jueves, 10 de marzo de 2016

Lætitia Jarry


Si yo digo que tenemos una reina que no nos la merecemos, ustedes pueden entender lo que les plazca. Aquí, donde cae la hojarasca. O en la corte monegasca. Como prefieran. Pero lo que sí es real del todo es que tenemos una reina a la que no acabamos de comprender bien. O que quizás no sabe explicarse, por más que sea, haya sido, una profesional, y acreditada, de la comunicación. Veamos, por ejemplo, esos eseemeeses que ha desvelado el diario.es y en los que doña Lætitia da pruebas de ser poseedora de un estilo entre naif y acanallado en las distancias cortas expresivas, también entre cursi y campechano, cuando se trata de mandarle su apoyo de colega a un al parecer buen amigo de juventud, además de, según cuentan algunas crónicas, cómplice necesario para que ciertas citas premonárquicas se lograran y se mantuvieran en la intimidad. Nada del otro mundo. Ahora bien, lo que más llama la atención en su texto son esa «mierda» castellana y, muy especialmente, el «merde» francés, que brillan como joyas léxicas en pleno centro de los mensajes. Sospechábamos que Lætitia no es ni podrá ser nunca una reina convencional. Pero pocos han caído en la cuenta de que lo que en verdad está haciendo aquí la soberana es citar nada menos que a Alfred Jarry, quien en su Ubu Roi, precisamente, rompió con todas las convenciones teatrales e hizo que un actor se adelantase hacia el público, y mirándole fijamente a los ojos, lanzase aquel «MERDRE!» que todavía resuena en la dramaturgia occidental. La reina, que es persona cultivada y, según cuentan, bienhumorada, sin duda estaba pensando en Jarry y se puso, expresivamente, en jarras. Lo suyo no era tanto un chatear a la patalallana como hacer un puro ejercicio de patafísica. Y eso es todo.

Caricatura tomada de aquí.

lunes, 7 de marzo de 2016

Yo estrené mi juventud (aunque hace ya tanto...)


Al conocer la muerte de Francisco García-Salve, más conocido como «Paco el cura», inevitable y melancólicamente me he acordado de este libro, Yo estrené mi juventud, el primero y único que leí de él, en los años de Salamanca, en el colegio-seminario de San Agustín, supongo que hacia 1967 o 1968. No recuerdo apenas su contenido, pero sí que su tono me pareció entonces muy moderno en relación con otros «libros de formación» de la época. Y que debía de estar en sintonía con los tiempos de aggiornamento (es paradójico cuánto ha envejecido esta palabra) que se vivían entonces en la Iglesia. Aires nuevos que, en buena medida, fueron los responsables del cambio ideológico que a partir de los años sesenta y setenta fue extendiéndose entre buena parte de los jóvenes que fuimos educados en la más estricta ortodoxia de una España en la que la Iglesia y sus estructuras educativas eran casi la única vía para acceder a la cultura, a través de una enseñanza que, pese a todas sus constricciones, tenía la virtud de que no impedía la capacidad de reflexión (ni de construir frases subordinadas).

En lo poco que recuerdo de esta obra, tal vez muy comparable a ciertos manuales de autoayuda que hoy tienen tanto éxito, el mayor acento se ponía sobre una especie de entusiasmo vivificante (ese era, creo, el adjetivo): un ejercicio de alegría basado en el mensaje del amor de Cristo que, a diferencia de otras ideas dominantes y castradoras, además de a menudo terroríficas, estaba planteado en sentido positivo, incluso eufórico, tal como indica la propia ilustración de la cubierta del libro.

Al lado de las enseñanzas que por entonces se nos inoculaban con rigor minucioso, en este y en otros libros similares, de autores como José María Cabodevilla o Michel Quoist, muchos adolescentes de aquella época encontrábamos algo distinto que nos resultaba muy atractivo: un tono en el que, frente a la terrible negritud de obras como Energía y pureza,  quizás el mayor tratado de sadomasoquismo que haya leído nunca (lo dice alguien que en su juventud posterior fue lector de Sade y de Sacher-Masoch), nos acercaban una cara amable de nuestra fe de entonces y, en ese sentido, nos ayudaban a sentirnos menos desgraciados. Y estaba, además, el estilo: un lenguaje de cierta calidez, apoyado en un tono directo y en metáforas estimulantes que incluso podían parecernos provistas de calidad literaria.

No sé hasta qué punto en esta obra de su etapa como pedagogo jesuita estaba ya presente algún atisbo del acento social y comunista al que García-Salve dedicó el resto de sus días, al parecer sin entrar nunca en contradicción con los fundamentos de su fe, salvo en lo tocante a los dogmas jerárquicos. Tal vez no fuera un asunto cuyo estudio esté carente de interés. Y más en estos tiempos en que la confusión ideológica no solo es notable sino que a menudo resulta difícil saber de qué se está hablando cuando se habla de ideología.  

Esta mañana, cuando la cita diaria de la muerte ha subrayado, entre otros, el nombre de García-Salve, en alguna zona de mi disco duro se ha encendido la frase que encabeza este post. Y con ella, esta reflexión inacabada y algo perezosa sobre un asunto que, si bien puede que no sea del todo indiferente a los asuntos que hoy se dilucidan en el debate (y combate) ideológico, de forma inevitable se consuma y se consume en la consabida pero inevitable conclusión del tempus fugit. Y cómo.

viernes, 26 de febrero de 2016

La red sideral


Al volver sobre sus pasos vio que las palabras, desprovistas de cuerpo y liberadas por fin de toda función significante, le hacían guiños a través de su punto de fuga como si lo invitaran a elevarse en el aire y a sumarse a su danza en la red sideral...

y la red isderal ne azna dusa a esra musa yeria el ne es rave le ana rativ ni oliso moca gufe dotnu pused sevarta soñi ugna icahel etna cifingis noic nufa doted nifrop sada rebil yo preu ced sat si vorp sed, sarba lapsale uq oivso sap su serbos rev lov la

y la red sideral zen anda a sua erasmus yeriale el enrevás elea varatini oli so moca gufe donut pus de sevar tao si ñungaí cha telena cifingis no cinufa doted finpro sada rebil yo pure cedsat si vorp sed sarbal aplasque oviso pas suserbos vervolla

Για βήματά του, είδε τα λόγια, στερείται σώματος και κυκλοφόρησε μέχρι το τέλος όλων των σημαντικών καθηκόντων, έκλεισε το μάτι μέσω του σημείο φυγής του, σαν να καλούνται να αυξηθούν στον αέρα και να ενταχθούν χορό της στο αστρικό δίκτυο

шақырылған болса, онда дененің айырылған және барлық маңызды функциясы соңына қарай шығарды, ол сөздерді көріп, оның қадамдарын қайталау үшін, ол ауада көтеріледі және жұлдызды желі, оның биі қосылуға оның жойылып нүктесі арқылы подмигнул

追溯他的脚步,他看到的话,缺乏身体和所有显著功能月底公布,他通过其消失点眨了眨眼,仿佛受邀在空气上升,加入她的舞蹈恒星网

Al vol verso bresus pas os vi o quel aspa labras des pro vistas de cu erpoy libera das por fin de toda función significante, leha cían guiños a travésde supunto defu gaco mosilo in vita rana el evarse en ela ire ya sumar sea su danza en la red sideral.

Y así say...

Luna llena y murales frente al viejo Foro de Carthago Nova. 
Foto © AJR, 2015.

martes, 23 de febrero de 2016

El 23-F, siete lustros después

La escalera del Palace en la noche del 23-F. Foto © Ricardo Martín.
Siete lustros después, frente a la pantalla gigante del cine Capitol, donde El País nos ha invitado al estreno de un documental que narra cómo se vivió en el periódico «la noche más larga de la democracia», la sensación que se me impone sobre todas las demás es esta: parece mentira que haya pasado tanto tiempo, ¡nada menos que 35 años!

Y es esa misma punzada, acerada por la contraposición física entre el antes y el ahora, la que sobrevuela la sala, casi al final de la proyección, mientras pasan los títulos de crédito y junto a fotogramas fijos de las personas que han reconstruido con sus testimonios la historia, la mayoría de ellas empleadas del periódico, pero también diputados presentes en el hemeciclo (Bono, Landelino, Margallo...), un alto militar, algún guardia civil, camareros del Palace, entre otros; al lado mismo, como digo, de esos planos fijos de los testigos (y testigas, que diría Chus Lampreave) se proyectan fotos suyas de aquel año. Imágenes que de forma inevitable señalan el paso, peso y poso de toda una vida. Y revelan, con toda su viva crueldad, las heridas del viaje. 

Creo que hacía cinco años que no me había vuelto a acordar, o apenas, del aniversario del que quizás sea el segundo hecho político más determinante del que guardo memoria (el primero, cómo no, fue el Óbito). Será el hechizo de las cifras redondas. Es probable que esta vez, de no mediar la iniciativa de El País, tampoco le hubiera prestado especial atención. En la cola de acceso al cine se voceaban, sin demasiada convicción y mientras Juan Luis Cebrián se apresuraba a subir a un lujoso automóvil, ejemplares de la edición que El País sacó a la calle aquella noche y que, como el documental citado subraya, también contribuyó a que la aventura de Tejero acabara convertida en una bufonada, aunque bien pudo ser una tragedia. 

En el documental, ese carácter casi sainetesco de la intentona queda de relieve con el ameno testimonio de Miguel Ángel Aguilar, tal vez el más distendido e inteligente de todos, junto con el de Bonifacio de la Cuadra. Con su particular manejo de la ironía, Aguilar narra cómo le propuso a un colega sorprender con una zancadilla a uno de los guardias civiles, para reducirlo, quitarle el arma y gritarle al coronel golpista: «¡Ríndete, Tejero, que han llegado los leales!».  Me hizo también ilusión (no sé si es la palabra exacta) ver y oír las precisas explicaciones del periodista Fernando Orgambides, antiguo colega del Johnny y de la Facultad de Ciencias de la Información.

En esta ocasión, además de volver  a revivir la incertidumbre y el miedo de aquellas horas, en las que en algún momento Sagrario y yo hablamos de marcharnos a Neuss, en Alemania, donde vivía toda su familia, he vuelto a caer de bruces sobre la foto de la escalera del Palace (arriba). Estaba proyectada a toda pantalla cuando entramos en la sala. En ella se ve a un grupo de periodistas y fotógrafos completamente entregados a la lectura del único periódico que salió a la calle en aquella horas (el Diario 16 lo haría bastante después, cuando la cosa estaba más o menos clara). Un periódico cuya portada, con una ambigüedad calculada, incluso desde el punto de vista tipográfico, anunciaba: «Golpe de Estado: El País con la Constitución». 

Desde hace años, en relación con esa foto me persigue una duda que tampoco en esta ocasión he podido despejar: la de si la persona con barba que aparece sentada hacia la mitad de la escalera, a la derecha (según se mira), es o no Ángel Luis Fernández, periodista talaverano, viejo amigo, muy cercano en la época en que ambos éramos estudiantes (incluso compartimos piso). Y fallecido de cruel enfermedad pocos años después. La foto ha sido documentada de forma minuciosa, como puede comprobarse en esta página, pero esa persona, que podría ser mi viejo amigo, continúa sin identificar.

Confío en que no tengan que pasar otros siete lustros para salir de dudas. Aunque, ahora que lo pienso, no sería un mal síntoma el poder seguir recordando, para entonces, aquellos tiempos que ya hoy nos empiezan a parecer remotos. Estaríamos nada menos que en 2051, mañana mismo como quien dice... 

sábado, 20 de febrero de 2016

Los días con Pancho

Pancho en Los Narejos, verano de 2014. Foto © Ángela Pinto.
No necesito hacer grandes cálculos para llegar a la conclusión de que Pancho, el perro de La Posada y mascota de la familia, es el ser vivo con el que más tiempo he pasado en los últimos quince años. Son los que él cumple precisamente en este 20 de febrero. Una edad que, si fuéramos a hacer caso de esos cálculos que tratan de encontrar equivalencias entre la vida del ser humano y la de otros animales, lo retrataría como un anciano más cercano a los ochenta que a los setenta. Lo que, sin ser del todo descabellado, no se corresponde con su todavía buen aspecto general, una elegante y hasta coqueta madurez, si bien no carente de achaques y de claros y latosos síntomas  de un lento pero perceptible declinar.

Si digo que Pancho es una de las mejores cosas que nos han ocurrido a la familia en este tiempo, puede parecer que estoy exagerando. Puede que sí. Pero también estoy diciendo la verdad. O no del todo: porque si algo tenemos claro a estas alturas –y seguro que quienes compartan su vida con un can estarán de acuerdo– es que nuestro perro es uno más de la familia. O dicho de otra forma: somos los miembros de su manada. Así que hoy celebraremos la cifra redonda de los quince años de uno de los nuestros agradeciéndole la fidelidad y la alegría, quizás las dos palabras que primero se me vienen a la boca si trato de hacer un resumen de lo que Pancho significa y ha venido siendo en estos años. Dos palabras a las que puedo añadir, a modo de pinceladas biográficas y en claro homenaje a tan buen como extraordinario amigo, algunos párrafos más.  

Pancho, un mestizo de yorkshire terrier, tal como lo definió el veterinario en su cartilla de identificación (el DNI canino), llegó a la familia desde Segurilla, su lugar de nacimiento, el 5 de abril de 2001, como regalo de cumpleaños, también familiar, vía María y Jose, para Clara, mi hija. Yo nunca había convivido con un perro, sí con varios gatos (Morito, Voyou, Sugar…), en diferentes momentos y circunstancias, y tenía una gran admiración por la elegancia e independencia felinas. Así que en principio no era muy de perros. De hecho, creo que si me hubieran pedido opinión previa, hubiera puesto algún reparo.

Pero lo cierto es que Pancho me ganó desde el primer momento. Para ser exactos, desde la primera noche: como no cesaba de llorar en el rincón algo apartado que le habíamos asignado en la casa, acabó durmiendo en la alfombra de mi lado de la cama, aferrado a mi mano, que en aquel momento debió de ser para él lo más parecido al calor perdido de su madre. Es probable que esa experiencia marcara nuestro destino en común.

Los acompañantes de perros (iba a escribir «dueños», pero conviene llamar a las cosas por su nombre) podemos ser muy pesados describiendo las mil y una cualidades que adornan a nuestras mascotas. Fidelidad, gracia, sensibilidad, listeza… son algunas de las palabras que suelen oírse en boca de quienes cuentan y no paran. Todas son ciertas en el caso de Pancho. Así que me las ahorro. Sólo me detendré en destacar lo que puedo definir como el principal rasgo de su personalidad: un carácter fuerte, que se demuestra tanto en la apertura de miras y la valentía con que se relaciona con el mundo,  como en la aguerrida manera con que defiende su comida, sobre todo si cree que alguien  puede disputársela. Y hasta en cierta tozudez o incluso empecinamiento en no obedecer algún tipo de orden; verbigracia, la de que suelte algún «tesoro», comestible o no, encontrado en la calle. Aún conservo en mi mano derecha, por encima del pulgar, una mínima cicatriz que es huella de un intento de quitarle un hueso que me pareció que podía dañarle.

A vueltas con el nombre
Ese carácter franco y valeroso se puso de relieve de forma tan temprana que cuando el veterinario nos preguntó el nombre del animal, no dudé en añadir al «Pancho», que había decidido sin posible réplica Sagrario, un «Valiente» a modo de apellido, y así figura en su cartilla. De buena gana hubiera incorporado también, para completar la filiación, un «Orejudo», como rasgo evidente de fisonomía. Pero tampoco quería que el galeno de canes me tomara, además de por un excéntrico, por alguien redundante. Lo cierto es que todavía hoy  a los niños que me preguntan «cómo se llama el perrito» suele decirles que Pancho Valiente Orejudo. Y, por lo común, le vuelven a mirar con muchísimo más respeto.

Ahora sé que Pancho no podría haber tenido un nombre más apropiado. Sagrario, una vez más, tenía razón. Pero yo durante algún tiempo, tal vez cinco o diez minutos, fantaseé con la idea de que se llamara Chéspir, mitad por indisimulada pedantez,  mitad por sonoridad. Lo de Valiente, lo confesaré también ahora, además de por lo del carácter, fue un intencionado homenaje  al poeta Valente, que tenía un muñeco que se llamaba Pancho  e incluso le dedicó un poema.

De cualquier forma, lo que está fuera de toda duda es que la “che” parecía como predestinada para Pancho. La primera vez que salió a la calle fuimos al parque de Berlín, y allí hizo su primer amigo: un perrillo eléctrico, de pelaje intensamente negro, con motas marrones en las patas y hociquillo punzante. Era un pincher. Se llamaba Pincho. Lamentablemente, le perdimos pronto la pista. Su dueña también era muy guapa.

Un can enciclopédico y filósofo
Cuando Pancho llegó a casa, yo iniciaba una nueva etapa profesional. Acabábamos de crear Letraclara, una pequeña empresa de servicios editoriales que se estrenó con una ardua tarea: la actualización de la enciclopedia Espasa en la que acabaría siendo su última y parece que definitiva edición. El trabajo, que realicé coordinando un equipo de excelentes profesionales, compañeros y sin embargo amigos, suponía nada menos que el chequeo y expurgado de los 70 suplementos (unas 80.000 apretadas páginas) que la venerable enciclopedia había ido publicando desde 1934, para actualizarlos y transformarlos en ocho manejables volúmenes que prolongaran la vida práctica de una obra que se había vuelto, además de obsoleta en muchos aspectos, del todo ingobernable.

Aquel trabajo, que realizábamos casi en cadena, me llevó a mantener durante algunos años un horario nocturno y solitario (ya lo hacíamos todo on-line), en un estudio cercano a mi domicilio. Y como para entonces, en la distribución familiar de turnos para sacar a Pancho a la calle,  se me asignó el de la noche, solía llevármelo al despacho. Y allí, dormitando entre suspirillos o roncando a pierna suelta (y con las dos en alto) sobre un cómodo sillón que convirtió en su cubil, Pancho asistió a todo el trabajo enciclopédico y a no pocas conversaciones –la mayoría de las veces por teléfono, pero también presenciales– sobre los más variados temas.

Doy fe de que en más de una ocasión, en pleno fragor de una charla de madrugada acerca de la conveniencia o no de incluir una biografía o sobre qué extensión darle a los hallazgos que se iban produciendo en Atapuerca, vi cómo Pancho levantaba unos ojillos muy espabilados, me miraba, no sé si con admiración o con misericordia, y después apoyaba la cabeza sobre las patas delanteras y adoptada una postura a lo Anubis en la que podía permanecer durante mucho tiempo. Más de una vez estuve tentado de pedirle consejo, como el que consulta a un oráculo. Incluso creo que alguna vez lo hice. De esos estados solían sacarle los distintos sonidos del ordenador, que acabó reconociendo con exactitud. Cuándo aún no se había iniciado la ráfaga de la musiquilla de Windows que marcaba el cierre de la sesión, Pancho ya había saltado de su sillón y estaba moviendo el rabo cerca de la puerta. En esas actitudes, unidas a la decidida defensa de su comedero, me inspiré para dedicarle unas coplillas, cuya estrofa inicial decía:
                                                   
                                           Mi perro es un gran filósofo,
                                           todo el día está pensando:                                        
                                           cuando no piensa en su pienso,
                                           piensa en el pienso de Pancho.

Las historias pendientes
Podría contar otras muchas cosas, un sinfín de anécdotas. Tal vez algún día lo haga. Hablar por ejemplo de las «charlas» de Pancho con su más antiguo amigo, Monty, un west highland white terrier con el que, sin hacer caso de viejas y humanas rivalidades (inglés frente a escocés), mantiene una relación muy cordial, convertida a estas alturas en una de las más sólidas amistades caninas de La Prospe, nuestro barrio madrileño, por el que hemos dado juntos tantas caminatas nocturnas.

O la terrorífica aventura del husky talaverano: tal vez el momento de mayor terror de la vida de Pancho, si se exceptúan los enfrentamientos con Túbal, el enorme perro lobo (¿o era un pastor alemán?) del quinto, de unas cinco o seis veces su envergadura, y con el que no solo no estaba dispuesto a compartir territorio sino que era capaz de hacerle frente, como ahora le pasa con Rocky, el setter del segundo. Y las relaciones con sus parientes caninos: Lucas, hermano de sangre, o Dimas, primo por parentesco diferido, al igual que Lúa y Riky, sin olvidar al indescriptible Lupo, que tenía alma y hocicos de simio, o a la pequeña y dulce Cleo, la última llegada a la gran manada de los Ramos y los Pinto y allegados.

En unas hipotéticas  memorias de Pancho no faltaría el recuerdo de los meses aquellos en los que gozó de cierta fama en las ondas, en su papel de perro de Farero, en el programa Hablar por hablar, en la época en que lo conducía Mara Torres. Ni la mención de los cuentos y poemas que ha protagonizado en algunos libros con los que todavía aprenden a leer los niños españoles. O las largas temporadas en el Mar Menor, las carreras por la playa, la desconfianza ante el rumor y el trasiego de las olas. O la marcada evolución en sus referentes humanos (la cambiante percepción del orden en la manada), que le ha llevado a convertirse, ya desde hace años, en la sombra de Sagrario, hasta extremos que parecen difíciles de creer. También en esto, somos amigos de aficiones compartidas. O, en fin, la curiosa, contradictoria, intensa relación con su verdadera dueña, mi hija Clara, que a estas alturas es la que mejor conoce todas sus intenciones y sus estados de ánimos (y viceversa). Y a la que, tras años de rivalidades y disputas, y sin que hayan cedido del todo, ha terminado por convertir en su mejor amiga.

Pancho es un personaje muy importante de la historia familiar y es una suerte poder seguir contando con su compañía. Ahora ya no está tan a menudo conmigo en el lugar donde trabajo, pero seguimos compartiendo madrugadas en las que, con la casa en silencio, le gusta venir, pasito a paso y algo desorientado, hasta el salón, a ver qué hago. Y se tumba a mi lado y me mira como preguntándome si también a mí me parece que este invierno está haciendo un frío más raro que nunca. Y luego suspira un poco, se hace un ovillo y se duerme.

Día de Viento en el Puente de Hierro, en Talavera. Con Clara y Pancho, en 2007.

jueves, 11 de febrero de 2016

Bifurcaciones (2)


Bendita dispersión, cuánta alegría
siembras en el alfiz de la mañana:
miles de puertas sobre el día abiertas
y un vendaval de olores en el aire.
Si no fuera la nube que se cierne
con su sombra de duda sobre el campo...
Si no fuera la noche, que es inmensa
y puede devorar el día entero.
Grávida de mil vidas, esta vida
tan delicada, tan fugaz, tan poca
cosa que apenas da tiempo a decirla,
es cuanto tengo: mi único tesoro,
la barca que se inventa su derrota,
el sinsentido que todo lo explica.
Bendita dispersión: el viento pudo
llevar contigo la semilla al mar.

(Este poema es el envés de este otro publicado hace unos días).

Ilustración:
Mandala esotérico, con sus 14 círculos
girando en torno a un universo interior.
Tomado de aquí.

martes, 9 de febrero de 2016

Por los pelos

©Javier Zabala, 2014.

A la realidad no hay por dónde cogerla, es inaprensible. Entre otras cosas, porque estamos inmersos en ella, somos parte de ella, nos rodea por todas partes. Y no puede haber nada más inútil que el intento de salvarse de un hundimiento tirando de la propia cabellera, si es el caso y uno conserva algo de la osadía del barón aquel. Pero por algún sitio hay que empezar. Cada día. Hacerlo in media res no es sólo un buen método, narrativamente hablando, y de eficacia probada, sino que tal vez sea el único modo posible. Aunque la capacidad humana para actuar como si no nos diéramos cuenta está tan enraizada en nuestras costumbres, que incluso podemos sopesar la posibilidad de que realmente no nos demos cuenta.  Casi seguro que es por eso, y por buena educación, por lo que suspendemos o aplazamos la perplejidad en que nos sume a menudo el trato con el mundo. Y día a día sobrevivimos a esa extrañeza, tan cautivadora. Casi tanto como el uso abusivo del plural, nada mayestático y sí muy egotista, pues seguramente lo único que subraya es nuestra radical incapacidad para estar solos. 

(Tiempo contado, lunes, 8 feb 2016, 11:55 am)

Ilustración de Javier Zabala para Las aventuras del barón Münchausen, de Nórdica Libros. Publicada con permiso del autor.