Eric Martín Contreras: La barca de Caronte, 2008. |
Caronte, el barquero de la Estigia, está perplejo. Por más que lee y relee el Edicto de Medidas Especiales (EME) para los días de la peste, no encuentra que su tarea esté incluida entre las consideradas de urgencia o primera necesidad. Con la que está cayendo y con el mes que se inicia —justo aquel en que el poeta, a la vista del Puente de Londres, dijo que «nunca hubiera creído que la muerte pudiera llevarse a tantos»—, en un estado así, ¿quién se atrevía a prescindir tan ostensiblemente de sus servicios? ¿Sería olvido? ¿Tal vez ofensa? ¿Acaso una variante, algo absurda pero no impensable, de la falta de lecturas del legislador? «Pues, no sé —se decía el Barquero mientras colgaba de nuevo el remo en el zaguán de su confinamiento—, pero como empiecen a cargarse los mitos, ni siquiera va a ser posible morirse de verdad». Y, muy apesadumbrado y algo más macilento, se iba a la cama.
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