Esta manera de «leer» a Juan Rulfo, con frituras y ecos como de dictado al fondo, pero en la propia voz del escritor, es una experiencia inolvidable. El texto («¡Diles que no me maten!», uno de los cuentos más desoladores de El llano en llamas) nos llega de una forma que lo vuelve una realidad física inmediata, muy poderosa, cercana a una percepción que roza los límites de la absoluta objetividad. Quiero decir que es así, sin duda, cómo Rulfo entendió el texto, que este era el ritmo y ese el fraseo con que resonaba en su cabeza, incluidas algunas licencias gramaticales que el texto escrito, o su edición, no se permitió. Y aunque su «realización» puede que no sea la más perfecta desde un punto de vista «interpretativo», sí es la más exacta. O, al menos, la que más cerca nos deja del espacio íntimo de la creación de estas palabras prodigiosas.
Rescatado de la arcones de La Posada. Primera publicación: 04/10/20013, a las 18:27.
Hoy, viernes 13/11/2015, en el Día de las Librerías y para conmemorar el sexagésimo aniversario de la publicación del otro gran título de Juan Rulfo, Pedro Páramo, la librería de Madrid que lleva el nombre del escritor mexicano ha organizado una lectura continuada de la novela, a la que me hubiera gustado sumarme. Como no me será posible, sirva esta republicación como reconocimiento y homenaje a una de las voces imprescindibles de nuestra lengua. Y con el añadido, además, de que otro gran autor mexicano, Fernando del Paso, acaba de ser distinguido con el premio Cervantes. Cuántas cosas buenas nos han venido de México, empezando por la labor de foco cultural que la librería del Fondo de Cultura Económica, recientemente reinaugurada, lleva décadas realizando en pleno corazón de Moncloa, al pie mismo de la Ciudad Universitaria.
A modo de trasluz. La fusión sensorial e intelectiva entre imágenes y palabras, aunque sea una muy antigua retórica de la humanidad (seguro que el homo sapiens de Altamira ya le puso palabras al bisonte parietal), hoy hace posible un modo de expresión que las nuevas tecnologías vuelven inmediato. Y acaso más poderoso que nunca. El emisor (al que objetivamente podríamos llamar artista) debe saberlo. O, por mejor decir, no debería ignorarlo. De este modo, los dos poemas que he colgado arriba, la fotografía y el haiku, deberían ser capaces de crear en su confluencia un tercer objeto expresivo cuya existencia solo es posible (y perceptible) en la medida en que ambos producen sus efectos de forma simultánea. En clave realista, ambos comparten referentes inequívocos (luz, nubes, palmeras), otros sospechables (viento), mientras que sólo a la peculiar naturaleza sugeridora de las palabras corresponden criaturas, objetos, sensaciones o incluso conceptos como los enunciados por «sorbos de luz» o «crines del viento». Y sólo del poder de la imagen plástica derivarían las extensas sensaciones, tan difusas o precisas como el receptor logre identificar, que es capaz de provocar un paisaje mediterráneo. Ahora bien, unas y otras, palabras e imágenes plásticas, son hijas del mismo oasis que las engendra y, en su apareamiento, fundan un nuevo lugar común, tal vez un paraíso, cuyos habitantes son los hijos de la palabra pintada porque sí y la imagen que habla de sí misma. Es decir: el paraíso de la vida sensible alrededor. Si bien visto, claro está, desde dentro.
Por inevitable, pero también buscada, asociación de ideas (sin excluir la analogía, poderosa herramienta poética) busco y cuelgo este estremecedor fragmento de la película de Pink Floyd, The Wall (1982), que por pura casualidad zapeadora volví a ver hace dos noches en el canal TCM, cuando tan poco faltaba para el vigésimo aniversario del suceso del Muro (1989, es decir, siete años después; hoy mismo, a estas horas).
Hay muchas reflexiones posibles, pero puedo resumirlas en dos:
Primera. Los muros más difíciles de derribar suelen estar dentro.
Segunda. Los muros sólo es posible derribarlos, verdaderamente, desde el interior.
Y siempre nos quedará… Berlín.
Imagen superior: Fragmentos del muro en el Parque de Berlín de Madrid. Foto by xuanxu, tomada de Panoramio.
Seis años después rescato esta entrada del fondo de los arcones de la Posada.
Fue publicada el 9 de noviembre de 2009 a las 20.21.
Creíamos que lo sustantivo del famoso mensaje de ET era el deseo de retornar a casa. Y así parecía entenderse con claridad en ese «Phone home» que se repite como un mantra en la que tal vez sea la secuencia central de la película. O al menos el momento en que la historia toma la dirección decisiva. Pero he aquí que la versión doblada al español que mayoritariamente vimos por estas tierras hizo algo más que popular una traducción, sin duda acertada en su significado, aunque carente de la contundente eufonía de la expresión inglesa: «Mi casa, teléfono». Una aposición que, al sustantivar las dos palabras, obviando la acción verbal también latente en el original, ponía en el mismo plano el destino y el medio, el viaje y el vehículo, la nostalgia y la habilidad.
Y hete (¡ET!) aquí que en la "traición" de esa traducción acaso estaba latiendo una profecía que hoy vivimos como cosa cotidiana y común: lo que ET estaba anunciando, entre nosotros, ¿no sería que en el mundo (del futuro) en el que él vivía su casa era el teléfono? Verdadera o solo ocurrente, lo indudable es que por acá así andamos, cruzándonos y a veces esquivando por las calles, en el metro, en los parques, por todos sitios, a gentes que viven en las pequeñas (o no tanto) pantallas de sus móviles, transformadas en sus auténticas casas, el principal lugar de residencia.
Una realidad que sin duda habría resultado algo más que extraña (ET) en aquel ya remoto tiempo en que el pequeño extraterrestre vino a visitarnos.