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Salvador Távora, fotografiado por Valerio Merino («La Voz de Cádiz») |
(Lecturas en voz alta). A Salvador Távora, que acaba de fallecer en Sevilla, y a su grupo teatral La Cuadra le debemos muchos el descubrimiento de lo que el teatro tiene de experiencia física directa, no sólo como un lenguaje que habla a la mente, sino que implica a todo el cuerpo, convirtiéndolo en algo así como un instrumento musical de acordes vitales. Esa fue la lección que aprendimos con el montaje de Los palos, verdadero epítome del esfuerzo físico sobre un escenario. Del mismo modo que con Quejío nos habíamos aproximado a las posibilidades dramáticas del flamenco, cante y baile, en un formato hasta entonces casi inédito, diferente de los espectáculos coreográficos de, por ejemplo, Antonio Gades, y coincidente con parecidas incursiones hechas desde una perspectiva estrictamente gitana, como fue el inolvidable Camelamos naquerar, de Mario Maya y su grupo.
Hace ya ahora más de los proverbiales (y fatídicos) 40 años, esas y otras novedades formaban parte de la actividad cultural del Johnny, el Colegio Mayor San Juan Evangelista de Madrid, de cuya comisión de teatro tuve el honor de formar parte durante un par de años. En ese contexto, la posibilidad de tratar de cerca y poder asomarse un poco al mundo de artistas como Távora fue todo un privilegio. La fuerza de aquellas “revelaciones” sigue viva y afloran a la conciencia cuando la vida nos va demostrando, sin pausa y sin histerias, que estamos abocados a ver cómo “arden las pérdidas”, que dijo un poeta, y a seguir viviendo “entre tantos adioses”, que escribió otro. Buen viaje, maestro.