inundan las orillas del poema
y humedecen el fuego de cada atardecer
hasta perderse
en el vasto dominio de lo intacto
donde viven las voces nunca dichas
y algunas raras perlas cosechadas,
como quería el poeta,
sobre el hocico mismo de cada tempestad.

Escribir es vivir: el mismo juego,
la misma levedad,
el mismo incendio…
Y tal vez, al final,
humo tan solo.

Imagen: Atardecer en Mikonos. Foto tomada del blog Tertulia Atril.

Rescate de los arcones. Primera publicación: 29/10/2009; 19:33