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María Blanchard: Juguetes, 1920. Galería Juana Mordó. |
Debo confesar que algunos de los mejores momentos de mi vida han transcurrido en los duros paisajes de colinas peladas y grandes praderas por los que, en las tardes de los jueves y algunos sábados, cabalgábamos sin descanso Rayo de Plata y yo, él con su melena de escoba espeluchada, yo con la inefable pistola de pinzas de la ropa y una buen provisión de balines recaudados entre las vainas de las acacias. Lo cierto es que nunca sentí la necesidad de pedirle a los Reyes un revólver de aquellos, con cachas tan blancas y cartuchera negra, que a menudo veía en los escaparates de Casa Tomás y puede que también en Mi Tienda, colgados entre las panderetas, las zambombas, los tamboriles y justo al lado de las figurillas del belén que, envueltas en papel de periódico o arropadas con virutas y serrines, ya estaban esperando el regreso a sus grandes cajas de cartón para dormir de nuevo durante un año entero. Un tiempo que entonces pensaba —y quizás así era— que habría de tardar casi un siglo en volver. De todas aquellas ingenuidades, tal vez sea esta, la del tiempo infinito, la mayor de todas y de la que más difícil resulta aceptar la pérdida. Tanto que nos resistimos a dejar la esperanza de que algún día, tras el sueño, podamos comprender su misterio y darle cuerda como si de un juguete de Reyes se tratase. Estamos vivos de milagro.
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