miércoles, 3 de diciembre de 2014
Allí ve Sevilla
Siempre que tomo el bus 9, que va de Hortaleza a Sevilla, generalmente en la parada de López de Hoyos casi esquina a Fernández Oviedo, caigo en la cuenta de que esto no es Buenos Aires. En principio, me alegro, claro. Nadie rompe la realidad impunemente, ni siquiera en sus segundas acepciones, sean estas ecológicas o no. Pero después siento una nostalgia extraña y hasta estruendosa, contra la que no puedo luchar, y avanzo por las calles de Madrid como Martín Fierro por la pampa. La ensoñación suele durarme hasta el viejo palacio mudéjar de ABC o, como mucho, hasta el Museo Arqueológico, nada más dejar atrás la grande bandera de Colón, manda güevos, que corta el viento a todo trapo entre las más bien cubistas naos de piedra. Ya en Alcalá, miralá, miralá, soy otro hombre. Al descender en la isleta de Cibeles, echo una moneda al aire para decidir el rumbo. Según sube el cobre, a veces me quedo escudriñando el cielo, golpiado por su proximidad, pasto fácil de su desmesurada belleza, entre las corrientes contrarias del gentío y un marcado sentido personal del embeleso bobo, que no es más que un modo fácil de manejarme con la cámara lenta. Si sale cara, me dirijo hacia el Círculo y, a la sombra de su Minerva poderosa, doy el día por salvado. Pero si sale cruz, tampoco importa. Lo que se decide con esa pequeña inspección del azar tiene menos valor que el hecho de haber llegado a las cercanías de Sevilla y poder comprobar que sigue allí, en la pared de siempre, la escueta sombra grafitera que un día, cuando laboraba de «turronero» en el antiguo edificio de Correos, sección Buzones, me dio la bienvenida al nuevo tiempo que entonces comenzaba a abrirse en mi vida y que ahora, más de cuatrocientos años después, aún me conmueve hasta estirar un poco el pergamino de mis lívidas mejillas y ponerme al borde del milagro. Quién estuviera vivo para poder llorar. O reír. A mandíbula batiente, cómo si no.
domingo, 30 de noviembre de 2014
Luz de noviembre
Dejemos que la lluvia nos golpee la cara,
que los ojos descubran el alma de las cosas.
No le pongamos límite al sueño de las nubes,
que el viento sople libre, que las semillas vuelen.
Aunque acaso seamos solo cañas que piensan
y a veces sienten miedo de su azúcar oculto,
despleguemos las velas de los días fugaces
porque sólo está vivo de verdad lo que muere.
Cualquier día seremos en la rueda del tiempo
partículas molidas en el confín del cosmos.
Vivamos cuanto ahora la vida nos regale,
la suerte de sabernos sentir y ser sentidos
en un instante eterno que es este mismo instante.
Esta luz es la luz y en su luz está todo.
Rescatado de los Arcones de la Posada
Primera publicación, con el título November bye, 30 nov 2012; a las 19:56
(hace exactamente 2 años, ayer como quien dice).
lunes, 24 de noviembre de 2014
Juan «Cervantes» Goytisolo
La concesión del premio Cervantes a Juan Goytisolo es una suerte de reconocimiento con cierta propensión a la redundancia, valga el circunloquio. Quiero decir que a pocos escritores vivos del ámbito hispánico les cuadra con mayor exactitud la condición de heredero de Cervantes que al autor de Señas de identidad (título que convirtió la frase en tópico), Reivindicación del Conde don Julián (que acabó siendo Don Julián a secas), Juan sin Tierra, Makbara o Telón de boca, por citar a vuelapluma los libros de su autoría que más huella me han dejado, y a los que debería añadir los ensayos de Disidencias y textos directamente autobiográficos como Coto vedado o En los reinos de taifa.
Aunque, si los recuerdos no me engañan, fue un libro algo atípico entre los suyos, Campos de Níjar, la primera obra de Goytisolo que leí, y con un deslumbramiento similar al que entonces (o un poco antes) me había producido el Viaje a la Alcarria, de Cela. Esa obra me llevó a viajar a Almería, para conocer sobre el terreno unos paisajes y una realidad que ya no eran los del libro, pero tampoco todavía los de la posterior «revolución de plástico». Pese al tiempo transcurrido y la realidad transmutada, me sigue pareciendo una obra de enorme interés. Volví a ella hace unos meses, tras ver la última película de David Trueba, por meras afinidades espaciales.
Del mismo modo, sus narraciones escritas desde el otro lado del Estrecho, que leí con entusiasmo compartido con muchos amigos y amigas de entonces, influyeron de forma decisiva en mi interés por conocer Marruecos y me sirvieron de guía emocional y estética tanto entre las calles de Tánger como, y sobre todo, en la intensa experiencia que viví la noche en que llegué a la plaza Xemáa el Fná, cuyo espacio había leído y deletreado en sus obras (también en las Voces de Marrakech, de Elías Canetti).
Pero a Goytisolo debo agradecerle, además, el descubrimiento de la obra de José María Blanco White, así como un acercamiento explícito a la visión de la historia de España sostenida por autores como Asín Palacios, Américo Castro o Emilio García Gómez. Una enriquecedora perspectiva, llena de razones que habían sido falseadas y de sensaciones reprimidas, frente a la esclerótica imagen de la «historia oficial» que el franquismo y el tradicionalismos católico habían inoculado en la formación que entonces recibíamos, imagen y enfermedad hoy felizmente superadas, al menos en el terreno formativo, aunque no hayan dejado de segregar retoños más o menos contumaces.
De esas lecciones, que quizás no siempre fueron bien asimiladas y que otras veces, al pasar el tiempo y ampliarse los puntos de vista, resultaron discutibles y fueron discutidas o reinterpretadas, me queda una valoración del escritor ahora premiado como un gran disidente, un pensador libérrimo, un creador comprometido física y moralmente con su escritura y un gran renovador de la prosa hispana.
Todo eso podría resumirse diciendo que, en realidad, Juan Goytisolo es sobre todo un fiel discípulo de Cervantes, uno de los que con mayor riesgo y acierto ha seguido las huellas de la gran innovación cervantina, hasta conseguir añadir al árbol del idioma esa importante rama que es su obra creativa, en todas sus vertientes, sin duda una de las más personales de la literatura de nuestro tiempo. De ahí lo de la redundancia del premio que decía al principio: el Cervantes ha premiado a un autor digno como pocos de ampararse bajo ese nombre.
Imagen, Juan Goytisolo con la plaza de Xemáa el Fná al fondo.
Fotografía © Sofía Tirado González, 2008
Fotografía © Sofía Tirado González, 2008
martes, 18 de noviembre de 2014
La erata real
Al volver sobre sus pasos, al ministro Montoro le entró la risa floja. No podía dejar de imaginarse al escritor Marías afánandose en imitar su vocezuela, cada vez más atiplada, y gozaba, y mucho, sabiendo que se lo estaba poniendo muy difícil en la enconada lucha por encontrar el adjetivo capaz de poner en su sitio a la pura realidad. «A este paso, no tardaré en entrar a formar parte de sus novelas», pensó el ministro como si eso realmente le importara. Y menos ahora que había logrado poner a punto su mejor argumento sobre el vidrioso asunto aquel de la hacienda de la infanta y se disponía a compartirlo con los bultos de los escaños y, quién sabe, tal vez con algunos invitados no esperados en la cazuela. Dio unos pasos hacia la tribuna de oradores y, haciendo honor a su nombre, contempló el hemiciclo como si fuera el coso en una tarde grande. Fue entonces cuando desde debajo de la mesa de la Presidencia, quién sabe si atufada por el olor a puros guardados a medio consumir en faltriqueras camufladas, o por los muy vulgares pero frecuentes aromas pedestres de algunas señorías, una rata gorda, grisona y de ojos saltones salió corriendo velocísima, trepó por la tribuna, correteó entre los papeles y el vaso de agua, olfateó al ministro, que la contemplaba estupefacto de ojos y de labios, miró hacia el tendido, por lo común atónito, y acercando sus bigotes de rata de alcantarilla al micro, dijo con voz asaz ronca y muy acanallada:
—¿Qué pasa, nunca han visto una rata real?
Fue justamente entonces cuando la gotera del Congreso se reveló en toda su crudeza y sus señorías salieron en desbandada como si lo que en realidad les asustara fuera aquella lluvia suave que dejaba en los terciopelos de los sillones y el parqué del suelo el llanto de un dios invisible y popular.
Viñeta de Historia de una rata mala, de Bryan Talbot.
(Curiosas sugerencias del dibujo: la Rata, obviamente es la Rata; la copiloto tiene cara de llamarse Cris, tal vez Chris; y en cuanto al personaje que va al volante, no desmerece en el papel de Sophie, la elegante, firme, paciente y resolutiva madre griega.)
(Curiosas sugerencias del dibujo: la Rata, obviamente es la Rata; la copiloto tiene cara de llamarse Cris, tal vez Chris; y en cuanto al personaje que va al volante, no desmerece en el papel de Sophie, la elegante, firme, paciente y resolutiva madre griega.)
domingo, 16 de noviembre de 2014
Hermana Filæ
Las aventuras de esa especie de viejo refrigerador con patas que es la sonda (o módulo de aterrizaje) Filæ, mediohermana de Wall-E y pariente cercana de todos los que a menudo, y mucho más desde que existe Internet, no dejamos de sentir cómo nos crece un alma de dibujo animado, me tienen abducido, supongo que como a muchos de ustedes. Como ya ocurriera con la casi olvidada misión Near-Shoemaker en el asteroide Eros, o con los hipnóticos paseos de la Mars-Pathfinder por Marte, la peripecia de este animalillo robótico sobre la superficie del cometa 67 P/Churymov-Gerasimenko (un esforzado alejandrino), después de un viaje de diez años a bordo de la sonda Rosetta, es toda una epopeya. Además, está llena de tantas expectativas que, por sí sola, puede ser la puerta hacia una nueva dimensión del conocimiento. Dicen las crónicas más impactantes que el objetivo de la misión es nada menos que intentar descifrar el ADN de nuestro planeta recabando información sobre la materia estelar presente en los orígenes de lo que acabaría siendo nuestro mundo. Un viaje en busca del polvo ancestral que pudo originarse hace unos 4.500 millones de años. Da vértigo pensarlo. Pero también da risa, mezclada con lágrimas, si se consideran los afanes en que anda sumida mayoritaria y aparentemente nuestra humanidad. Y más aún si se tiene en cuenta que lo único en verdad cierto es que, según apunta el viejo refrán anunciador del carácter inexorable de la universal alopecia, vivimos años que no son sino el prólogo de la extinción... o de la vida eterna, si prefieren ese relato subjetivo que, además de en las fantasías de muchas creencias, también está en la base del materialismo absoluto. Un prólogo tan largo como se quiera, pero prólogo al fin. Así que, puesto en su justo horizonte el impulso trascendente, de las diversas emociones que me suscita la aventura de Filæ, que a estas horas duerme exhausta a la espera de un poco más de luz, me quedo con la solidaridad de quien se siente formando parte del mismo juego, flotando en el mismo espacio y entregado (cuando es posible) a esa misma calma que ha de preceder a la definitiva "iluminación". Y, sobre todo, divertido al advertir que, por alguna neurona gongorina sembrada en la infancia y cultivada después por amor al arte, estos días anda resonando en mi cabeza la vieja canción que aquí les dejo. Bien podría tomarse como una melodía, o juego de corro, para acompañar el sueño de nuestra hermana espacial mientras llega la hora de volver a la escuela.
... Porque algunas veces
hacemos yo y ella
las bellaquerías
detrás de la puerta.
viernes, 14 de noviembre de 2014
Monago: la verdadera historia
domingo, 9 de noviembre de 2014
Rácano nácar
Al volver sobre sus pasos, mientras contemplaba el abismo sin fin de su morada, la Ostra comprendió que su perla no era otra cosa que la apoteosis de un círculo vicioso.
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