¿Alguien sabe, recuerda o tiene noticia de si hubo una vez, hace más o menos medio siglo, un tipo de barra de pan que recibía el nombre de fabiola? Ahora que ha fallecido la reina de los belgas, española de alcurnia, hermana de aquel genio caradura del monóculo, su nombre, Fabiola, además de a viejas novelas de romanos, me sabe a la hierba de la infancia, en concreto a su pan. No podría jurar que no sea este un falso recuerdo, ni lo contrario. Aunque si pienso que rebeca fue el nombre que tuvo, también por aquel entonces, una prenda de vestir así llamada por la protagonista del filme homónimo de Hitchcock (eso lo supe mucho después), lo recordado adquiere cuerpo y se ilumina con tanta precisión que parece como si el hecho en que se funda acabara de ocurrir y estuviera recién horneado. ¿No lo huelen? Es lo que tiene el pan de la infancia: se mastica a lo largo de toda la vida. Puede que sea el único verdadero alimento. O al menos el único digno de ese nombre.
Y es lo que pasa hoy, 6 de diciembre, con el rostro agrietado de la señora Consti (¡qué crudeza!). Acabo de leer en El País de papel un artículo del profesor Santos Juliá que desarrolla con suficiente extensión y claridad lo que yo mismo pienso, salvo por algunos matices, acerca de la encrucijada institucional en que estamos sumidos. Coincido en que, al tiempo que es preciso reformar lo que ya no sirve, también es necesario reivindicar, en estos tiempos crudos, lo que en nuestra juventud fue, sin duda y con todas las salvedades que se podrían hacer, un triunfo de la creatividad frente a la inercia, de la generosidad frente al rencor y, acaso con mayor precisión, el fruto del esfuerzo que unos y otros estábamos haciendo para sacar el arado de la historia del surco de Caín. Y ahí lo dejo.
Con el paso de los años, los estratos de la vida, quizás porque hay algo en el tiempo que se mueve en espiral, tienden si no a confundirse sí a solaparse. Hoy, sobre la piel fría de este día ya preñavideño (sic), en mi conciencia se superponen el pan de la infancia y el entusiasmo de la juventud. De algún modo que sería complicado desmenuzar (aunque puede que ya esté hecho, o al menos desmigado), una y otra querencia me impulsan a lanzar, sin estridencias pero con convicción, un saludo vibrante, que no llega a ser un grito, aunque lleva expreso el deseo de que se oiga bien: ¡Viva la Constitución!
Muchacho con una cesta de pan, de Evaristo Baschenis, 1655.