sábado, 23 de marzo de 2013

De Bebo bebed


Recuerdo bien la luminosa mañana de invierno en que la radio me despertó con los compases de Lágrimas negras escanciados por la voz canalla de El Cigala en perfecta sintonía y coloquio atento con las notas pulsadas por el maestro Bebo Valdés, ese hombre al que daba gusto verlo andar, reír, mover las milagrosas manos sobre un teclado que parecía el retrato de su alma, y que ahora acaba de comenzar su nuevo viaje. No se me ocurre mejor forma de honrar al creador de tantas horas de felicidad rítmica y sentimental que con el consejo de ida y vuelta que encabeza estas líneas, una invitación a seguir frecuentando su fuente. Y a beberse esas lágrimas negras, literales en más de un sentido, que tanto bien pueden hacernos.

[AJR, 3:11, Palíndromos ilustrados, 14±]

viernes, 22 de marzo de 2013

100 millones de golpe


Hay días en los que uno no está para nada. Que se lo pregunten si no al Universo, al que acaban de caerle nada menos que 100 millones de años de golpe, sin comerlo ni beberlo, como suele decirse, sólo por la veleidad y la mayor precisión de los nuevos telescopios astronómicos, que son unos fisgones de mucho cuidado. Pero, en fin, no hay mal que por bien no venga (como dicen que dijo Franco cuando lo de Carrero): junto con esa noticia, el Universo (es decir, su conciencia: o sea, y con tanta humildad como exactitud, nosotros), ha conocido también que la «materia corriente» (¿y moliente?) es algo más abundante de lo que se pensaba. Aunque la parte del león del ser y el no ser se la siguen llevando la «materia oscura» y la «energía oscura», que son algo así como las hermanas gemelas estelares del circo en que discurren nuestros días, hábiles en realizar todo tipo de números acrobáticos sobre trapecios que no vemos. Con tanta oscuridad por todas partes, ¿alguien puede dudar de que estamos vivos de milagro? ¡Ay, el Universo, esa vieja fascinación!

Imagen superior tomada del blog que Que los árboles te dejen ver el bosque.

viernes, 15 de marzo de 2013

Semillas de Millás

Imagen de la exposición «El hilo de Ariadna». Casa del Lector,  Madrid.
Foto (c) AJR, 2012.

Su pluma (signifique lo que signifique pluma) suele estar tan finamente afilada, que no es ninguna novedad el goce de leer lo que de ella brota. Pero hay veces, como la de hoy en su columna de El País, en las que sus intuiciones llegan tan claras al papel que las vemos andar con vida propia. La acreditada vocación médico-quirúrgica con que el escritor Juan José Millás disecciona el mundo viene produciendo desde hace tiempo un género nuevo de poemas, los llamados articuentos, que en sus mejores ejemplos son capaces por sí solos de dar sentido al día más aciago. El luminoso Millás, maestro en el manejo del claroscuro, creador de estructuras verbales que tienen la facultad de hablar con todos los sentidos, soportando de forma simultánea todas sus máscaras, es un poderoso anatomista del lenguaje. Empedernido lector de diccionarios, amante confeso de enciclopedias y, por eso mismo, buen conocedor del cuerpo de las palabras, incluidas sus vísceras, Millás suele poner su facultad de sembrador de semillas de lucidez al servicio de una reflexión capaz de revelarnos, como pocas, los entresijos de la trama. Su artículo de hoy explica con meridiana claridad y mucho arte el mecanismo perverso mediante el cual los poderes fáusticos pretenden escamotearnos la realidad sustituyéndola por un sucedáneo venenoso, tal vez lento pero sin duda implacable. Antonio Muñoz Molina, en su reciente planto por la ausencia de cordura crítica en la España de los últimos años, junto al de El Roto tendría que haber mencionado (al menos) el nombre de Millás para reconocer el mérito de quienes sí se han distinguido por plantar cara al poder allí donde el poder suele maniobrar con total impunidad y a la vista de todos: en el secuestro descarado e interesado del lenguaje. Y es que la mayor corrupción que vivimos, no lo duden, es la de las palabras. Con ella lo que se pone en juego y a la deriva no es solo la situación política y económica (que también), sino la propia identidad humana: nuestra capacidad de poder nombrar con sentido el mundo. Dar alas a las semillas de Millás es una forma de combatir esa miseria.

sábado, 9 de marzo de 2013

Almodóvar reinventa el astracán


Éramos pocos y parió Almodóvar. Se decía que el tantas veces genial cineasta manchego (he visto todas sus películas: hay al menos media docena que me parecen excelentes) volvía a la comedia para salvarnos de la pesadumbre que lo está agostando todo. Que Los amantes pasajeros (¡qué buen título!) era el retorno a su cine más chispeante, divertido y transgresor. Un reencuentro con la truculenta gracia almodovariana en estado puro. Y que, además, ofrecía una metáfora de la situación nacional llena de lucidez, de acidez, de crítica inteligente y, lo que aún resultaba más esperanzador, de consuelo.


Pues bien, Carlos Boyero, que en su crítica del filme se ha atrevido a decir que siente «vergüenza ajena» (lo que es mucho decir, además de poco creíble), no sólo tiene razón en su rechazo frontal de la película, sino que, a mi entender, se queda corto en su análisis cuando retrotrae su filiación a las «españoladas» sesenteras y setenteras de Mariano Ozores, el más casposo cine nacional. A mi me parece que lo que Almodóvar reinventa o perpetra en Los amantes pajilleros (título más adecuado) es el astracán con pluma: una variante de aquellas piezas teatrales disparatadas y supuestamente cómicas que tanto éxito púbico (sic) tuvieron hace ya casi un siglo y que, como puede verse ahora, con solo cambiar al "fresco" o pícaro de entonces por un trío de locas mariquitas, siguen pegadas a la piel dramática del ingenio peninsular.


El atracón (¿astracón?) de plumas a que nos somete la última de Almódovar, con su desfile de escenas deshilvanadas, carentes de un verdadero guión, romas de humor, muchas veces mal interpretadas y hasta con ostensibles fallos de maquillaje (¡quién lo diría!), es un disparate de tal calibre que resulta difícil pensar que no sea completamente intencionado; es decir, una mala peli hecha mal aposta. Si pese a todo van a verla, ya se percatarán de que una casi inaudible pero ronca voz en off repite varias veces a lo largo del metraje esta cantinela: «Yo soy Almodóvar y hago lo que me sale del chocho». Y lo dice. Y lo hace. ¿Será por eso por lo que algunos críticos han sacado a colación, en sus sofisticados comentarios de la obra, nada menos que El origen del mundo, el famoso cuadro de Courbet?

En la sala, con poco más de media entrada pese a ser el día del estreno, se oyen algunas risas, que se adivinan jóvenes. Pero parece que lo predominante entre el público es un gesto de expectación, alentado por el colorista arranque de los créditos de Mariscal y por una confidencia prometedora de Lola Dueñas, en la segunda secuencia. Aunque poco a poco todo se va transformando en perplejidad (¿o es solo somnolencia?), un poco de impaciencia (¿pero esto no cambia?), para terminar en tedio o hasta en fastidio. Es probable que, junto a la ya clásica división de opiniones irreconciliables que suscita el cine (y la figura) de Almodóvar, se esté abriendo paso una brecha generacional. O puede que haya asuntos de contoneo emplumado y basto mamoneo que sólo resultan graciosos a ciertas edades y en ciertos momentos. Al abandonar la sala, lo que veo sobre todo son rostros serios, incluso con síntomas de fatiga. «Ven a llorar en mi hombro la hora y media perdida», le dice un cincuentón a su acompañante, algo más joven. «¡Y los 9 euros tirados!», le contesta ella. Y ambos, ahora sí, ríen. Aunque no parecen saber muy bien por qué. 


sábado, 2 de marzo de 2013

Propósitos de marzo

La puerta del día (en la isla de La Palma). Foto AJR, 2013

Sostener un poema en la mañana
frente al grito 
estruendoso o larvado 
de la muerte.

Dar las gracias al dios del mediodía
por su rayo de luz 
y el dibujo del cielo.

Poner al lado de cada cosa noble
la misma intensidad 
y el ritmo libre
que acompasa las horas de la tarde.

Mirar el sol de sus ojos violetas.

Amar siempre la noche.

No dejar de soñar.


jueves, 28 de febrero de 2013

Fábula

Mientras cae sobre la ciudad una nieve madura que lucha por llegar virgen al suelo, el rey se abriga en su armiño de animal protegido y, abotargado y renqueante, se dispone a contemplar con ojos de sapo moribundo cómo se desmorona el reino a sus pies. La soledad de los monarcas es un corolario de su propia condición, casi un pleonasmo, el rugido o gruñido de su naturaleza. La perpetuación del instinto predador de una especie bubónica, interesada por igual en bestias y hembras, amenaza con solidificarse ante la mirada indiferente de la muchedumbre, que apenas recuerda los tiempos en que la vida transcurría fuera del túnel. No muy lejos, sólo un par de páginas hacia el sureste, las trompetas de la catástrofe se oxidan en medio de pendones deshilachados, mientras la voluminosa retórica de la saga pontificia, con vuelo felliniano incluido, se pliega sobre sí misma para añadir una nota al pie en el libro (falso) del Apocalipsis, allí donde Juan tuvo que dejar de escribir para no perecer también antes de tiempo. El héroe de la gabardina negra, ese hombre sin rostro que ha estado vigilando con paciencia las entradas y salidas de la Casa del Terror, se sube las solapas y con un gesto indiferente da por concluida su misión. «Aquí ya no hay nada que rascar», se dice. Luego, con paso sosegado, se dirige hacia la última viñeta del tebeo para que todo quede en orden dentro de la fábula.

Viñeta de John Constantine: Hellblazer. Tomada de aquí.

«Corina, Corina», todo está escrito

Todo está escrito. Y a veces hasta cantado. Por puritita casualidad, que diría Cantinflas, me ha salido al paso este himno anticipado, a ritmo de los años sesenta, del cotilleo nacional. Al nombre le falta una "n", pero a la letra no le sobra nada.