sábado, 6 de diciembre de 2014

El pan de la infancia


¿Alguien sabe, recuerda o tiene noticia de si hubo una vez, hace más o menos medio siglo, un tipo de barra de pan que recibía el nombre de fabiola? Ahora que ha fallecido la reina de los belgas, española de alcurnia, hermana de aquel genio caradura del monóculo, su nombre, Fabiola, además de a viejas novelas de romanos, me sabe a la hierba de la infancia, en concreto a su pan. No podría jurar que no sea este un falso recuerdo, ni lo contrario. Aunque si pienso que rebeca fue el nombre que tuvo, también por aquel entonces, una prenda de vestir así llamada por la protagonista del filme homónimo de Hitchcock (eso lo supe mucho después), lo recordado adquiere cuerpo y se ilumina con tanta precisión que parece como si el hecho en que se funda acabara de ocurrir y estuviera recién horneado. ¿No lo huelen? Es lo que tiene el pan de la infancia: se mastica a lo largo de toda la vida. Puede que sea el único verdadero alimento. O al menos el único digno de ese nombre. 

Y es lo que pasa hoy, 6 de diciembre, con el rostro agrietado de la señora Consti (¡qué crudeza!). Acabo de leer en El País de papel un artículo del profesor Santos Juliá que desarrolla con suficiente extensión y claridad lo que yo mismo pienso, salvo por algunos matices, acerca de la encrucijada institucional en que estamos sumidos. Coincido en que, al tiempo que es preciso reformar lo que ya no sirve, también es necesario reivindicar, en estos tiempos crudos, lo que en nuestra juventud fue, sin duda y con todas las salvedades que se podrían hacer, un triunfo de la creatividad frente a la inercia, de la generosidad frente al rencor y, acaso con mayor precisión, el fruto del esfuerzo que unos y otros estábamos haciendo para sacar el arado de la historia del surco de Caín. Y ahí lo dejo. 

Con el paso de los años, los estratos de la vida, quizás porque hay algo en el tiempo que se mueve en espiral, tienden si no a confundirse sí a solaparse. Hoy, sobre la piel fría de este día ya preñavideño (sic), en mi conciencia se superponen el pan de la infancia y el entusiasmo de la juventud. De algún modo que sería complicado desmenuzar (aunque puede que ya esté hecho, o al menos desmigado), una y otra querencia me impulsan a lanzar, sin estridencias pero con convicción, un saludo vibrante, que no llega a ser un grito, aunque lleva expreso el deseo de que se oiga bien: ¡Viva la Constitución!


Muchacho con una cesta de pan, de Evaristo Baschenis, 1655.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Allí ve Sevilla


Siempre que tomo el bus 9, que va de Hortaleza a Sevilla, generalmente en la parada de López de Hoyos casi esquina a Fernández Oviedo, caigo en la cuenta de que esto no es Buenos Aires.  En principio, me alegro, claro. Nadie rompe la realidad impunemente, ni siquiera en sus segundas acepciones, sean estas ecológicas o no. Pero después siento una nostalgia extraña y hasta estruendosa, contra la que no puedo luchar, y avanzo por las calles de Madrid como Martín Fierro por la pampa.  La ensoñación suele durarme hasta el viejo palacio mudéjar de ABC o, como mucho, hasta el Museo Arqueológico, nada más dejar atrás la grande bandera de Colón, manda güevos, que corta el viento a todo trapo entre las más bien cubistas naos de piedra. Ya en Alcalá, miralá, miralá, soy otro hombre. Al descender en la isleta de Cibeles, echo una moneda al aire para decidir el rumbo. Según sube el cobre, a veces me quedo escudriñando el cielo, golpiado por su proximidad, pasto fácil de su desmesurada belleza, entre las corrientes contrarias del gentío y un marcado sentido personal del embeleso bobo, que no es más que un modo fácil de manejarme con la cámara lenta. Si sale cara, me dirijo hacia el Círculo y, a la sombra de su Minerva poderosa, doy el día por salvado. Pero si sale cruz, tampoco importa. Lo que se decide con esa pequeña inspección del azar tiene menos valor que el hecho de haber llegado a las cercanías de Sevilla y poder comprobar que sigue allí, en la pared de siempre, la escueta sombra grafitera que un día, cuando laboraba de «turronero» en el antiguo edificio de Correos, sección Buzones, me dio la bienvenida al nuevo tiempo que entonces comenzaba a abrirse en mi vida y que ahora, más de cuatrocientos años después, aún me conmueve hasta estirar un poco el pergamino de mis lívidas mejillas y ponerme al borde del milagro. Quién estuviera vivo para poder llorar. O reír. A mandíbula batiente, cómo si no.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Luz de noviembre


Dejemos que la lluvia nos golpee la cara,
que los ojos descubran el alma de las cosas.
No le pongamos límite al sueño de las nubes,
que el viento sople libre, que las semillas vuelen.
Aunque acaso seamos solo cañas que piensan
y a veces sienten miedo de su azúcar oculto,
despleguemos las velas de los días  fugaces
porque sólo está vivo de verdad lo que muere.
Cualquier día seremos en la rueda del tiempo
partículas molidas en el confín del cosmos.
Vivamos cuanto ahora la vida nos regale,
la suerte de sabernos sentir y ser sentidos
en un instante eterno que es este mismo instante.
Esta luz es la luz y en su luz está todo.


Rescatado de los Arcones de la Posada
Primera publicación, con el título November bye, 30 nov 2012; a las 19:56 
(hace exactamente 2 años, ayer como quien dice).

lunes, 24 de noviembre de 2014

Juan «Cervantes» Goytisolo


La concesión del premio Cervantes a Juan Goytisolo es una suerte de reconocimiento con cierta propensión a la redundancia, valga el circunloquio. Quiero decir que a pocos escritores vivos del ámbito hispánico les cuadra con mayor exactitud la condición de heredero de Cervantes que al autor de Señas de identidad (título que convirtió la frase en tópico), Reivindicación del Conde don Julián (que acabó siendo Don Julián a secas), Juan sin TierraMakbara o Telón de boca, por citar a vuelapluma los libros de su autoría que más huella me han dejado, y a los que debería añadir los ensayos de Disidencias y textos directamente autobiográficos como Coto vedado o En los reinos de taifa.

Aunque, si los recuerdos no me engañan, fue un libro algo atípico entre los suyos, Campos de Níjar, la primera obra de Goytisolo que leí, y con un deslumbramiento similar al que entonces (o un poco antes) me había producido el Viaje a la Alcarria, de Cela. Esa obra me llevó a viajar a Almería, para conocer sobre el terreno unos paisajes y una realidad que ya no eran los del libro, pero tampoco todavía los de la posterior «revolución de plástico». Pese al tiempo transcurrido y la realidad transmutada, me sigue pareciendo una obra de enorme interés. Volví a ella hace unos meses, tras ver la última película de David Trueba, por meras afinidades espaciales.

Del mismo modo, sus narraciones escritas desde el otro lado del Estrecho, que leí con entusiasmo compartido con muchos amigos y amigas de entonces, influyeron de forma decisiva en mi interés por conocer Marruecos y me sirvieron de guía emocional y estética tanto entre las calles de Tánger como, y sobre todo, en la intensa experiencia que viví la noche en que llegué a la plaza Xemáa el Fná, cuyo espacio había leído y deletreado en sus obras (también en las Voces de Marrakech, de Elías Canetti).

Pero a Goytisolo debo agradecerle, además, el descubrimiento de la obra de José María Blanco White,  así como un acercamiento explícito a la visión de la historia de España sostenida por autores como Asín Palacios, Américo Castro o Emilio García Gómez. Una enriquecedora perspectiva, llena de razones que habían sido falseadas y de sensaciones reprimidas, frente a la esclerótica imagen de la «historia oficial» que el franquismo y el tradicionalismos católico habían inoculado en la formación que entonces recibíamos, imagen y enfermedad hoy felizmente superadas, al menos en el terreno formativo, aunque no hayan dejado de segregar retoños más o menos contumaces.

De esas lecciones, que quizás no siempre fueron bien asimiladas y que otras veces, al pasar el tiempo y ampliarse los puntos de vista, resultaron discutibles y fueron discutidas o reinterpretadas, me queda una valoración del escritor ahora premiado como un gran disidente, un pensador libérrimo, un creador comprometido física y moralmente con su escritura y un gran renovador de la prosa hispana.

Todo eso podría resumirse diciendo que, en realidad, Juan Goytisolo es sobre todo un fiel discípulo de Cervantes, uno de los que con mayor riesgo y acierto ha seguido las huellas de la gran innovación cervantina, hasta conseguir añadir al árbol del idioma esa importante rama que es su obra creativa, en todas sus vertientes, sin duda una de las más personales de la literatura de nuestro tiempo. De ahí lo de la redundancia del premio que decía al principio: el Cervantes ha premiado a un autor digno como pocos de ampararse bajo ese nombre.


Imagen, Juan Goytisolo con la plaza de Xemáa el Fná al fondo. 
Fotografía © Sofía Tirado González, 2008 

martes, 18 de noviembre de 2014

La erata real



Al volver sobre sus pasos, al ministro Montoro le entró la risa floja. No podía dejar de imaginarse al escritor Marías afánandose en imitar su vocezuela, cada vez más atiplada, y gozaba, y mucho, sabiendo que se lo estaba poniendo muy difícil en la enconada lucha por encontrar el adjetivo capaz de poner en su sitio a la pura realidad. «A este paso, no tardaré en entrar a formar parte de sus novelas», pensó el ministro como si eso realmente le importara. Y menos ahora que había logrado poner a punto su mejor argumento sobre el vidrioso asunto aquel de la hacienda de la infanta y se disponía a compartirlo con los bultos de los escaños y, quién sabe, tal vez con algunos invitados no esperados en la cazuela. Dio unos pasos hacia la tribuna de oradores y, haciendo honor a su nombre, contempló el hemiciclo como si fuera el coso en una tarde grande. Fue entonces cuando desde debajo de la mesa de la Presidencia, quién sabe si atufada por el olor a puros guardados a medio consumir en faltriqueras camufladas, o por los muy vulgares pero frecuentes aromas pedestres de algunas señorías, una rata gorda, grisona y de ojos saltones salió corriendo velocísima, trepó por la tribuna, correteó entre los papeles y el vaso de agua, olfateó al ministro, que la contemplaba estupefacto de ojos y de labios, miró hacia el tendido, por lo común atónito, y acercando sus bigotes de rata de alcantarilla al micro, dijo con voz asaz ronca y muy acanallada:
—¿Qué pasa, nunca han visto una rata real?
Fue justamente entonces cuando la gotera del Congreso se reveló en toda su crudeza y sus señorías salieron en desbandada como si lo que en realidad les asustara fuera aquella lluvia suave que dejaba en los terciopelos de los sillones y el parqué del suelo el llanto de un dios invisible y popular.


Viñeta de Historia de una rata mala, de Bryan Talbot.
(Curiosas sugerencias del dibujo: la Rata, obviamente es la Rata; la copiloto tiene cara de llamarse Cris, tal vez Chris; y en cuanto al personaje que va al volante, no desmerece en el papel de Sophie, la elegante, firme, paciente y resolutiva madre griega.)

domingo, 16 de noviembre de 2014

Hermana Filæ

Las aventuras de esa especie de viejo refrigerador con patas que es la sonda (o módulo de aterrizaje) Filæ, mediohermana de Wall-E y pariente cercana de todos los que a menudo, y mucho más desde que existe Internet, no dejamos de sentir cómo nos crece un alma de dibujo animado, me tienen abducido, supongo que como a muchos de ustedes. Como ya ocurriera con la casi olvidada misión Near-Shoemaker en el asteroide Eros, o con los hipnóticos paseos de la Mars-Pathfinder por Marte, la peripecia de este animalillo robótico sobre la superficie del cometa 67 P/Churymov-Gerasimenko (un esforzado alejandrino), después de un viaje de diez años a bordo de la sonda Rosetta, es toda una epopeya. Además, está llena de tantas expectativas que, por sí sola, puede ser la puerta hacia una nueva dimensión del conocimiento. Dicen las crónicas más impactantes que el objetivo de la misión es nada menos que intentar descifrar el ADN de nuestro planeta recabando información sobre la materia estelar presente en los orígenes de lo que acabaría siendo nuestro mundo. Un viaje en busca del polvo ancestral que pudo originarse hace unos 4.500 millones de años. Da vértigo pensarlo. Pero también da risa, mezclada con lágrimas, si se consideran los afanes en que anda sumida mayoritaria y aparentemente nuestra humanidad. Y más aún si se tiene en cuenta que lo único en verdad cierto es que, según apunta el viejo refrán anunciador del carácter inexorable de la universal alopecia, vivimos años que no son sino el prólogo de la extinción... o de la vida eterna, si prefieren ese relato subjetivo que, además de en las fantasías de muchas creencias, también está en la base del materialismo absoluto. Un prólogo tan largo como se quiera, pero prólogo al fin. Así que, puesto en su justo horizonte el impulso trascendente, de las diversas emociones que me suscita la aventura de Filæ, que a estas horas duerme exhausta a la espera de un poco más de luz, me quedo con la solidaridad de quien se siente formando parte del mismo juego, flotando en el mismo espacio y entregado (cuando es posible) a esa misma calma que ha de preceder a la definitiva "iluminación". Y, sobre todo, divertido al advertir que, por alguna neurona gongorina sembrada en la infancia y cultivada después por amor al arte, estos días anda resonando en mi cabeza la vieja canción que aquí les dejo. Bien podría tomarse como una melodía, o juego de corro, para acompañar el sueño de nuestra hermana espacial mientras llega la hora de volver a la escuela.
... Porque algunas veces
hacemos yo y ella
las bellaquerías
detrás de la puerta.



viernes, 14 de noviembre de 2014

Monago: la verdadera historia

A la cuarta va la vencida. Por fin, se hizo la luz sobre el asunto de los viajes privados a Canarias pagados con dinero púbico que el presidente de Extremadura, primero, no había hecho; después, que sí los había hecho y, aunque estaban justificados, como no quería líos, iba a devolver el dinero; más tarde, que no eran, ni de lejos, el número de viajes que se decía, porque ir a Canarias, como sabe todo el mundo, y «como no puede ser de otra manera», no es lo mismo que volver de Canarias. Y que además todos ellos estaban tan claros en su fines púbicos, que ya no veía la necesidad de devolver nada, faltaría más, pues él es un hombre honrado al que apenas le llega el sueldo para vivir malamente... La cosa resultaba más bien liosa y suscitaba alguna perplejidad. Pero hace un rato (con perdón), Monago ha dado una nueva explicación, jurando que ahora sí que era la verdad. Resulta que es tan grande su penuria económica que no ha tenido más remedio que hacer honor a su nombre y algunos días al mes trabaja sosteniendo el cepillo de la ermita de su pueblo, para después, eso sí (y por ello ha pedido la comprensión de todos y hasta, si fuera preciso, el perdón), birlar limpiamente el producto de la devoción ajena por ver de apañárselas para llegar a fin de mes y comer caliente en la barra de los bares. Los viajes, ha explicado el susodicho con lágrimas en los ojos, son sólo la coartada que tuvo que inventarse para justificar las ausencias a que le obliga ésta su oculta dedicación al culto. He aquí (sobre estas líneas) la prueba gráfica, definitiva, que acaba de poner a disposición de los extremeños, los periodistas y el público en general. Yo no sé a ustedes, pero esta última versión es la que más convincente me parece. Ganas me están dando de acercarme al cepillo y echarle unas monedillas, a ver si así puede comprarse por fin la parabólica. Extremos inauditos del esperpento nacional.

Fotografía: © Vicente Santamaría Box