(Cinemagias, 🎬15). Como se ha dicho tantas veces, Hitchcock es el maestro insuperable en el arte de descubrirnos miedos y terrores que acaso no sabíamos que teníamos: a los pájaros, a la ducha, a las alturas, a las avionetas, al vecino de enfrente... Experiencias que, una vez descubiertas y reveladas por el extraordinaria manejo rítmico de las imágenes y de nuestras mentes, ya no nos abandonarán nunca y nos saldrán al paso en todos los momentos «sospechosos» de nuestras vidas, que a partir de entonces los serán casi todos.
Y no sólo hacia el futuro. Cada vez que vemos la insuperablemente terrorífica escena del carrusel sangriento de Extraños en un tren, se nos vienen a la cabeza todos y cada uno de los viajes que hicimos en la infancia en esas atracciones, sin excluir tal vez algunos gamberros juegos adolescentes. Y la angustia retrospectiva puede llegar a ser tan intensa, que por un momento logra aterrorizarnos de verdad.
Hasta que descubrimos que en realidad es un placer sentirla. Y que, de algún modo, con esa exaltación sensual y psíquica, le estamos haciendo un gran corte de mangas a todos los monstruos y criaturas abismales que viven agazapados en las esquinas cruciales de nuestras almas. Y que, por fortuna, aún (¡aún!) se desvanecen cuando les roza un poco de luz.