No estoy seguro, pero creo que la primera vez que vi escrito el nombre de Jaume Sisa fue en un número de la revista Ajoblanco, cuando tenía aquel formato desplegable que hacía tan incómodo su manejo, aunque era una seña más de su originalidad y atrevimiento, aparte de una manera (supongo) de abaratar costes. Daba cuenta de su aparición en las noches celestes de Zeleste y algún otro lugar de la Nit de Barcelona, en tiempos aún muy preolímpicos pero de mucho fuste y cuando la ciudad condal era considerada desde la meseta y tal vez también por debajo de Despeñaperros como la puerta de Europa. Seguí después su pista, con la dificultad que en aquella remota era preinternáutica y aún plenamente gutenbergiana (que es palabra que ya por sí sola indica tendencia) entrañaba la búsqueda de información, tarea ímproba además de acuciante si el objetivo final era conseguir un dato que nos faltaba para completar un pie de foto (por ejemplo, en aquellos libritos de los Temas Clave que José Ramón Pardo dedicó a «la música pop» y al «canto popular»), o para saber de qué iba la cosa. Era una época en la que las paredes de Malasaña solían amanecer con una frase pintada en muchos rincones: 27 lágrimas. Yo nunca las conté, pero siempre me parecieron pocas. El caso es que ya entonces Sisa tenía un plus de modernidad, era evidente que se adelantaba o se anticipaba (que lo suyo siempre tuvo mucho de ciencia ficción) por un vía muy personal y de apariencia desquiciada, pero en el fondo muy dadaísta, a la locura que vendría después. Y, en concreto, al imperio feliz y torrencial de la ocurrencia, aquella consigna no pronunciada de «si lo piensas hazlo, pero mejor si lo haces sin pensar» que fue el verdadero secreto de la Movida, antes de que esta palabra, sucesora y hasta usurpadora de el Rollo, diera en significar algo más que el lugar y la situación donde los colegas siempre en marcha se paraban un rato, paradójicamente, para liarse los porros o compartir una pequeña dosis de polvos mágicos y también de los otros. Me parece que comprimo en un solo recuerdo metros de crónicas, pero tampoco vamos a convertir el mapa en el territorio. La verdad es que todo aquello, que ocurría sin que la dura luz de los amaneceres hubiera sido puesta a buen recaudo, tenía cierta atmósfera sonámbula y antes que nada estaba movido por un deseo muy grande de que todo tuviera otro color. O color, sin más. Sisa después se vino a Madrid y se encarnó en un no menos genial, pero ya distinto, Ricardo Solfa, que también sigue vivo en los youtubes. Pero yo creo que el ente original se perdió definitivamente en los sótanos de algún antro de cómic, quizás en los fotogramas descartados de una peli que alguien un día recuperará para reinsertarlos en la cinta restaurada y remasterizada con la aviesa intención de hacer con ella una sesión especial de cine-fórum (otro colmillo de mamut) en lo que por aquella época era todavía el destartalado Palacio de las Pipas y hoy luce como hermosa sede de la Filmo. Se podrá comprobar entonces que, como sostiene el bifronte que da título a esta crónica más fantasiosa que nostálgica, Sisa era en verdad único. Al menos en su forma de robarnos, qué quieren que les diga, la sonrisa más tierna y salvaje de aquella época en la que teníamos el corazón a la intemperie. Y olé. Ah, y sí, el sol puede salir cualquier noche de estas. Estén atentos.
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