Francisco de Goya : Duelo a garrotazos o La riña, 1819-1823. Óleo sobre revoco pintado en la Quinta del Sordo y trasladado a lienzo. Museo del Prado, Madrid. |
Henry Matisse: Dance I (visión preliminar), 1909. MoMA, Nueva York. |
Muñeco ideado, confeccionado cosido y bordadopor Leonora Carrington. Tomado de masdemx.com |
Como caído del cielo —¿de dónde si no?—, en las postrimerías de abril vino a visitarme el Espíritu de la Tinta, tal vez el mismo que hace ya años se manifestara ante mi colega y sin embargo amigo Hari de Veneguera, ahora sumido en lacónica confusión. El Tintado revoloteaba por la casa, en forma de polvillo cabrón, y aquí y allá iba dejando regueros de mensajes subliminales que, no sin grave dificultad y con ayuda de la lupa capitolina, pude reconstruir sobre un pliego de fieltro que heredé de Mestre Elmart, allá en los tiempos duros de Eburia, y que desde entonces guardo por si un interprétame allá estos plomos cuando, como ahora ocurre con cada vez más inopinada indecencia, sobreviene en alguna de sus muchas infaustas suertes el apagón. Lo recolectado esta vez dice así: «Hacerse cargo del darse cuenta, / salir a flote sin salvavidas, / tomar el mando de lo vencido / y, al fin de todo, / como quien cierra tras sí la puerta, / mirar de nuevo al alto cielo / y seguir andando». No es mala retórica, me parece. Me quedo, sobre todo, con el remate. Seguir. ¡Andando!
Metro de Alfonso XIII, Madrid. |
Ilustraciòn de Javier Serrano. |
Tía Camila do Naranco (Dios la tenga en su Gloria) sería por sí sola una buena novela si alguien de los muchos que la conocimos fuéramos capaces de poner, negro sobre blanco, o incluso en gris sobre vidrio, solo unas pocas y bien seleccionadas de sus quisicosas, peripecias, facecias, apariciones, iluminaciones, ringorrangos, advertencias, consejas, admoniciones, ditirambos, trasuntos, untos, novelerías, amasijos, barrabasadas, apañadijos, cuélebres, parsimonias, chuflas, trastibillos, volantines, morteros, carillones, alumbres, candelerías, fuciñeiros, rabisacos, trocolotroes, arpegios, asubiados y, en fin, y a lo menos, algún melindroso y resabidillo cuento de nunca acabar que tan bien sabía contarnos a los rapaces de entonces, cuando la rodeábamos en la terraza de Cimadevilla y estábamos pendientes de su boca, mientras ella iniciaba la cantinela: