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«Mirad, chicos, el timing lo es todo en la vida». |
Vaya por delante que cuando afirmo que
Café Society, la última película de Woody Allen, es un Woody antológico, lo que quiero decir es que tiene la condición de repertorio de temas, motivos, obsesiones, pasiones, querencias y disidencias, técnicas, tácticas e incluso filosofías —si se toma esta palabra en su sentido más utilitario— de toda la obra del director neoyorkino, que cada otoño cumple con el rito de estrenar, por estos lares, una nueva historia. A veces la misma.
Ya mi amigo
Navajo, uno de los críticos de cine y series en los que más confío, al igual que
David Trueba o el imprevisible, salvo en algunos extremos,
Carlos Boyero, entre otros, han contado en primera persona la serena alegría que esta cita anual con Woody Allen supone para muchos amantes del cine. Lo que tiene de puro gozo por el simple hecho de permitirnos comprobar, además de la propia, la supervivencia de una estilo de arte cinematográfico, con todas las letras, más allá de la opinión que cada película pueda merecerle a cada cual. Y al margen de las frecuentes disensiones respecto al peso y significado que la nueva entrega vaya a tener en la muy dilatada, rica y coherente, además de siempre tan revisitable, filmografía de su autor.
De
Café Society, aunque parezca paradójico, lo que más me ha gustado ha sido su carácter por completo previsible. Supone un verdadero placer asistir al reconocimiento de los giros argumentales, comprobar el dominio del ritmo —tal vez la clave maestra del mejor Allen—, anticipar las ajustadas respuestas en los diálogos, volver a saborear la zumba habitual sobre la educación judía, la parodia del despiadado mundo de los gángsteres, el homenaje a los rituales del viejo cine, como exaltación de un tiempo dorado e ido, pero también como forma de resaltar el peso de la imaginación en nuestras vidas.
Y todo ello para contar una nueva historia, que viene a ser la misma crónica cercana y emotiva de los vericuetos azarosos del amor. Y en la que la banda sonora, llena de aciertos, vuelve a convertirse en un personaje más, y ni mucho menos secundario, Y, en fin, donde regresan las hermosas, cuidadísimas, mil veces vistas, pero siempre originales, «postales» de Nueva York, que no hacen sino aumentar hasta extremos insoportables mi nostalgia por la ciudad aún desconocida (¿cómo es posible sentir una nostalgia así?). Todo eso, en una medida justa y en un tono acaso más serio o menos divertido que otras veces, pero siempre con respiros de humor inteligente, está presente en esta historia de amor, azar y vida, de pasiones y crueldades, de cine puro.
Vi la película la semana pasada en los multicines de un centro comercial del Mar Menor, en una cómoda sala de medianas dimensiones, que para mi sorpresa casi se llenó. No es un dato menor, porque en los últimos tiempos, lo habitual es estar en el cine como en familia, rara vez con más de una treintena de espectadores —muchos iluminados por las pantallas de sus móviles— , a menudo incluso en soledad. A medida que iba avanzando la proyección, era una satisfacción, ya digo, ir revisitando los tópicos del octogenario director, como el que pasa las hojas de un libro favorito y comprueba que la expresión no sólo no ha envejecido sino que aún guarda alguna sorpresa, un nuevo destello, un juego maestro.
De pronto, bajo esta sugestión, eché en falta, no sin cierta alarma, un
tópico habitual en los filmes de Allen: las largas conversaciones en la calle, esas escenas peripatéticas llenas de gestos y naturalidad, que él ha sabido recrear como nadie y que aquí no aparecían por ningún lado. Pero no había acabado de pensarlo cuando, como si el proyector me hubiera leído el pensamiento, llenaba la pantalla una secuencia, no muy larga, pero suficientemente expresiva, filmada a pie de calle. Y poco después la pareja protagonista «posaba» y charlaba en un rincón inconfundible de Central Park, en lo que a todas luces cabe interpretar como una especie de firma y rúbrica de clara intención. Como si Woody Allen nos estuviera diciendo: «He aquí mi mundo, estos son mis poderes». Y, al otro lado de la pantalla, muchos asentimos.
Concluiré con una nota al margen. Aspecto destacable de
Café Society es el buen partido que Woody Allen vuelve a sacar a un actor tan característico como Jesse Eisenberg, con el que ya contó en
A Roma con amor. Este chico de pelo ondulado, nariz con marca de fábrica y gestualidad algo desbaratada, me parece un intérprete bien dotado y aquí hace una buena pareja con Kristen Stewart. Aunque he de confesar que también le tengo algo de ojeriza por lo bien que interpretó el papel de Mark Zuckerberg en
La Red Social, película excelente y tan dura que, en un mundo
comme-il-faut, hubiera supuesto el descrédito inmediato del biografiado y la huida masiva de los usuarios de su criatura vengativa, la famosa red Facebook. Aunque, por lo que se ve, ocurrió justamente lo contrario. Lo cual no viene a ser sino una confirmación de la deriva irracional del mundo. O de cosas peores. Pues bien, el efecto benéfico del rito anual de Woody es tan fuerte que, potenciado por otras influencias que, curioso azar, también me llegan desde Nueva York, puede que me replantee mi rechazo visceral hacia ese club al que está afiliada media humanidad. Puede.
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Con Woody en Oviedo, hacia 2008. ©SPM |